Dom 02.02.2014
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A CUERPO DE REINA

MUSICA. A los 32 años, Beyoncé ya dejó de ser una estrella pop para convertirse en un icono que, además, está en su mejor momento creativo. Los últimos meses de su carrera son apabullantes: editó un extraordinario disco “visual”, Beyoncé, de 14 canciones y 17 videos, y lo hizo sin publicidad ni pistas, apenas un día lo colgó en iTunes y resultó un enorme éxito. Barack Obama es su fan y ella suele cantar en los eventos de la Casa Blanca y hasta se atrevió a citar a la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie en una de sus canciones y provocar un revuelo entre las teóricas feministas. Talentosa, de una belleza superlativa y esforzada por demostrar que es empresaria, esposa y madre –está casada con el poderoso rapper y productor Jay Z– y artista, es la gran monarca del mundo del espectáculo, la chica perfecta que, al mismo tiempo, es un huracán.

› Por Micaela Ortelli

La semana pasada se entregaron los Grammy y, como siempre, las actuaciones fueron despampanantes, cursis, extraordinarias, sorprendentes, olvidables o todo eso junto, como la de Macklemore y Ryan Lewis, con Mary Lambert y una almidonada Madonna, que hicieron “Same Love” y “Open Your Heart” al tiempo que Queen Latifah ¡casaba! a 33 parejas que, bueno, se fueron a casar a los Grammy. Paul y Ringo no concedieron la gracia de los vejetes y, plantadísimos, tocaron “Queenie Eye” del flamante New de Sir Paul. Los grandes ganadores de la noche, Daft Punk, hicieron su hit infernal “Get Lucky” acompañados en voz por el productor del año Pharrell Williams y Stevie Wonder en piano. Para la historia. Después hubo momentos más y menos pretenciosos, como el de Pink, que dio muestra de su empeño por mantenerse vigente con una enrevesada interpretación acrobática, o el de la discreta y encantadora Lordé, la nueva promesa de Nueva Zelanda. Pero antes que todos –técnicamente, fue el show apertura– estuvo ella, quien supo ganar seis de esas estatuillas en una noche (en 2010), la diosa exorbitante, felina, la megaestrella Beyoncé, que sobre una coreografía más sexy que elaborada, en una silla cantó “Drunk In Love”, de su colosal y recién editado quinto disco. La acompañó a su tiempo él, su marido, el rapero más rico y famoso de Estados Unidos, Jay Z. Nada más efectivo que celebrities tórtolos. Al menos para los que no prestan mucha atención. Para el resto es insólito que una feminista –como ella misma se declara últimamente– le perree a un hombre que rapea “Comete la torta, Anna Mae” (así se llama Tina Turner y el que la obliga a comer es su marido golpeador, Ike Turner). Para los desprevenidos la actuación fue hasta emocionante. Porque al final se van abrazados de espaldas al público con el fragor de fondo en lo que pareció un instante de verdadera intimidad entre tanta ficción.

A principios del año pasado, Beyoncé lanzó un documental autobiográfico que dirigió y produjo ella misma. La típica. Lo hacen todas y todos; es el recurso de las súper estrellas para mostrar cómo resuelven la dicotomía con la “persona verdadera” (lo que siempre inquieta al público). Life is but a Dream es un cuento de hadas llevado a la pantalla, con todos los recursos del cine y las dosis precisas de entrevista, imágenes de archivo, viejas grabaciones caseras y, lo principal –el factor realidad–, filmaciones propias con webcam. El relato oficial y ordenado de la Beyoncé que fue y es –hija, hermana, esposa, madre, tía, artista, empresaria–, material citable por los siglos de los siglos. Con moraleja, claro: all you need is love y todas sus variantes. Beyoncé puede tenerlo todo, encarnar todas las metáforas –estar en la cresta de la ola, tener el mundo a los pies–, pero verdaderamente feliz la hacen su marido y su hija (Blue Ivy –el nombre está registrado para que no se lucre con él– cumplió dos años). Y está tan bien contado –no puede estar mal contado con tantos recursos y tanto archivo– que la ilusión del amor resulta creíble una vez más: la felicidad cuando van en yate, cuando se cantan “Yellow” el uno al otro celebrando el embarazo. “Es el sueño de toda mujer sentir esto por alguien”, le dice al periodista. De ahí el efecto del abrazo final en la ceremonia del domingo: amor verdadero y éxito profesional, así se leyó.

