MúSICA > EL FOLK íNTIMO DE SIMONE FELICE
› Por Mariana Enriquez
Las montañas del norte del estado de Nueva York, las Catskills, tienen su mitología particular. El nombre, tan extraño (significa “habilidades de gato”) se le atribuye a un jefe mohicano llamado Cat, que habría vivido ahí en el siglo XVIII. Thoreau escribió Walden en los bosques de las montañas, ese extraño manifiesto de desobediencia civil vía la vuelta a la naturaleza que inspiró tanto al trascendentalismo como al más famoso de los asesinos catedráticos, el Unabomber; Washington Irving eligió este paisaje para ubicar sus clásicos “La leyenda del jinete sin cabeza” y “Rip Van Winkle”. En 1969 un pueblo de las Catskills, Bethel, hizo de sede del festival de Woodstock, quizá el evento cultural juvenil más importante del siglo XX. Por la misma época, Bob Dylan se refugió en otro pueblo del área, Saugerties, con The Band, para grabar los Basement Tapes. Desde entonces las Catskills son un punto de referencia para músicos que quieren hacer su gran disco introspectivo o paisajístico, paraíso de hippies y místicos, tradición de leyendas y fogatas. Claro que las montañas están también llenas de millonarios, resorts de ski carísimos y otros emprendimientos turísticos ABC1: es un paraíso exclusivo que queda apenas a dos horas de Manhattan.
En esa mezcla de naturaleza silvestre, centro cultural del folklore norteamericano y reguero de pueblos idílicos se asientan muchos músicos que van en busca de cierta mística, cierta autenticidad. Y hay otros que no tienen que buscarla: los músicos nacidos y criados en las montañas. En los últimos años, la banda más notable salida de las Catskills es The Felice Brothers, formada por los hijos de un carpintero que empezaron tocando en el subte de Manhattan y se convirtieron en uno de los grupos folk más prolíficos y celebrados del país. En 2009, The Felice Brothers tuvo una baja: el baterista y hermano menor, Simone, se fue del grupo para formar su propia banda, The Duke & The King, nombre que cita a los personajes viajeros y chantas de Las aventuras de Huckleberry Finn. Un año después, se hizo solista: el hermano rebelde, cantando solo en bares con voz y guitarra, compositor de canciones delicadas y tristes con letras inspiradas. Delgado, los ojos azules casi transparentes y un aire de gitano rubio, Simone es un personaje extraño, un poco hippie, un poco místico, un poco sofisticado. Chico de clase obrera, quería ser músico o soldado pero se pasó la infancia leyendo, escribiendo y recorriendo el bosque cercano a su casa, por lo menos hasta que su vida de niño lector y vagabundo fue interrumpida por un aneurisma cerebral a los 12 años, del que sobrevivió milagrosamente sin secuelas, aunque le costó mucho recuperarse. A esa edad le regalaron su primera guitarra y así empezó a escribir canciones, aunque nunca dejó de escribir literatura: a los 35 años –en 2011– publicó su primera novela, Black Jesus, sobre un ex combatiente ciego de la guerra de Irak que cuando vuelve a su pueblo, desfigurado y deprimido, se pasa los días tomando pastillas y tratando de conocer a Gloria, una bailarina que está escapando de otro tipo de violencia. Simone Felice es fanático de Hemingway, Steinbeck, Joni Mitchell, Dylan, Townes Van Zandt, Leonard Cohen. Todo eso se nota en sus canciones pero, al mismo tiempo, su voz de autor es perfectamente reconocible y está empapada de una biografía dramática. En 2010, justo cuando había empezado a mostrar sus canciones de solista, se desmayó durante una gira en Europa y, cuando volvió a Estados Unidos, los médicos descubrieron que sufría de estenosis aórtica, una calcificación de la principal arteria cardíaca. Tuvieron que reemplazar la válvula defectuosa de inmediato, en una cirugía de emergencia con riesgo de vida, y durante el largo posoperatorio –condimentado por el nacimiento de su primera hija, Pearl: su esposa estaba embarazada de ocho meses cuando él casi se muere por segunda vez– grabó su primer disco, Simone Felice. Casi exclusivamente acústico, tiene canciones de una intimidad trémula, historias de adolescentes abusadas por sus padres predicadores, de asesinos, de víctimas (“Sharon Tate”, dedicada a la primera esposa de Roman Polanski, asesinada por Charles Manson); canciones dedicadas a sus enamoramientos pasajeros, como “Courtney Love”, una declaración de amor a la viuda de Cobain llena de empatía y ternura, y también canciones para sus amores reales como “Splendor In The Grass”, pequeña viñeta erótica tan frágil y cercana que, hacia el final, cuando se acaban la guitarra y los violines se escucha el tic tac de un reloj que no es tal: es el sonido de la válvula mecánica del corazón de Simone, un sonido que, dice, no puede tapar ni siquiera usando tres pulóveres o incluso un chaleco antibalas, el micrófono siempre lo capta, se escucha cuando hay silencio, es una especie de recuerdo constante del paso del tiempo, de la fecha de vencimiento del cuerpo, de la muerte cercana y burlada.
Ahora acaba de editar Strangers, segundo disco solista, y las nuevas canciones no son tan tristes ni tan frágiles. El parece estar un poco más contento y también más fuerte. Menos solo, a lo mejor. Las canciones ya no son trágicas, pero siguen siendo muy hermosas. Grabado en otoño en un estudio de las montañas, cerca de la casa donde alguna vez vivió Jimi Hendrix y con una banda que incluye a integrantes de The Lumineers y The Felice Brothers, Strangers es más pop y más soleado que aquel oscuro disco de la convalecencia. Empieza con la alegre “Molly O”, y sigue con “If You Go To L.A.”, una delicia sobre y para una chica de nombre raro que vive en la Costa Oeste; se parece mucho, en espíritu, a “If You See Her, Say Hello” de Dylan, aunque Simone Felice es mucho menos orgulloso que Bob y él sí quiere que esa chica que toma pastillas y camina por el desierto sepa que él la extraña. “Our Lady Of The Gun” es una reflexión sobre el amor de los Estados Unidos por las armas y puede escucharse como una pieza de compañía para “Gettysburg” (¡con palmas!) –a Felice también lo obsesiona la Guerra Civil–. Su voz también es más segura, no tiembla, se escucha completa. Hay pianos y coros para cantar en estas canciones. Ya no son letanías, son canciones sobre la fugacidad de la vida, llenas de melancolía tibia y lejos de lo sombrío, como si el sol hubiera logrado atravesar el denso bosque de las montañas del norte de Nueva York.
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