ENCUENTROS. DE NIRO Y STALLONE COMPARTEN LA PANTALLA, COMO BOXEADORES SEXAGENARIOS, EN AJUSTE DE CUENTAS
› Por Mariano Kairuz
La leyenda habla mucho de todo lo que hizo Robert De Niro para convertirse en el Jake La Motta retirado, viejo y gordo de Toro salvaje (1980), para aumentar treinta kilos y ganarse un Oscar, pero no se dice mucho sobre cómo Sylvester Stallone –que era un desconocido y un muerto de hambre en 1976– se las arregló para encarnar convincentemente como lo hizo a Rocky Balboa y ser nominado a un Oscar que no, no ganó. Sin desmerecer la monstruosa interpretación de De Niro, corresponde reconocer que es mucho más fácil pasarse unos meses a canoli, y de hecho, se fue de viaje por Francia e Italia para morfar como un chancho. Todo bien, pero si hubiese usado una panza de plástico la película hubiera seguido siendo una obra maestra. En cambio, ¿quién se acuerda de que el semental italiano “Sly” Gardenia Stallone se aplastó los nudillos dándoles a las reses del frigorífico en donde se entrena su personaje, para crear una de las escenas más icónicas del cine popular de los últimos cuarenta años? Parte del resto de su caracterización, es cierto, se apoyó un poco en cómo los fórceps le paralizaron al nacer y para siempre parte de la jeta, dándole esa cosa entre torva, recia y triste que hace que hinchemos por él hasta el mismísimo final de párpados amorcillados. Pero al día de hoy, aprieta el puño y entre dedo y dedo, todo plano.
1976/1980. Cien dólares era más o menos todo el dinero que tenía Stallone cuando escribió de un tirón el guión de Rocky, inspirado en una pelea de Chuck Wepner y Ali y empezó a moverlo en Hollywood en busca de financiamiento. Cuando finalmente se hizo, el presupuesto total ascendió a un millón de dólares, que era poco incluso en su época, y que hubiera sido el doble de haberse filmado con una estrella como Robert Redford (porque, de verdad, los ridículos de United Artists consideraron a estrellas carilindas como Redford para hacer del pobre diablo que se sube al cuadrilátero casi porque no le queda otra). El año en que Rocky se convirtió en la película más taquillera –replicando un poco la historia del actor-artífice en su personaje, de perdedor a fenómeno–, De Niro terminaba de lanzarse al estrellato con el taxista psicópata Travis Bickle. Cuatro años más tarde, era él mismo quien le llevaba la historia de La Motta a su director-socio, Scorsese, quien acababa de sobrevivir a una sobredosis de cocaína y creía que su carrera estaba acabada. “¿Me estás hablando a mí?”, le debe haber preguntado Marty a Bobby, ya que –al igual que John G. Avildsen, el director de Rocky– a Scorsese le pasaba que los deportes le importaban un pepino y le costaba mucho identificarse con esta historia estándar de boxeadores. Toro salvaje costó como 18 millones de dólares y no le fue bien con el público, pero la crítica la consagró como un clásico instantáneo: para muchos, con ella De Niro le salvó la vida a Scorsese.
EBERT. Ambas películas fueron bastante bien recibidas por la crítica, pero Rocky un poco menos: El que la trató como una maravilla sin peros fue el entonces muy influyente Roger Ebert, quien valoró la película incluso en sus clichés, dijo que Stallone le recordó en su momento “al joven Marlon Brando” (el proletario, el de Un tranvía llamado Deseo, y el de Nido de ratas): “Es duro, es tierno, habla con gruñidos, se esconde detrás de la crueldad y es un campeón de corazón”. Ebert valora la manera en que la película muestra las calles de Filadelfia (vacías: “el mundo de Rocky es uno muy pequeño”), advierte que el desarrollo del relato nos va involucrando emocionalmente “hasta que descubrimos para nuestra sorpresa, que nos importa”, y celebra las vacilaciones en su relación con la tímida Adrian (Talia Shire). A Toro salvaje, Ebert la definió como una película “sobre la fuerza bruta, la ira y la pena”, y, como otras películas de Scorsese, sobre “la incapacidad de un hombre para entender a una mujer excepto en los términos de los únicos dos roles que es capaz de asignarle: virgen o puta”. Dice muchas cosas más, pero en unas pocas líneas queda claro que Ebert entendía que el cine sobre boxeadores puede tratar, en rigor, sobre casi cualquier cosa que tenga que ver con la condición social y la condición humana.
