CINE En 1954, cuando Godzilla se presentó al mundo como Gojira, la película japonesa dirigida por Ishiro Honda, era un monstruo terrible, simbólico: era el producto del miedo atómico, pero también un símbolo de la guerra. Desde entonces, mudado a Hollywood, repetido en versiones y secuelas, no se ha podido volver a ese horror original. Ahora, con el cumpleaños N° 60 del monstruo, Godzilla vuelve a las pantallas con dirección de Gareth Edwards y la actuación de, entre otros, Bryan “Breaking Bad” Cranston. Pero los espectadores seguirán extrañando aquel ominoso blanco y negro de cuando el cine catástrofe podía articular los temores colectivos de una época.
› Por Mariano Kairuz
Godzilla cumple sesenta años y diez desde la última vez que pisoteó los cines. La que se estrenó esta semana, tomando a su cargo la celebración sexagenaria, es la segunda superproducción hollywoodense basada en el personaje japonés; una que busca, entre otras cosas, dejar atrás la poco exitosa versión dirigida por Roland Emmerich y estrenada en 1998 para el escándalo de los fans del monstruo, y volver a los orígenes. Es decir, devolverle al bicho gigante su traumática vinculación con la paranoia nuclear –firmemente arraigada en la devastadora experiencia de la Segunda Guerra y en especial en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki– y recuperar la idea del cine catástrofe como expresión de los temores colectivos de una época. Al mismo tiempo que rescata parcialmente la morfología original del monstruo, aquel diseño gomoso concebido en una época en la que no existían los efectos digitales sino apenas los tipos metidos en disfraces de látex.
“Fue bautizado con el fuego de la bomba atómica y sobrevivió. ¿Qué podrá matarlo ahora?”, dice un personaje de la primera Godzilla (Gojira), dirigida por Ishiro Honda con producción de Toho y efectos visuales diseñados por Eiji Tsuburaya, y estrenada en 1954. Hacía apenas un par de años que, con la retirada de la ocupación norteamericana de Japón, el cine del país había empezado a narrar de manera abierta el profundo trauma que habían dejado la guerra y la demostración del poderío destructor de las dos bombas atómicas. Varios documentales, así como el melodrama de Kaneto Shindo Children of Hiroshima (1952), filmado en la ciudad bombardeada y reconstruida, intentaron empezar a dar cuenta del temblor generalizado, del horror que seguía y seguiría vibrando en la memoria colectiva del pueblo japonés. El director Ishiro Honda había llegado un poco por accidente a la realización de Gojira, tras la cancelación de otros proyectos, pero resultó tener la sensibilidad perfecta para darle forma a esta puesta en escena del fantasma de la devastación. Hijo de un monje budista, nacido en 1911 en la Prefectura de Yamagata, Honda fue reclutado por el ejército de su país para la invasión a China y fue prisionero de guerra durante más de un año; según la leyenda, escuchó las dos explosiones nucleares desde su celda. Antes de Godzilla, fue asistente de dirección nada menos que de Akira Kurosawa, realizando entre otras tareas la dirección de segunda unidad para la película El perro rabioso (1949): “Todos los días le pedía que fuera a filmar las ruinas de Tokio –contó Kurosawa en sus memorias–. A menudo me han dicho lo bien que conseguí captar la atmósfera de posguerra de Japón en El perro rabioso, así que le debo buena parte de su éxito a Honda”.
Esa visión, esa capacidad que tuvo Honda para captar y plasmar el país destruido, toma su forma más rotunda en aquella primera Godzilla, que es un film tremebundo, amargo, oscurísimo. Todo comienza en un barco pesquero que es engullido por el mar tras un fogonazo radiactivo que parece provenir de las profundidades del Pacífico. La escena hoy remite de manera directa a un episodio que era por entonces muy reciente: en marzo del ’54, un pesquero nipón, el Dragón de la Suerte Número 5, atravesó sin saberlo una zona que acababa de ser irradiada por un testeo atómico estadounidense (10 mil km cuadrados de contaminación radiactiva alrededor del atolón Bikini); toda su tripulación desarrolló eventualmente enfermedades ligadas a la radiactividad. “La mayoría de las ideas visuales que tuve para la película provenían de mi experiencia de guerra –decía Honda, que murió en 1993–. Tras la guerra, todo Japón, incluida Tokio, había quedado reducida a cenizas. Si Godzilla hubiera sido un gran dinosaurio prehistórico, o algún otro animal, habría sido sencillamente eliminado con un cañonazo. Pero no: Godzilla es el equivalente de una bomba atómica, así que no sabríamos qué hacer con él si un monstruo así apareciera en nuestras ciudades. Lo que hice fue tomar las características de una bomba atómica y se las apliqué a Godzilla.” Godzilla le puso entonces un cuerpo apropiadamente gigantesco a un miedo igual de desmesurado, y visibilizó, volcando en imágenes palpables, la amenaza invisible y letal que flotaba en el aire después la bomba H.
