Cine Esta semana se estrena la nueva película de los hermanos Joel y Ethan Coen, Balada de un hombre común, donde retratan con tono atemperado y un aire antiheroico el auge de la canción folk en la Nueva York de los incipientes años sesenta, en los bares del Greenwich Village. Y aunque no se lo mencione, la figura de Bob Dylan, y sobre todo su mito de origen, rondan todo el tiempo sobre este film que obtuvo el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes y que impacta por su profunda melancolía en el retrato de los que se fueron quedando en el camino.
› Por Juan Pablo Bertazza
En el notable final de esa biopic antes del auge de las biopics que es Pat Garrett & Billy the kid de Sam Peckinpah, James Coburn cerraba la trampa y daba finalmente con Kris Kristofferson. Y, para evitar que volviera a escapársele de los dedos, y a pesar de tantos años de trabajar juntos, le propinaba varios disparos hasta matarlo. Al caer al suelo Billy, lo que veía Pat no era otra cosa que su propia imagen acribillada por efecto del espejo. A pesar de la hermosa metáfora, a pesar de lo que de él mismo se iba al matar a Billy the Kid, Pat Garrett se retiraba indemne en su caballo, apedreado por los admiradores de Billy, sí, pero ileso, impecable, elegante y hasta con la humanidad suficiente como para impedir que los suyos fraccionaran cual trofeo el cuerpo de Billy The Kid.
Aunque sin cristales, Balada de un hombre común, la última película de los hermanos Coen, que se estrena precisamente en la semana del Día del Hermano, es como un gran espejo a lo largo del camino, ese gran camino que fue el auge del folk en la década del sesenta, en los bares ya extinguidos o hechos a nuevo del mítico barrio neoyorquino de Greenwich Village.
Con una estructura casi circular, se trata de una auténtica hermanos Coen –por el mapeo tan característico de contar una historia total, haciendo hincapié en el folk de la misma forma que habían hecho con la literatura en Barton Fink (1991)– pero, a la vez, tiene una melancolía y cierto estado de somnolencia casi despojado de humor, como si Joel y Ethan hubieran estrenado con esta película un nuevo color, el color del espejo.
Llewyn Davis (el guatemalteco Oscar Isaac) funciona como guía de este tour en torno del auge del folk, un joven y tímido cantante que duerme en los sillones de casas prestadas, gana lo indispensable con sus actuaciones en bares como el Gaslight Cafe y es maltratado por Jean (Carey Mulligan), una mujer de quien está separado pero que espera un bebé que podría ser suyo. Jean forma a su vez un dúo folk con su actual pareja, Jim (Justin Timberlake), y ese fuerte vínculo parece enfatizar la soledad múltiple de Llewyn, que a su vez es parte sobreviviente de un dúo que parecía prometer, hasta que su compañero decidió suicidarse. Decidido a encarar una improbable carrera solista, Llewyn convive con el fantasma de su compañero muerto, y se brota cuando alguien se atreve a cantar la parte de las canciones que ahora quedaron semivacías.
Inspirada tibiamente en The Mayor of MacDougal Street, las memorias del cantante Dave Van Ronk, la película es también la versión visual de las primeras canciones habladas de Dylan, como por ejemplo, “Talkin’ New York”, que pone en foco lo gélido de la ciudad y lo difícil de hacerse un lugar en NYC: “Es invierno en Nueva York/ El viento helado sopla alrededor/ Camina alrededor sin ir a ningún lado/ Podrías congelarte hasta los huesos/ Yo me congelé hasta los huesos/ El New York Times dijo que era/ el invierno más frío en diecisiete años/ me agarré a un metro/ Aterricé en el centro de la ciudad/ el Greenwich Village”.
Llewyn Davis, cuyo nombre revela un origen galés (en claro guiño al poeta Dylan Thomas), es una persona estable sin un lugar fijo cuya máxima compañía es la de un gato que lo sigue, casi sin quererlo, a lo largo de su odisea, tal vez como símbolo de las vidas paralelas que él no sabe vivir. Es que, a diferencia del Dylan recién llegado a la ciudad de Nueva York, Llewyn no ofrece datos contradictorios acerca de sus múltiples vidas: no hay mito, no hay pasado ni fabulación en su estoicismo algo indolente y anclado en un continuo ahora. Sucede incluso cuando deja Nueva York para jugarse las últimas cartas en Chicago, para ver al magnate de la música Bud Grossman (F. Murray Abraham), parodia de Albert Grossman, el manager que más años tuvo en su dominio a Dylan. Aun cuando todo parece señalar el triunfo, renace el fracaso y, sobre todo, su falta de reacción.
