Dom 09.03.2014
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LOS NOMADES DIGITALES

› Por Ana María Shua

El término posmodernismo ya se usa poco. Como siempre, una nueva generación está en trance de reemplazar a la anterior, una nueva sensibilidad se está gestando. Surgen las denominaciones posibles: post posmodernismo, metamodernismo, post milenarismo. Entretanto, sin entrar en definiciones polémicas, puedo asegurar sin temor a equivocarme que la persona más moderna de la familia es mi sobrina Mariela, bellísima mujer de treinta y siete años. Su forma de vida puede explicarse en una línea y sin embargo es lo bastante extraña como para que inmediatamente surjan las preguntas de los que no entendieron. Mariela trabaja a través de Internet y viaja por el mundo cuidando casas. Parece simple pero no lo es. Ella practica lo que se llama hoy home-sitting. Así como los baby-sitters cuidan niños, los home-sitters cuidan casas y, con mucha frecuencia, mascotas, mientras sus dueños están de viaje.

“Ah, un intercambio de casas”, suelen contestar mis interlocutores. No, ningún intercambio. El home-sitter se instala en la casa del propietario durante un tiempo determinado y eso es todo. Sin reciprocidad. “¿Y cuánto le pagan?”, es la siguiente pregunta. Nada. Simplemente tiene alojamiento gratis en cualquier parte del mundo. “¿Y entonces de qué vive?” Eso lo expliqué al principio y todo el mundo lo olvida: el nómade digital trabaja por Internet. Tiene su trabajo de siempre, tal vez rutinario, a veces incluso con horario. Mariela da clases de idioma por Skype. Le pagan a través de paypal. Ella es argentina, se nacionalizó estadounidense, deposita su dinero en un banco de Texas, donde vivió muchos años y tuvo su casa propia. “¿Y cómo consigue las casas?” Por supuesto, a través de Internet. Tipeando en Google “home-sitting” se encuentran muchas páginas que ponen en contacto a sitters y propietarios. “¿Y quién le paga los viajes de un lugar a otro?” Ella misma.

La primera casa que cuidó Mariela pertenecía a una señora suiza que vivía en el sur de la India, en un pueblito cerca de Pondicherry. Allí tenía que cuidar ocho perros. En esa casa, además de ella, vivían varios empleados/ as domésticos. La estadía en la India fue una pesadilla, pero no por las razones que uno se podría imaginar: no funcionaba bien Internet y Mariela tenía graves problemas de trabajo.

De la India viajó a Cozumel, México, donde se hizo cargo de una casa muy grande y muy sucia. Estaba instalada allí, cuando la dueña le informó inesperadamente que irían amigos a pasar unos días y también envió a obreros y pintores para arreglar uno de los baños. Cozumel fue agradable pero no perfecto.

Casi perfecta fue su siguiente casa, un departamento en Nueva York donde tuvo que cuidar a un esquivo conejo, que se limitaba a esconderse y a roer las patas de los muebles. Desde allí viajó a Irlanda del Norte, donde estuvo en dos casas, bastante cerca una de la otra.

En ese punto, cuando suponíamos que Mariela estaría harta ya de deambular, nos sorprendió con una decisión que todavía me hace correr un escalofrío: viajó a Texas por unos días y vendió su casa. Había decidido vivir definitivamente como home-sitter. Con la clara conciencia de que nada es definitivo.

Me explicó su decisión con mucha sensatez. Como home-sitter no paga alojamiento: cero alquiler, expensas, impuestos, servicios. Eso compensa con creces los gastos en pasajes. Tiene su trabajo de siempre, sus alumnos repartidos por el mundo, con los que se encuentra todos los días en horarios fijos. Cumple su sueño de vivir siempre en verano. En este momento está en Australia, un país que le gusta mucho, donde pasó de vivir unos meses en la zona de Sidney, al otro lado del continente, cerca de Perth. En su última foto se la ve al lado de una brillante cacatúa. Me desespera pensar que no tiene su almohadita de siempre, que cambia constantemente de colchón, que no puede tomar el café con leche en su taza preferida (lo más probable es que tampoco tome café con leche). Mariela vive como una asceta, en cierto modo como una ermitaña, aunque sea muy sociable y esté siempre rodeada de gente. Desasida está de casa y pena, como el corazón transhumante de Enrique Banchs. Se liberó de la tiranía del consumo, no posee nada, no compra más que lo necesario para su subsistencia, todo lo que tiene es una valijita con ropa de verano, su celular y su imprescindible computadora. Conoce y trata a muchísima gente de todo el mundo, pero no se queda con nadie y vive, en cierto modo, al revés de los que tenemos muchos amigos desconocidos y digitales. A través del mundo virtual, el nómade digital se comunica con sus afectos más antiguos, sus parientes, sus amigos íntimos, con los que intercambia mensajes, se encuentra en Facebook o habla por Skype. En cambio, sus relaciones en el mundo tangible son interesantísimas pero fugaces, personas divertidas y fascinantes con las que trata por unos días.

Su estilo de vida se parece a.... A nada. Es una de las tantas formas nuevas en este extraño mundo posmilenario.

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