DESPEDIDAS Una dicción porteña y correctísima, un clímax que iba derrapando hacia el enredo más delirante, grabaciones y llamadas telefónicas que abrían la puerta a lo insólito, elegancia e insultos. Así fue el humor único y terrorista de Julio Victorio De Rissio, que a pesar de haber muerto la semana pasada, a los 97 años, se inmortalizó como el Doctor Tangalanga. Un artista prodigioso que creció del culto secreto a la radio y la TV y que marcó un hito en la comicidad argentina.
› Por Federico Novick
En el escritorio de una oficina de Odol, aquella empresa líder del mercado farmacéutico, el gerente de compras Julio Victorio De Rissio discaba el teléfono de algún proveedor. A veces, para cumplir con las tareas del día. Otras, para iniciar un vuelo intergaláctico hacia el delirio más crocante, que podía incluir el pedido del diseño de un nuevo envase para un desodorante con insólitas medidas, traducidas desde un cocoliche reinventado. El gerente se comunicaba también a través del conmutador con empleados que desconocían sus diabluras y caían en las redes del más elegante y sagaz de nuestros humoristas, el único que inventó una lengua personalísima a lo largo de cuatro décadas de trabajo incesante bajo el nombre de Dr. Tangalanga.
Nació en el medio de la Primera Guerra, a fines del ’16, y a los siete años conoció a Nora, su futura esposa, que llegó al mundo en su casa porque los padres de la niña se habían mudado al lugar hacía poco tiempo. Ese Julio primero, travieso y de pelo rojo shocking, tenía una caligrafía perfecta. Su cursiva y su ductilidad con la máquina de escribir lo llevaron de Bunge & Born a medio siglo de labor entre Palmolive y Odol, donde realizó su cursus honorum profesional. Tuvo dos hijos y cuatro nietos, que por regla familiar nunca hablaron en público sobre él, pero siempre acompañaron desde el cariño las actividades del patriarca, que incluían reemplazar a Verdaguer o Marcos Kaplán para contar chistes desde la platea cuando alguna revista se quedaba sin luz en medio de la función, o hacerse pasar por periodista para ingresar al campo de juego de un Maracaná repleto, todas historias que un documental aún inédito sobre su vida recogen en primera persona.
La evolución natural de tanto histrionismo llegó a principios de los sesenta, cuando su íntimo amigo, el hoy mítico Sixto, estaba internado en una clínica del norte del Gran Buenos Aires. Julio iba a verlo desde Retiro casi todos los días, y para animar la convalecencia, decidió llamar a un veterinario que cobraba precios exorbitantes para atender perritos. Esa conversación, registrada con un grabador de cinta abierta, que puede encontrarse hoy en YouTube, le servía a Sixto para provocar la risa sincera de otras visitas y no tener que discutir los pormenores de su enfermedad. En 1964, cuando su amigo falleció, se interrumpen las desventuras de Fiorito, Raúl Atenas, Tarufetti, Tangalanga (“con hache en el medio y sin zeta”, como solía repetir) y Quintana, algunos de los nombres elegidos para el justiciero secreto de insultos perfectamente encastrados y geografías alucinadas.
En 1980 fue Julio el que cayó en cama, víctima de una hepatitis que lo dejó nocaut durante más de un mes. Aburrido, retomó el vicio y produjo a lo largo de la década el millar de grabaciones que constituyen el centro magnético de una colección infinita. Con ese porteño alunfardado y correctísimo que practicaba en el mano a mano como arma letal, empezó a organizar un nuevo sistema solar repleto de oficios fallados, neologismos traídos del futuro, mediums, proxenetas y cadenas de venta de fósforos en zaguanes. Ahí había de todo, y mucho más. La tía Esther, que visitaba a una vidente para solucionar su insaciable apetito sexual por trillizos. Manuel, el encargado que realmente trabajaba a la vuelta de su casa, y clamaba por un franquismo argentino, con millones de muertos incluidos, para solucionar los problemas del país. Las revistas Trulalá o Angustia, que hacían encuestas improbables durante el Mundial ’86. La señorita Elizabeth, estudiante de medicina que tenía un esqueleto al que Raúl Sagardú quería llevarle flores porque lo extrañaba muchísimo. La palabra soez ingresaba como un recurso entre miles, pero se volvía efectiva cuando el in crescendo de la ansiedad o la injusticia la volvían necesaria, nunca antes ni después. La entrada, el punto de partida de una llamada era siempre el barniz formal del respeto y la curiosidad, la queja por el destrato o la mercadería en malas condiciones, el recuerdo de una perturbadora intoxicación en un restaurante.
