Cine Cuando el próximo 2 de marzo se entreguen los Oscar, uno de los más firmes candidatos a mejor documental será The Act of Killing, un proyecto que su director, Joshua Oppenheimer, encontró mientras buscaba otra cosa. Interesado en los conflictos sindicales de las plantaciones de algodón de arroz en Indonesia, se topó con el genocidio que el Estado llevó adelante en 1965. Los asesinos de entonces no sólo participan de la vida pública y política en la actualidad, sino que además se lucen con orgullo y varios de ellos, uno como actor protagónico, participaron del documental.
› Por Fernando Krapp
“Al principio, les pegábamos hasta matarlos, pero el piso se empezó a llenar de sangre, mucha sangre”, explica un hombre septuagenario, flaquito, vestido con un pantalón blanco liviano, camisas holgadas y rasgos africanos. Acto seguido le pide a su amigo que se siente contra una columna, le pasa una cuerda de piano por el cuello y simula un ahorcamiento. Asegura mirando a cámara que ese sencillo descubrimiento le facilitó poder matar rápidamente a muchos más comunistas sin hacer tanto enchastre en el suelo. Después de su demostración, el hombre de blanco, llamado Anwar Congo, uno de los tantos asesinos a sueldo indonesios contratados por el gobierno durante 1965 para poner en marcha una despiadada caza de brujas que terminó con más de un millón de muertos, da unos pasos de cha cha cha y dice que para olvidar sus actos intentó con alcohol, marihuana y éxtasis.
El documentalista Joshua Oppenheimer llegó a Indonesia casi de casualidad. Estaba filmando una serie sobre los problemas sindicales en las plantaciones de arroz. Muchos trabajadores le comentaron que sobre eso no podían hablar porque había habido demasiada gente muerta, comunistas y presuntos comunistas, pero si quería saber sobre ese tema de los sindicatos debía hablar directamente con quienes se encargaron de perseguir y matar: con los gangsters y los represores en persona. Ellos, orgullosos, le contarían de sus actos y hasta lo llevarían a los lugares donde habían llevado a cabo todo tipo de aberraciones. Oppenheimer se contactó con más de cuarenta asesinos políticos, quienes sorpresivamente (para él, para nosotros) estaban libres, inclusive muchos ocupaban cargos políticos. Anwar Congo fue uno de ellos, una verdadera celebridad en el mundo de las matanzas. Joshua Oppenheimer le propuso hacer una película sobre sus homicidios, es decir, una ficción donde él pudiera escenificar y recrear aquellas situaciones, de la forma en la que él quisiera. Y por supuesto le ofreció ser el actor principal. Una película sobre los modos de matar, pero también sería sobre la imaginación donde la estructura pusiera en imágenes el delirio psíquico, las contradicciones, las alucinaciones, los miedos, las dudas y el sadismo de un asesino avalado por el Estado.
Para observar las reacciones de Anwar, Oppenheimer le hizo visualizar las distintas escenas de la película que rodaban juntos en un set de televisión y también las escenas del documental que narra ese proceso. La primera escena, la que abre The Act of Killing donde Anwar cuenta cómo mataban a los comunistas en el último piso del diario (que les proporcionaba información y los paraderos de comunistas y supuestos activistas) es clave; el mismo Oppenheimer lo entiende así. Al verse ahí, el propio Anwar decide, quizás inconscientemente, seguir adelante con la magnitud del proyecto; asume que el blanco de sus pantalones le queda mal en pantalla y que no va a salir mal en la película, que quiere hacerla. Tácitamente, Oppenheimer se sumergió por ocho años en el mundo alucinatorio y aterrador de su protagonista (que como Truman Capote en A sangre fría terminó él mismo teniendo pesadillas) hasta llegar al núcleo mismo del acto humano de matar a otro ser humano, y revela cómo la misma sociedad indonesia y su aparente democracia están asentadas sobre esos valores genocidas. Cómo los antiguos asesinos hoy recorren las calles con sus boletas para ser electos, hacen campañas electorales, salen en programas de talk show, y van de compras con su familia a distintos shoppings de la ciudad. “La historia la definen los que ganan”, declara otro de los matones mientras maneja una camioneta último modelo. “Y yo soy un ganador. Así que puedo dar la definición que quiera.” Para estos matones, muchos surgidos de un grupo de juventud parapolicial llamado Pemuda Pancasila, que hoy cuenta con un millón de adeptos, el término “gangster” significa “free man”, y celebra sus actos no sólo como una manera de satisfacer sus propios intereses sino de beneficiar la libertad de mercado del Estado en Indonesia, donde muchos de ellos hoy tienen una relevancia política.
The Act of Killing es, sin embargo, más que una película de denuncia. La gran mayoría de documentales, cuando abordan el genocidio, lo hace desde la culpa de los represores de un modo revisionista, con un fuerte dejo a moralismo que intenta despejar los hechos para dar paso a una información masticada de qué fue lo que estuvo mal, qué lo que estuvo bien. El film de Oppenheimer se ubica (magistralmente) en un lugar incómodo, en la incertidumbre de lo real; intenta meterse en la piel de un represor para darles una dimensión humana a sus actos, que en muchos casos son definidos por la obediencia debida, aunque en otros por el sadismo mismo de sacarle la vida a otra persona. Pero además de denunciar la masacre y poner en escena a estos matones, The Act of Killing es, también, una película sobre el cine dentro del cine. Anwar miraba muchas películas (el cine quedaba enfrente de la “oficina”, como él mismo la llama, adonde acudía todos los días para matar y torturar), y de ellas no sólo sacaba los métodos para asesinar, sino que le servían como un medio de escape, una forma de evadirse y objetivar a sus víctimas como cosas. La película que él mismo decide filmar (donde una serie de mujeres sale de una cabeza de pez gigante y un hombre que se le aparece en sueños le agradece por haberlo mandado al cielo antes de tiempo) funciona como un efecto contrario a la evasión y el pasatiempo; le termina devolviendo como un espejo ficcional y deforme, surrealista y hasta fatalmente cómico, el reflejo de sus actos sin redención posible.
Si bien el hecho de las masacres es un “secreto abierto” en Indonesia, el codirector de la película, junto con más de sesenta técnicos y cabezas de equipo, decidieron permanecer anónimos en los créditos. Una vez terminada la película, un teaser se viralizó en las redes sociales e hizo que el Estado de Indonesia estuviera alerta por las consecuencias mundiales que la película podría tener (y tiene) sobre la imagen del país. Su estreno mundial a través de Internet, con más de 3,5 millones de descargas, su vuelta maratónica al mundo en todos los festivales habidos y por haber (acá se lo pudo ver en el último Bafici), donde cosechó innumerables premios, el apoyo de renombrados directores y ensayistas y la reciente (y un poco sorpresiva) nominación al Oscar por mejor documental, no hizo más que agitar el avispero en la política internacional de Indonesia. La presidencia repudia la nominación y todas las proyecciones que se hagan de la película, y solapadamente rechaza el genocidio de 1965 (que se cobró más de un millón de personas). Algo que Joshua Oppenheimer declaró abiertamente como uno de los propósitos de su película: una disculpa oficial del Estado a las víctimas de las masacres, la apertura de un tribunal que enjuicie a los comandantes y un proceso de verdad y reconciliación con el pasado reciente. Algo que no parece ser posible en el horizonte cercano de los hechos. Werner Herzog, uno de los productores ejecutivos, le dijo a su director: “El arte no hace una diferencia” y después de un rato agregó: “Hasta que la hace”.
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