› Por Alan Pauls
La prisión fue para la literatura un chaleco de fuerza siniestro (Sade), un espacio de contrapoder intelectual (Gramsci), un lírico, lúbrico darkroom anticapitalista (Genet). ¿Estarán cambiando las cosas? Los primeros días de diciembre del año pasado, el jurado del certamen de crónicas La voluntad descubrió que la ganadora del premio, María Silvina Prieto, una mujer de 46 años sin antecedentes en la escena periodística o literaria, purgaba una condena a cadena perpetua en el penal de Ezeiza. Allí, en lo que llama “mi covacha” –el rincón de un oscuro depósito de trastos de la Unidad 31, donde logró que le pusieran una PC con Word y Excel y Dreamweaver y Flash pero sin Internet–, Prieto escribió la pieza de periodismo mundano-tumbero con la que saltó a la fama, jovialmente titulada Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel de Ezeiza; desde ese mundo fuera del mundo la envió a la Fundación Tomás Eloy Martínez, que coorganizó el concurso con los escritores Martín Caparrós y Eduardo Anguita, la revista digital Anfibia y la editorial Planeta, y la dio a conocer.
Se desconoce qué clase de delito le valió la pena que cumple (Prieto atendió a la prensa, pero omitió toda referencia al respecto), aunque la perpetua hace pensar que fue algo más que una travesura. Prieto es cruda, le gustan los detalles y no ahorra sarcasmos contra las condiciones de vida del penal. Pero sería necio o tosco pensar que las cuatro paredes que la confinan desde hace trece años se reducen a la imagen básica, unívoca, sin matices, que tenemos –nosotros, paladines de la libertad– de la experiencia del castigo. Fue en el presidio de Ezeiza, de hecho, donde Prieto empezó a escribir y donde se topó con las dos personas que torcerían por segunda vez (si la primera fue la vez del delito) su rumbo, inesperadamente: su profesor de taller literario (que estaba a su lado cuando agradeció el premio) y la celebrity Mónica Cristina María Rímolo, alias Giselle, la falsa médica condenada en agosto de 2012 a nueve años de cárcel por ejercicio ilegal de la medicina y homicidio culposo.
Como las otras 199 internas de ese “verdadero jardín del Edén penitenciario” (son palabras de la cronista), Prieto esperaba la llegada de la “doctorcita” con ansiedad, preguntándose si desembarcaría enjoyada como en la televisión y con chofer. Pero la mañana en que la ficharon no pudo verla. Rímolo convalecía de una lipoescultura reciente, acaso autoinfligida, y su estado no parecía propicio para la efervescencia de la vida social, ni siquiera la de la cárcel. Más tarde, sin embargo, la lotería del sistema penitenciario las reunió unos meses en el Pabellón 6. El día a día de esa convivencia (que terminó un viernes, cuando Rímolo desapareció “envuelta en un tailleur de reconocida marca de color rosa”) con el pathos dislocado de una reina del trash mediático es lo que Prieto retrata en su crónica con una delicada crueldad.
Una sorpresa parecida a la que sacudió a Anguita y Caparrós debe haber sentido el jurado del premio de novela policial de la editorial Minotaur Books y la asociación de Private Eye Writers of America a fines de abril de 2011, cuando averiguó que Alaric Hunt, de 46 años, ganador de los 10 mil dólares y el contrato de publicación del premio, era bibliotecario de la cárcel de Bishopville (South Carolina), donde estaba preso desde los 19 por homicidio e incendio provocado. Para Hunt, como para Prieto, escritura y encierro habían sido descubrimientos simultáneos. Empezó redactando cuentos, siempre en el género policial, hasta que un aviso del premio pispeado en una vieja edición del Writer’s Market lo alentó a medirse con una novela. La recompensa era tentadora: podría pagar deudas; podría comprarle un televisor a su hermano, también confinado, a quien ya había intentado ayudar dando el golpe fallido que les deparó treinta años de cárcel. Hunt barajó un par de episodios de La ley y el orden, un mapa de 1916 del puerto de Nueva York, un kit noir básico (Chandler, Ed McBain) y algunos oscuros nubarrones de su vida personal y en cinco meses produjo Cuts through bone, su debut literario y su triunfo (que muchos críticos, sin embargo, demolieron por “convencional” y “pretencioso”).
No puedo imaginar nada peor, nada más aberrante y sádico que encerrar a alguien con la idea de “protegernos” y “reformarlo”. Pero mientras compaginaba estas dos fábulas de confinamiento y éxito literario se me vino encima la noche de principios de los años ’80 –Callao casi esquina Córdoba, un calor anormal– en que Fogwill, que recién pintaba para escritor, anunció muy suelto de cuerpo que una semana más tarde caería preso. “¿Y lo decís así?”, le protestaron. “¿Por qué no te vas a la mierda antes?” “¿Estás loco? En cana no hay cuentas que pagar, clientes que atender, ex mujeres con las que discutir. ¿Sabés el tiempo que voy a tener para leer y escribir? Caigo en cana, me quedo unos meses y salgo con tres novelas escritas.”
No es la cárcel, me digo, la que hace que Silvina Prieto o Alaric Hunt o Fogwill escriban, y menos que escriban bien, y menos que ganen los primeros concursos a los que se presentan (un privilegio por el que más de un escritor hecho y derecho les habrá jurado maldición eterna). Si escriben, escriben contra la cárcel, o colonizando el páramo de la cárcel y transformándolo –vaya uno a saber cómo, con qué alquimia disciplinada y furiosa– en un teatro de posibilidades inverosímil. Pero mientras me digo eso, alguien en una sobremesa –alguien que escribe, alguien que está libre– habla de un programa que bloquea el acceso a Internet durante el tiempo que uno quiera, y que, puesto a correr, es irreversible. El programa, dice (y parando la oreja se le siente la euforia típica del rehabilitado, ése para quien sólo la privación es fuente de posibilidades nuevas), se llama Freedom.
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