LAS SECUELAS. Hasta Rocky Balboa (es decir, Rocky VI, 2006), las continuaciones de la obra maestra de Stallone fueron convirtiéndose progresivamente en la parodia de lo que había sido. Casi todas tenían algún detalle ridículo y encantador, pero llegó un punto, cuando filmó la quinta película, en el que –como en las Rambo– ya casi era imposible recordar cómo había empezado todo aquello. Pero entonces filmó una sexta entrada, casi a los 60, haciendo de un tipo de 60 que se sube a un ring con un bravucón de 20 y pico, y fue increíble, redentora, un verdadero viaje a los orígenes. De Niro mientras tanto fue haciendo parodias cada vez menos divertidas de sus mejores personajes, mafiosos y duros “en broma” como los de Analízame y La famila de mi novia y sus secuelas. Por otro lado, hace unos años Variety anunció que una pequeña productora estaba preparando una película llamada Toro salvaje 2: continuando la historia de Jake La Motta, precuela que contaría los años de juventud del boxeador, según la continuación de la novela en que se basó el film de Scorsese. Dirigido por el argentino Martín Guigui, el film fue objeto de una demanda de MGM/UA, y los productores se vieron obligados a cambiarle el título, por El Toro del Bronx.
37 Y 33 AÑOS DESPUES, Stallone y De Niro filman juntos una de boxeadores. No es la primera vez que actúan en una misma película (lo hicieron en la muy buena Tierra de policías, 1997, para la cual ¡Stallone engordó!), pero lo que quizá sorprenda a muchos es que la idea no fue del hombre que fue Rocky, que lleva ya unos años tratando de relanzar su carrera, sino del que fue La Motta, y que además insistió bastante para convencer a su coprotagonista. Y no, no interpretan de vuelta a sus personajes de guantes en un cross-over de fantasía para fans, pero las referencias están todas ahí, y la historia del tipo que llegó a la cima de la nada (y la del que volvió a caer), es decir, la siempre eficiente materia prima de este género, también está, y es medio incomprensible que la crítica norteamericana la haya destrozado como lo hizo, porque la verdad es que se trata de un artefacto muy simpático, transparente en sus intenciones; por momentos capaz de comprar a cualquiera, en particular los momentos en los que aparece el veterano inoxidable Alan Arkin. Es mejor no contar mucho, pero por supuesto que los dos muchachotes se trenzan en una pelea sobre el cuadrilátero a los casi 70, en parte porque necesitan el dinero y en parte como revancha por una vieja disputa (en torno de Kim Basinger, nada menos): acá la película se llama Ajuste de cuentas. Instigada por De Niro, la película apoya su simpatía claramente sobre Stallone, un gesto noble que responde a la línea trazada hasta acá: en ese encuentro imaginario entre Balboa y La Motta, nadie con un poco de corazón podría querer que el matón del Bronx le gane al muchacho de Filadelfia. La Motta, al menos el de la película, era fundamentalmente un cretino; mientras que Rocky nos volteó con un knock out emocional.
Hay que decir también que si bien la película tiene ese encanto que los reseñistas estadounidenses se negaron a concederle, tal vez sea demasiado derivativa, y no se termina de tomar a sí misma suficientemente en serio. Como todo el mundo sabe, hay mucha gente en el mundo que no llora con ningún tipo de melodrama, excepto con el melodrama de boxeadores, pero Ajuste de cuentas no llega al nudo en la garganta. Tal vez sea que se hace un chiste sobre el vaso de huevos crudos de Rocky, y no, ése es un límite: con el desayuno de campeones no se jode.
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