Combinación de exorcismo, catarsis y entretenimiento épico (inspirado en parte en el King Kong del ’33, que fue reestrenado con un enorme éxito en el ’52), Gojira ’54 puso en escena las imágenes de la más real de las catástrofes: los hospitales atestados, los niños viendo a sus padres muertos, la madre abrazando a sus hijos ante el paso destructor de la bestia, con la promesa de que “pronto todos nos reuniremos con papá” (en el más allá, claro). Cada vez que el monstruo vuelve al ataque, se anuncia a los aterrados pobladores con pisadas que suenan como deben haber sonado en su momento las bombas que caían del cielo (efecto que se integra también en la extraordinaria banda sonora creada para la película por Akira Ifukube). Para el final del relato se reserva un amargo acto de heroísmo y sacrificio ritual y suicida: el doctor Serizawa, creador del “Destructor de Oxígeno” (un arma, dice, “más poderosa que la bomba H”), temiendo que en manos de los gobiernos su invención sólo habrá de provocar más caos y muerte, accede a usarla como único remedio contra Godzilla, pero llevándose la fórmula consigo, a la tumba.
En “Poesía después de la Bomba Atómica”, texto escrito para el librito que acompaña la impecable edición en DVD de Criterion de esta Godzilla originaria, el crítico J. Hoberman –sagaz intérprete de estos fantásticos fenómenos de la cultura popular– describe al film de Honda como una de las dos expresiones fundamentales (junto con la versión más “artística”, de I Live in Fear, de Kurosawa, estrenada un año después, también producida por Toho) de “una nueva actitud, un aguda ansiedad relacionada con la posibilidad de la extinción colectiva: la atomofobia”. “Cada una a su manera, ambas películas introdujeron la idea de un monstruo post-nuclear, o mutante. A la vez sensacionalista y temerosamente sombría, Godzilla era algo nuevo: la primera película japonesa de monstruos, la película más cara jamás hecha en ese país –costó casi un millón de dólares, diez veces el presupuesto de la producción japonesa promedio– y fue de varias maneras una película patriótica: el renacimiento del Japón de posguerra, un milagro económico y la reafirmación de un ser nacional en un envoltorio supercolosal”, que fue además “un éxito monstruoso”, multiplicado en 28 secuelas a lo largo de cincuenta años, peleando con el propio King Kong en 1962 y dejando una larga progenie de criaturas mutantes, varios de ellos insectos gigantes como Mothra (la polilla desproporcionada), e invenciones prehistóricas o mitológicas, además de un Godzilla espacial, y los infinitos sucedáneos de series como Ultra Man y Ultra 7 y sus aparentemente infinitos herederos actuales, los Power Rangers.