Antes de la esfera pública, antes del desdoblamiento entre don Julio De Rissio y el Doctor Tangalanga, él ya era muy famoso. Tanto que corría el insistente rumor de que en realidad el autor de las grabaciones era Juan Carlos Mesa. Dos generaciones de adolescentes marcados por el acné temprano y rockeros en giras interminables escuchaban, copiaban y difundían los compilados que el propio autor confeccionaba en pulcros cassettes adornados por su grafía perfecta, con leyendas identificatorias como Inmobiliaria Massachusetts o Peluca Quemada. Si algún mortal tenía la suerte de conocerlo, podía dirigirse a su oficina en Odol para pedirle un TDK, que debía devolverse indefectiblemente a la semana siguiente en perfectas condiciones, luego de ser copiado y celebrado en la intimidad de un living. Por esa época apareció el primer club de fans, que extendía el reunionismo casi exclusivamente masculino a pequeños salones de fiestas o restaurantes de la Capital o el Gran Buenos Aires, con la presencia de honor del maestro, que era acribillado con preguntas y daba rienda suelta a tres de sus grandes pasiones: relatar cada llamado con una memoria infalible, contar efectivos chistes verdes y no tanto, y comentar sus encuentros con celebridades como Luis Alberto Spinetta, Caloi, Tato Bores, Pocho Lapouble y varios jueces de la Nación.
Un pequeño aviso en un diario, a principios de los noventa, invitaba a comprar las primeras copias originales de las legendarias llamadas en un edificio del centro porteño. Llegaron cientos de fanáticos, se agotó el stock, y comenzó una larga producción, en varios sellos y con variadas calidades, de CD y cassettes que continúa hasta hoy: una gran parte de la obra permanece inédita, y pide a gritos su merecida edición ordenada, comentada y de libre acceso. El siguiente paso era inevitable: la TV. Ingresó en el final del Peor es nada de Jorge Guinzburg, verdadera plataforma para el salto de la arena popular a la masiva, del dormitorio húmedo de los niños solos a la reunión familiar liderada por tíos picarones. En los estudios de televisión (trabajó, además, en Rock & Pop y con los hermanos Korol), se terminó de corporizar el personaje principal, con el agregado de tímidos bigotes, barba candado y un gorro de baseball que sellaba para siempre su nom de guerre. Fue el principio, también, del vivo. Actor por naturaleza, más Bud Abbott que Lou Costello, sus presentaciones eran frecuentes en bares, clubes, reuniones de empresas y teatros, siempre repletas de peregrinos con remeras y pancartas que llegaban desde tierras lejanas (las giras por Uruguay, México y Estados Unidos vendrían después). Participó de la edición original de Cómico Stand Up, cuando el género puro, naciente aún en la ciudad, precisaba de otras prácticas y otras famas para legitimarse. En esos espectáculos, donde recibía números de teléfono desde la platea, nació el gran Octavio, dueño de un gimnasio y protagonista casi absoluto de los shows del Doctor. El ritual indicaba que la audiencia debía insistir hasta conseguir ese llamado, y el interlocutor explotar en un abanico de puteadas sin respiro. Como en las series de la tía Esther, el encargado Manuel o el cantante lírico que tenía “voz de célebre” pero no lo era, el universo construido a través del par telefónico se sostenía también en el tiempo como variable de lo inaudito: en una grabación poco difundida el portero español, ya retirado, respondía desde su casa particular en Paso del Rey con sus mañas antirrepublicanas intactas.
Cuando Julio cumplió noventa se organizó un gran festejo en La Trastienda, con escenografía de lujo, presentación de Guillermo “Fierita” Catalano y la presencia estelar de Spinetta, Diego Arnedo y Ricardo Mollo. Después de que Spinetta interpretara “Crisantemo” y “Laura va” junto a Claudio Cardone, los Divididos tocaron el “Rock de la mujer perdida”, de Los Gatos (el original “Podrida” hubiera resultado más atinado para la ocasión). Julio, vital y sonriente, disparó: “Esta canción, bien tocada, hubiera sido bárbara” y apagó las velitas junto a su bisnieta. Siguió (¡hasta los noventa y cinco!) con los festejos y los shows en público, un poco más espaciados por algunos problemas con su movilidad.
El legado está impreso en cualquier intento de doblar el idioma en la curva hacia el delirio, y resultaría imposible y necio no considerar la obra de Tangalanga como literaria. Tan difícil como centrarse en los insultos que, aunque perfectamente colocados, representan una explosión más en la generación de un mundo de maravillas. Julio siempre decía que a él sólo le interesaba divertir, pero reconocía su preferencia por los llamados absurdos y sobrios a los cargados de puteadas. Tal vez esa elegancia, de eterno traje y sonrisa permanente, sostenida por una inagotable energía que superaba a la de sus jóvenes fanáticos legionarios, se constituya como clave para empezar ahora a reconstruir el puzzle de tanta idea fértil, tanta invención, tanta lengua adherida a la nuestra para siempre.
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