› Por Guillermo Saccomanno
El hombre baja en la noche de invierno por la escalera de un inquilinato. Debe tener cuarenta años. Es médico, ginecólogo y partero. Ya perdió la cuenta de los partos que lleva atendidos. Entre paciente y paciente, todas las noches, como esta noche donde ha nevado y seguirá nevando en New Jersey, se toma un respiro y, sentado en su auto junto a un alumbrado, escribe: “Me llaman y yo voy./ El camino está helado/ pasada la medianoche, un polvo / de nieve pegado / en las huellas rígidas de los autos./ La puerta se abre./ Sonrío, entro y / me sacudo el frío./ He aquí a una mujer enorme / en su lado de la cama. / Está enferma, / quizá vomita, /quizás está pariendo / a su décimo hijo./ ¡Alegría!/ ¡Alegría! / Le aparto el pelo de la cara / y miro su miseria / con compasión”. Lejos de pensar la medicina versus el oficio de poeta, el doctor Williams piensa que ambas ocupaciones se nutren recíprocamente. Cuando alguien lo llama por teléfono en la madrugada o golpea la puerta de su consultorio, comprende que no hay otra manera mejor de aproximarse a la realidad, a lo que ocurre en el mundo. En su autobiografía, en la parte titulada “La práctica médica”, escribe refiriéndose a la rutina de las consultas, desde la chica que se avergüenza de quedar en ropa interior y pide que esté presente su madre hasta el enfermo que perdió la razón, “todos dicen lo mismo. Y entonces se devela un nuevo sentido. Porque bajo el lenguaje que hemos oído toda una vida aparece un lenguaje nuevo, más profundo, subyacente a todas las dialécticas. Es lo que se llama poesía. Es la fase final”. Williams no se engaña con las ínfulas que puede estimular el ser poeta: “Un hombre, cada quinientos, setecientos años, acierta a formular algunas frases geniales. El poema surge de las palabras susurradas de esos pacientes que el médico ve a diario. Humildemente se presenta ante los pacientes y, tomándose un rato, se esfuerza al máximo para interpretar su forma de expresión. Ahí está el secreto. Y, tal vez, al final sea ésa la labor del médico después de dedicar toda una vida a escuchar atentamente”. Es difícil no conectar al doctor Williams con el doctor Chéjov. Sus modos de entender el arte, aunque uno elija el verso y el otro la prosa, Carver lo demostró secuenciando en verso, escanciando el fraseo chejoviano de las descripciones. Ambos parecen haber comprendido la relación entre los cuerpos, las palabras, el dolor, la humildad y la fe. No son exactamente feligreses: su fe, en todo caso, consiste en confiar, sin engrupirse, en las posibilidades del ser humano. Es la fe de quien confía en su oficio y no por ser un hombre de fe es un chupacirio y abandona tanto la noción de justicia como la de denuncia. William Carlos Williams (1883-1962) nació y murió en New Jersey. Su padre fue hijo de ingleses y su madre una portorriqueña de ascendencia francesa aficionada a la pintura. Williams estuvo casado toda su vida, aunque no creía en el matrimonio. La institución y el sexo eran cuestiones separadas. Tuvo infinidad de amoríos clandestinos. A lo largo de su vida escribió su poesía alternándola con más de 2000 partos. Tenía un sentido particular de la ironía: “Fue un día gélido. / Enterramos a la gata,/ después agarramos / su caja / y le prendimos fuego/ en el jardín./ Las pulgas que se /libraron de la tierra y el fuego / murieron de frío”. Williams escribía con la misma percepción la muerte de su gata como el cortar una rosa: después de todo, la belleza también muere algún día. Aunque conoció París, no se dejó hechizar por Europa como casi todos sus compatriotas. Permaneció fiel y leal a New Jersey. Junto con Flossie, su mujer, y el poeta Charles Olson, fueron de los contados visitantes que tuvo en su asilo psiquiátrico el condenado Ezra Pound. “Paterson”, el largo y complejo cántico a un pueblo que se despliega, como siempre en Williams, en verso libre incluyendo dichos, frases de la calle, recortes de periódico, materiales espurios. Y le debe bastante, en su tono de cántico, y admite a viva voz la marca de Pound. A Williams el reconocimiento le vino tarde. Nunca se quejó de su suerte. Como tampoco nunca se creyó más de lo que era. Su lema sigue siendo toda una preceptiva y no ha perdido vigencia: “Que no haya ideas sino en las cosas”. A esta consigna puede aludir su poema “Paisaje con la caída Icaro”: “Según Brueghel/ cuando Icaro cayó /era primavera/ un campesino araba/ su campo/ y toda la pompa del año/ se despertaba// cosquilleando cerca / la orilla del mar / ocupada/ en sí misma / sudando bajo el sol / que derretía / la cera de las alas / insignificante / más allá de la costa// hubo un chapoteo casi imperceptible/ esto era/ Icaro ahogándose”. Uno puede atribuir la inspiración de Williams en Brueghel a la influencia de la educación pictórica materna, pero sería demasiado lineal. La pintura de Brueghel (el campesino arando y el engreído incendiado pataleando en el mar) parece ir contra las presunción humana. Pretender volar hacia el sol sin quemarse es un acto tan petulante como pretender mear la luna. A propósito, “Orinar la luna” es una de las imágenes de Los doce refranes flamencos, de Pieter Brueghel el Viejo (1525-1569). Porque a Brueghel le interesaba escuchar al “vulgo”. En su tiempo fue criticado como caricaturista, como un artista poco serio que se interesaba por lo popular cotidiano, su temple terrenal pero no sentimental. No obstante su producción de temas bíblicos, el descenso en las penurias de la demonología, la carne y su castigo, con todo lo que le debía a Jeronimus Bosch, Brueghel era un tipo más preocupado en mezclarse con el “vulgo” y, en esta comunión, extraer la materialidad de su arte. Brueghel solía vestirse pobremente para mezclarse en casamientos y carnavales. De esas aventuras brotó lo más alto y hoy reconocible de su obra. Volviendo, la pintura que se refiere a Icaro y su vuelo fallido (la pintura muestra aquello que más tarde Williams describirá casi literal y humorísticamente en su poema) no podía no haber llamado la atención del médico. “¿Acaso no era el hombre lo que me interesaba? Allí estaba la cosa, justo delante de mí. Podía tocarla, olerla. Era yo mismo, desnudo, tal cual, sin aderezos”, escribió. Y también: “Dejemos a los vencedores que lleven sus galardones. Conocí a los fracasados, personas mucho mejores que sus afortunados hermanos. Podés reírte de unos y de otros, independientemente del disfraz que lleven. Y cuando uno es capaz de revelarse a sí mismo su verdadero yo, sean de clase alta o de clase baja, siempre están agradecidos y a la vez sorprendidos de que alguien haya podido desenmascarar los íntimos secretos de otro. Por eso vale la pena que un escritor esté atento: de una manera u otra, sea cual fuere la fuente, ha ido a la raíz del problema para exponerlo ante nosotros de tal manera que, al final, por mucho que queramos, no podemos eludirlo. Entonces, no hay otra solución que aceptarle y convertirle en héroe”.
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