Lo que nunca va a estar del todo claro es por qué un monstruo que fue tan a menudo interpretado como una alegoría de la destructiva fuerza militar de Norteamérica fue buscado por Hollywood para que protagonizara grandes superproducciones que nunca terminaban de hacer pie en Estados Unidos. La razón más obvia es que se trata de pura explotación de marca, y lo cierto es que el cine norteamericano tiene bastante que ver con la consolidación global de esta marca en particular: no fue hasta 1956, cuando se estrenó la versión estadounidense del primer Gojira, retitulada Godzilla, rey de los monstruos, que el lagarto radiactivo recorrió el mundo. La “versión estadounidense” no era una remake, sino el original de Honda, comprado por el productor Joseph Levine, reeditado, doblado al inglés, y con unos 40 minutos extirpados y reemplazados con media hora de material nuevo rodado con Raymond Burr (el Perry Mason televisivo) para darle “una perspectiva occidental” a todo el asunto. Esta “adaptación”, que obviaba algunas referencias a Nagasaki y atenuaba un poco el pathos del film de Honda, contribuyó enormemente a la difusión internacional de Godzilla, y fue durante años mucho más accesible que el original. Hacia fines de los ’70, cuando a lo largo de las secuelas japonesas producidas por Toho, el personaje había perdido el carácter ominoso de sus orígenes y se había convertido en un producto infantil (las escenas de comedia sobre la paternidad de El hijo de Godzilla, 1967, son sencillamente subnormales para un espectador adulto con algo de autoestima), la productora Hanna-Barbera realizó una serie de dibujos animados con el lagarto gigante, que se extendió hasta principios de los ’80. Desde ese momento, hubo varios proyectos para hacer una película, que no se vieron materializados hasta 15 años más tarde, probablemente bajo el influjo del éxito que tuvo en 1993 Jurassic Park. Entre los muchos problemas del Godzilla de Roland Emmerich (autor de las elefantiásicas Día de la independencia y El día después de mañana), que trasladaba al trauma japonés con patas a la Nueva York pre 2001 para hacerla pedazos, estaba que, aunque le devolvía cierta “seriedad” (si bien no su carácter metafórico), el bicho titular ya no se parecía en nada al original bípedo conocido por todos, sino que lo emparentaba más con el T-Rex de Spielberg y otros dinosaurios que ahora dominaban la tierra del merchandising. Para uno de los productores japoneses de la saga, Shogo Tomiyama, estaba claro: “El Godzilla de Hollywood es tan solo un monstruo común. En Japón hay muchos dioses, entre ellos un Dios de la destrucción, que arrasa con todo para que algo nuevo pueda surgir de allí. A los dioses no se los puede controlar, pero el Godzilla norteamericano no es un Dios (God), sino un animal: le tiraron con misiles y eso fue todo”. Tras el relativo fracaso comercial de este cachivache, Sony cortó su proyecto de hacer una trilogía. Dos años después, con la no muy inspirada Godzilla 2000, el monstruo tocaba fondo también en Japón: año a año, había ido menguando la cantidad de público que se acercaba a los cines a ver las producciones de la Toho, que en 2004 estrenó la que había decidido que sería su última Gojira por un buen rato. Godzilla: Final Wars, fue una superproducción rara que funcionaba a la vez como despedida y homenaje de cincuentenario, con guiños a la historia de la saga e incluso al fallido intento de apropiación hollywoodense.
Casi una década más tarde, la Warner contrata a Gareth Edwards, autor de una película de bajo presupuesto titulada Monsters (2010), donde los cosos del título son una suerte de pulpos gigantescos cuya imagen se nos retacea casi todo el tiempo. Le proponen a Edwards filmar un nuevo Godzilla para Hollywood que ignore por completo el del ’98, y con él vuelve a Japón y a los orígenes radiactivos (actualizados por la catástrofe de la central nuclear de Fukushima, 2011), y a la moraleja sobre el hombre que mete la pata en la naturaleza. Su propósito es loable, el diseño del monstruo es probablemente lo más realista que podía hacerse respetando la forma original del primigenio Gojira de goma de la Toho, pero Edwards apuesta nuevamente a su estrategia de menos es más, y nos escamotea demasiado a la bestia. Sus modelos son, dice, Jurassic Park, Tiburón, películas que construyen tensión y administran con cuidado sus trucos mecánicos y digitales, pero son tiempos distintos a los que engendraron aquellos clásicos de Spielberg. Un año después de ese generoso menú de monstruos gigantes, desvergonzadamente fantásticos, que fue Titanes del Pacífico, de Guillermo del Toro, que lo mostraba todo, casi todo el tiempo, sin pudor, con desmesura, con colores brillantes y una violencia artificiosa que sacudía los sentidos, la carne de este nuevo Godzilla parece más bien magra.
En el fondo, se trata de una cuestión probablemente insoluble. Todos los problemas parecen remitir al comienzo, a la primera película, a seis décadas atrás, a que no, no hay manera de imitar ni de sustituir los traumas de la guerra, el sufrimiento verdadero, profundo e imposible de olvidar, el desgarro social y cultural en que se forjó aquel monstruo tan fantástico y a la vez tan real. Godzilla hay uno y, lo dice Ken Watanabe –el japonés nominado al Oscar, el del momento en Hollywood– en la película de Edwards, toda una clave involuntaria, una confesión, y acaso una resignación, “nosotros lo llamamos Gojira”.
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