› Por Natali Schejtman
Un día, un hombre se cansó de que cada vez que alguien googleara su nombre apareciera ese link de 1998 del diario La Vanguardia, recordándole a él –y a sus conocidos, potenciales amigos, clientes, jefes, etcétera– que ese año le habían subastado bienes embargados. Mario Costeja González hizo de lo que pretendía secreto una pancarta: acudió a la Agencia de Protección de Datos de su país, España, para decir que Google estaba violando su derecho a la privacidad y pidió a los gritos y con megáfono ser olvidado por el buscador. En realidad, primero pidió que el link fuera quitado de La Vanguardia, pero le respondieron que la información había sido publicada dentro de los marcos de la ley. El caso llegó lejos y se sumó a la lista de casos que discuten cuál es la responsabilidad de los intermediarios como Google, que lo “único” que hacen es jerarquizar, de acuerdo con un algoritmo, la inabarcable información que ya existe en la web. La semana pasada, un fallo del Tribunal de Justicia de la Unión Europea le estampó un cross de mandíbula a Google, un emoticón triste a la compañía más alegre del mercado. El juez dijo que sí, que gente como Costeja González puede reclamarle al buscador que su embargo (u otra cosa de su vida privada) pase inadvertido. Y le dijo algo así como que no estaba bien la idea de que sólo ellos pudieran decidir cuál es la información disponible en el mundo.
En su favor, Google diría que su algoritmo y sus políticas de filtrado son creíbles, pero que si empieza a haber voluntades exógenas, como la del señor Costeja González, que interfieren en lo que los usuarios podemos encontrar, se atenta contra su credibilidad y contra la libertad de expresión e información. Uno podría solidarizarse con Costeja González y encontrar miles de casos cercanos en los que Google le brinda a cualquiera que busque un nombre una información que esa persona preferiría que quedara en el ámbito de la privacidad. Pero pensemos no sólo en este señor sino en cualquier otro: un acusado de pedofilia, o cualquier persona con algún hecho de relevancia pública en su pasado. ¿El derecho a ser olvidado de alguien no atenta, como dicen los indignados con este fallo, contra el derecho que tienen otros de saber y recordar? Agreguemos casos de personas que hayan cometido un ilícito y ya hayan pagado por él. ¿Podrían reclamar que Google ya no muestre lo que ellos hicieron hace años para que eso no funcione como estigma? ¿En qué se convertiría la web si todos pudiéramos digitar –todavía más que ahora– la información que aparece sobre nosotros en Google?
Los opositores al derecho a ser olvidado dicen criteriosamente que borrar información legal de la web porque no es “deseable” para alguien es la puerta de entrada a la censura. Y la idea de un Google censurador es muy preocupante. “Supongamos que la información legal y verdadera que Google tendría que suprimir está repetida en grandes fuentes de noticias, blogs, tweets. ¿Google tendría que empezar a censurar una gran franja de la web? ¿Se les está pidiendo construir un complejo motor de censura que bloquee información verdadera que una Corte reguló que no debería estar linkeada? Es loco”, escribió hace poco Jimmy Wales, creador de Wikipedia.
Porque recordemos algo muy básico: Google no es el que genera la información, sino el que la ordena, aunque todos sabemos que en la era de la hiperinformación la jerarquía lo es todo.
Argentina está atravesando un debate con algunos puntos en común sobre cuál es la responsabilidad que le cabe al mensajero. Para este jueves 21 de mayo, la Corte Suprema convocó a una audiencia pública sobre el caso de la modelo María Belén Rodríguez, que en 2006 demandó a Google y a Yahoo! porque al buscar su nombre aparecían links que la vinculaban con contenidos pornográficos. Existen antecedentes locales de personas públicas que intentaron interferir con los resultados que consideraban difamatorios o inapropiados: la cantante del grupo Bandana Virginia Da Cunha, Paola Krum, Florencia Peña (con su video sexual), Maradona y la jueza Servini de Cubría, por ejemplo. Pero todo lo relativo a Internet tiene algo de querer taparelsolconlamano, porque la propia naturaleza de la red es que todo se replique para viajar por ella y compartirse. A fin del año pasado, uno de los “padres” de Internet y parte de Google, Vint Cerf, había hablado de la privacidad como un concepto relativamente nuevo. “En un pueblo de tres mil habitantes no hay privacidad, todos saben lo que todos están haciendo”, decía, intentando rememorar cómo era la vida previa a la Revolución Industrial y el anonimato de las grandes ciudades.
Es probable que de a poco nos estemos acostumbrando a esta forma de privacidad distinta, alterada por lo fácil que es hoy conseguir información sobre gente que uno no conoce y lo expuesto que uno está, queriéndolo o no. Es probable, además, que hoy sea casi imposible logísticamente hablando, la utopía de la reinvención de uno mismo, al menos ésa la que viene de la mano de cubrir con un manto oscuro los acontecimientos del pasado. Héroes como el Conde de Montecristo o Jean Valjean, de Los Miserables, son hoy improbables y más inverosímiles que nunca.
Paradójicamente, luego del gran revuelo que se armó con este fallo, para Costeja González también será muy difícil que el mundo olvide esa maldita subasta.
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