A los 32 años, Beyoncé –nacida y criada en Houston, Texas, en una familia educada y convencional– se convirtió en el nuevo icono de la industria del pop. Cita la revista inglesa Marie Claire cierta entrevista en la que le preguntaron si ser una estrella pop tiene un límite. Ella respondió: “Una estrella pop sí. Una leyenda, un icono, en absoluto. Y en este punto ése es mi objetivo, ya superé lo de ser una popstar, no quiero estar buena, quiero ser un icono”. Es la primera cantante negra de la era de los concursos televisivos, los grupos producidos, el pop facilongo y las coreografías en lograrlo. No por casualidad ni fortuna; viene aprendiendo el oficio desde los ocho años, cuando ganó una audición de talentos para integrar un grupo pop-rap de niñas que se llamó Girl’s Tyme. Y lo hizo mejor que nadie porque tuvo encima la atención constante y exigente del padre, que en su momento dejó el trabajo para dedicarse a representarlas; por él se transformaron en Destiny’s Child, el grupo de R&B más exitoso de todos los tiempos según The New Yorker. No por casualidad, tampoco, es la protegida de Barack y Michelle Obama, el primer presidente y primera dama negros de Estados Unidos, la cantante oficial en inauguraciones y cumpleaños. Esa ubicuidad –adecuarse tan bien a los Premios MTV como a la Casa Blanca– es el as de Beyoncé.

Sorpresivamente, el 13 de diciembre apareció en iTunes Beyoncé, su quinto disco, un “álbum visual” porque cada tema tiene un video. Y todo, los 14 temas y 17 videos (hay canciones de dos partes y una que no se incluyó), apareció el mismo día; no hubo anuncios ni trailers. Podía intuirse, pero nadie sabía que el sucesor de 4 (2011), el disco de la independencia (había echado al padre porque necesitaba eso: un padre), se estaba gestando. ¿Por qué? ¿Por qué toda la artillería de una vez? Porque sí. Porque quiere y porque puede. “Veo la música. Cuando me conecto con algo inmediatamente veo imágenes ligadas a un sentimiento o emoción: un recuerdo de la niñez, pensamientos sobre la vida, mis sueños, mis fantasías. Y todas están ligadas a la música. Es una de las razones por las que quise hacer un álbum visual; quería que la gente escuchara la canción con la historia que yo tenía en la cabeza porque eso es lo que lo hace mío.” Por eso lo llamó así y por eso no lo anunció: no quería deadlines, quería lanzarlo cuando estuviera listo y sin intermediarios, que resultara todo una misma experiencia: “Que todos vieran la imagen completa y cuán personal es esto para mí. Simplemente crear mi mejor obra y lanzarla”.

Lo dice en los minidocumentales de presentación que lo acompañan. El segundo se llama “Imperfección”, un poco el concepto aglutinador del álbum, aunque todo, desde la hermosura cada vez más impactante de ella, la producción impecable de las canciones, el fabuloso arte de los videos (la estética, los colores, todo es de una gran belleza), indiquen exactamente lo contrario. Recuerda cuánto aprendió la vez que perdió el concurso más importante de la televisión con su grupo Girl’s Tyme: “Tenía sólo nueve años; a esa edad no entendés cómo se puede trabajar tanto, darlo todo y perder. Fue el mejor mensaje”. El audio del conductor presentándolas se escucha en el comienzo de “Flawless”, y hacia la mitad, un fragmento de “Todos deberíamos ser feministas”, el discurso que dio la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie en TED el año pasado: “Les enseñamos a las niñas a empequeñecerse. Les decimos: ‘Puedes tener ambición, pero no tanta, debes aspirar a ser exitosa, pero no tanto’. Criamos a las niñas para que se vean como competidoras, pero no por trabajo sino por la atención de los hombres”.

