CINE I. Acaba de llegar a los cines La ladrona de libros, película basada en el best seller de literatura juvenil del australiano Markus Zusak que, como El niño del piyama a rayas y La vida es bella, cuenta el Holocausto indagando sobre la infancia y los chicos atrapados en el infierno nazi. Y, aunque la película tiene los problemas típicos de una adaptación, viene bien para encontrarse con esta inteligente y original novela –y su tenebroso narrador– que también acaba de llegar a las librerías argentinas.
› Por Juan Pablo Bertazza
El estreno de La ladrona de libros, basada en el best seller del australiano Markus Zusak (Lumen), coincidió con el Día Internacional del Recuerdo de las Víctimas del Holocausto. Celebrado este año en el Museo Judío de Moscú, el homenaje tuvo como acto principal la inauguración de una muestra del artista Joseph Bau, preso en el campo de concentración de Plaszow (donde trabajó de escriba y realizó documentos falsos para los presos), y en cuya experiencia está basado el guión de La lista de Schindler (1993), acaso la película más vista y celebrada sobre la Shoá.
Desde entonces, hubo una sucesión de películas que adoptaron otro punto de vista para contar el Holocausto, algo así como revelar la flor que nace en medio del fango, la vida entre la muerte, el nacimiento que coincide, milagrosamente, con la catástrofe. Películas que, indefectiblemente, indagan en la infancia, en clave lúdica, en contraste con el humo negro del mayor genocidio de la historia. Y, dato curioso, son películas que siempre parten de algún tipo de mudanza. La ladrona de libros tiene mucho en común con La vida es bella y El niño del piyama a rayas, que también estaba basada en una novela, la de John Boyne.
A los nueve años, y en pleno auge del nazismo, Liesel Meminger sufre una mudanza extrema: es entregada a la familia Hubermann, que vive en Molching, un pequeño pueblo cerca de Munich. En el camino, muere su hermano y luego de una lacónica y despoblada ceremonia de entierro, Liesel se apropia de un libro que le significará su primer contacto –definitivo, irreversible– con la literatura. No se trata, claro, de un libro inocente, ese libro es el Manual del sepulturero.
Una vez en el pueblo de Molching, Liesel (la elección de Sophie Nélisse es, tal vez, el mayor acierto de la película) conocerá a su familia de adopción. A diferencia de la aparentemente cruel Rosa Hubermann, su padre adoptivo Hans –un Geoffrey Rush que vendría a ocupar el rol de Roberto Benigni en La vida es bella–, sabe tratar a la nena llamándola, desde un principio, “su majestad” (frase que vendría a ser la “Buongiorno, principessa” de La vida es bella) y luego aplacando el mal carácter de su mujer e incentivando el amor de Liesel por los libros y las palabras, a tal punto que llega a diseñar en el sótano de la casa un diccionario gigante para que ella aprenda nuevos términos.
No serán los únicos vínculos entre el apogeo nazi: Liesel se hará amiga de Max, un judío al que la familia esconde en ese mismo sótano, y de Rudy, un chico que no puede ocultar su admiración por Jesse Owens, atleta negro que le sacó canas verdes a Hitler por romperla en los Juegos Olímpicos de Munich, donde ganó una medalla de oro en la prueba de cien metros llanos. Liesel también irá sufriendo innumerables pérdidas (algunas parciales, otras definitivas, más muertes pero también nuevas reclusiones y hasta una entrega), un verdadero tsunami emocional que tiene una única constante, un único escudo: sus robos de libros, que va sacando de las enormes hogueras de los partidarios de Hitler (durante el día del cumpleaños del führer, por ejemplo), o de la irresistible biblioteca de la casa del alcalde.
Por supuesto, abundan las diferencias entre la novela y la versión cinematográfica de Brian Percival que, a pesar de algunas buenas intenciones y actuaciones, no logra llegar a buen puerto. Quizá menos por falencias concretas que por la siempre difícil misión de tener éxito a la hora de filmar una novela, cuyas excepciones pueden ser contadas con los dedos de la mano. Imposibilidad de traducción, dificultad de lectura, traiciones por exceso de fidelidad, es indudable que la película no logra captar el espíritu del libro. Además de la enorme cantidad acumulada de lectores, La ladrona de libros tiene algunos méritos importantes, teniendo en cuenta que se trata de otra obra basada en el Holocausto, y enmarcada en la literatura juvenil.
Como esas frases de los chicos que no sólo sorprenden sino que realmente hacen rever una decisión a los padres, la novela de Zusak logra ser original y atractiva en una época donde los libros son el último orejón del tarro. En primer lugar, por esa extraña ruptura paratextual que incorpora: imágenes, caricaturas, bocetos y dibujos que se inmiscuyen en el texto y en la historia, resúmenes y comentario en letra destacada que quiebran el tejido de la historia con cierto fin pedagógico interesante. Por ejemplo, al agregar “unos cuantos datos significativos” explicando que “en 1933 el noventa por ciento de los alemanes apoyaba a Adolf Hitler sin reserva alguna, y Hans Hubermann pertenecía a ese diez por ciento de detractores y existía una razón para ello”.
Pero sin lugar a dudas, el gran acierto de la novela, ese detalle esencial que lo convierte en un libro a tener en cuenta y que marca, a su vez, una enorme distancia con respecto a la película (que no sólo no aprovecha ese recurso sino que además lo destroza) tiene que ver con algo inesperado y sorpresivo que no pasa por la historia, ni por la trama, ni por la evolución de los personajes (después de todo, sabemos que todo va a terminar más o menos mal) sino por desentrañar quién es el narrador de la historia, quién es el que nos trae el cuento de la ladrona de libros, quién es ese narrador que se presenta ante el lector diciéndole en la cara “pronto me conocerás bien, por ahora baste con decir que, tarde o temprano, apareceré ante ti con la mayor cordialidad”.
Esa promesa –esa sorpresa–, que quizá constituya una vuelta de tuerca en aquello de cómo escribir poesía después de Auschwitz (de la “a” a la “z”, el alfabeto del horror), ya vale la existencia de la novela.
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