Se ha dicho, claro, que el fantasma de Dylan sobrevuela a lo largo de esta película que obtuvo el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes, tres nominaciones a los Globo de Oro, entre las cuales figuró mejor canción por la satírica “Please, Mr. Kennedy”, interpretada en el filme por el trío compuesto por Adam Driver, Justin Timberlake y Oscar Isaac, y únicamente un par de nominaciones técnicas a los premios Oscar.
La cuestión, sin embargo, va bastante más allá: Balada de un hombre común es una película sobre Dylan o, mejor dicho, una película sobre el folk que, al mismo tiempo, lleva hasta las últimas consecuencias la idea de I’m not there de Todd Haynes, a tal punto que habla sobre Dylan sin mencionarlo nunca. Llewyn Davis no es Dylan: no llega a imantar emociones encontradas y extremas con su voz, no se mueve como un Chaplin electrocutado, no traiciona y no se cansa de ser traicionado, es víctima de la gran contradicción del artista comprometido: se enorgullece de no ceder al sistema aunque ruega constantemente la aprobación de los demás, no compone una canción llena de rencor y a la vez esperanza como “When the ship comes in” cuando lo discriminan, mira demasiadas veces hacia atrás, no se escapa de las presiones de los demás a partir de un enigmático accidente en moto. No entiende, en definitiva, que los tiempos están cambiando.
En eso consiste, precisamente, el espejo tan logrado que montan los hermanos Coen a lo largo del camino de esta película que también tiene mucho de road movie. Porque Balada de un hombre común sólo toma a Dylan como referente por la negativa, por la ausencia, para mostrar a los que no quisieron/ pudieron/ intentaron ser como él. Llewyn Davis es la ética solidaria de los Freedom Fingers, las ganas de Peter, Paul and Mary, la perseverancia heroica de Tom Paxton, Mark Spoelstra, Len Chandler, Peter la Farge y Van Ronk, pero también es la desesperación obsoleta de Pete Seeger que, según cuenta la leyenda, cuando vio electrificarse a Dylan se calzó un hacha para romper los cables, mientras un azorado Theodore Bikel le gritaba: “No podés hacer eso, Pete, no podés detener el futuro”.
Llewyn Davis encarna incluso la impotencia autodestructiva de Phil Ochs, autor de himnos pacifistas como “I ain’t marchin anymore” o desgarradoras autorradiografías como la hermosa “Changes”, que tenía mayor caudal y mayor técnica vocal que Dylan pero ni la mitad de su magnetismo, y terminó suicidándose a los 36 años, según su propio hermano Michael, porque su admirado Bob no lo incluyó en la Rolling Thunder Revue del ’76, a la que le había prometido llevarlo, y donde estarían los máximos exponentes del folk de la década anterior.
De ahí tal vez la profunda melancolía de esta película que mientras evoca a ese extraterrestre que se volvió más importante aun que el movimiento que lo vio crecer, va dando cuenta, como en una especie de homenaje a los que ya no están, de todos aquellos que no vivieron para contarla o que, mejor dicho, prefirieron morir con la suya, cantando esas canciones sin electricidad que, como dice el propio Llewyn, “nunca parecen quedar viejas ni sonar nuevas porque son tradicionales”.
Con una sana dosis de ambigüedad, Balada de un hombre común funciona como una gran medianera que divide el folk entre Dylan y todos los demás. Es cierto –y los hermanos Coen por supuesto no lo ignoran– que la historia hasta ahora dio su veredicto, mostró su preferencia. Por eso, mientras uno se despide despatarrado en una vereda nocturna, a punto quizá de abandonarlo todo, el otro empieza el camino de la inmortalidad, hipnotizando con su voz nasal al público de Greenwich Village, haciendo gala de un único principio que defenderá hasta las últimas consecuencias: nunca volver a casa.
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