El mensaje del álbum –y así es como se concibieron las canciones y videos, dice– es encontrar la belleza en la imperfección, ser espontáneos, libres, divertirse, no hacer sólo un disco comercial (aunque lleva vendidos 3 millones de copias). De ahí una canción como “Pretty Hurts” y que termine rompiendo los trofeos en el video: “Tengo un montón de premios y cosas increíbles y trabajo más duro que prácticamente cualquiera que conozco para tener esas cosas, pero nada se compara con escuchar a mi hija diciendo ‘mami’, mirar a los ojos a mi marido, sentirme respetada, subir al escenario y ver que estoy cambiando la vida de las personas. A esta altura de mi vida, ésas son las cosas que me importan”. Trillado, sí, trilladísimo. Aburrido. Pero necesario. Además no termina ahí. Después, en el capítulo “Liberación”, habla de cómo ser madre no significa dejar de trabajar, perder el físico y la sensualidad. Mientras componía “Partition”, cuenta, fantaseaba con manosearse ¡con su marido! en un auto y hacerle un baile erótico. Y le hace todo eso en el video mientras Jay mira fumando un habano. “Quería mostrar que podés tener un hijo, entrenar duro y recuperar tu cuerpo. Que después de tener un hijo podés divertirte, ser sexy, tener sueños y hacer tu vida.”

Musicalmente, el disco es lo mejor que dio Beyoncé hasta ahora, escuchable de punta a punta (los otros no lo son tanto, con demasiada balada chillona). Es muy variado: tiene canciones facilísimas, como “XO”, que con otra letra podría ser el tema del Mundial, o “Blow”, un hitazo digno de quienes ayudaron a crearlo: Pharrell Williams y Justin Timberlake. Hay otras sorprendentes, elegantes y orgánicas, más cercanas al soul y el R&B de Destiny’s Child, o más, de D’Angelo, como “Haunted”, sofisticada y oscura, “Superpower”, en colaboración con Frank Ocean, o “Rocket”, la más obscena del disco (correctamente obscena, porque se sabe a quién va dirigida): “Dejame sentar encima tuyo, demostrarte lo que siento, no dejes de mirarme”. Beyoncé tiene un currículum muy aceptable en cine: entre otros papeles, fue Deena Jones en Dreamgirls (2006), un musical basado en la banda liderada por Diana Ross en los ‘60, The Supremes, y Etta James en Cadillac Records (2008), que narra la historia de la emblemática compañía discográfica Chess, así que se la ve muy cómoda actuando en los videos –los dirigieron Terry Richardson, Jonas Akerlund, Hype Williams y otros, y se filmaron en cuanta locación se le antojó, desde el parque de diversiones de Coney Island a Río de Janeiro–. Va de ricachona calentona y despechada en “Jealous” a madraza en plenitud en “Blue”. Todos se filmaron en un plazo de meses sin que se supiera nada hasta último momento. “¿Cómo hicieron?”, le preguntaron al director creativo del proyecto, Todd Tourso: “Como se hace cuando querés mantener un secreto: no decís nada”.

Siempre hubo algo en Beyoncé –un algo estratégicamente forjado– que la separaba tanto de las ídolas teen (aunque tiene la misma edad que Britney Spears y han compartido más de un productor) como de artistas jóvenes más seriotas como, por ejemplo, Taylor Swift. Todo salió tan bien que hoy, con esa belleza chocolatada que emboba hasta a las estatuas, representa lo que el común supone lo mejor de la juventud y la adultez: sexo y monogamia, diversión y vida en familia, independencia y maternidad. Y todo lo muestra con un despliegue poderoso, casi de imperfección imposible, y extrañamente creíble. Hoy, ahora, no hay nadie como ella.

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