Cine John le Carré obtuvo la celebridad en los ’60 por El espía que surgió del frío, pero luego eso no le impediría convertirse en el escritor de espionaje que mejor supo entender, hasta nuestros días, la transformación del mundo que sobrevino a la caída del Muro y el fin de la Guerra Fría. El hombre más buscado se trata de la satanización de los sospechosos de terrorismo, encarnados en un joven checheno que hereda una fortuna malhabida de su padre ruso. La película que se estrena esta semana, basada en el libro de Le Carré, trae como si fuera poco la última actuación de Philip Seymour Hoffman encarnando a un espía angustiado, escindido entre el deber y la conciencia de estar haciendo mal, mucho mal a la humanidad.
› Por Mariano Kairuz
Su nombre es Cornwell, David Cornwell, y lleva 50 años escribiendo algunos de los más exitosos thrillers de espionaje. En un principio se inspiró en sus propias experiencias como agente del servicio de inteligencia británico, razón por la cual no se lo conoce por ese nombre, sino por uno un poco más exótico y cuyo origen, dice, ha olvidado por completo: John le Carré. La celebridad que obtuvo con El espía que surgió del frío, en 1963, lo llevó a renunciar a su trabajo en el “mundo secreto” (sic), pero conservó los recuerdos, algo de información confidencial, el know how y algunos contactos, así como un interés genuino en política internacional que hoy, a los 83 años, lo lleva a seguir escribiendo sobre el tema y opinando públicamente sobre el rumbo que ha tomado su especialidad tras la caída del Muro y el fin de la Guerra Fría. El gran lugar común sobre su obra es el mismo que en los años en que creó al agente Smiley y sigue siendo tan cierto como entonces: que sus libros son una especie de anti James Bond; porque a diferencia de lo que hizo Ian Fleming con su agente 007, tan cool, tan propenso a las secuencias de acción entre martinis-vodkas y chicas humeantes, Le Carré pone a sus espías detrás de un escritorio y burocratiza sus aventuras hasta que ya casi no se las puede llamar así. Eso es lo que hizo casi siempre y es lo que volvió a hacer con El hombre más buscado, su antepenúltimo libro, publicado originalmente en 2008 (después salieron Un traidor como los nuestros, y más recientemente Una verdad delicada), y reeditado por estos días para capitalizar el estreno, entre esta semana y la próxima en EE.UU., Argentina y buena parte del mundo, de su flamante adaptación cinematográfica.
Aunque diferente en estilo y tempo, El hombre más buscado, la película dirigida por el fotógrafo estrella holandés Anton Corbijn (famoso por los videos que hizo para U2, Johnny Cash, Nirvana, y por su biopic de Ian Curtis, Control, con la que debutó en el largometraje hace siete años apenas) y protagonizada por Philip Seymour Hoffman en el que fue el último personaje que llegó a completar antes de su temprana muerte, parece alinearse con la versión de El topo estrenada hace tres años por el sueco Tomas Alfredsson, en su búsqueda de cierta esencia Le Carré, cierta cualidad única en su tipo de relato de espionaje dialogado, cerebral, de oficina; opaco y cautivante a la vez. Esta vez, además, uno para los tiempos que corren, para el post 11-S y su nuevo desorden mundial.
Y obviamente a un tipo como Le Carré el 11-S y, sobre todo, las posteriores políticas occidentales en materia de antiterrorismo y la idea del individuo musulmán convertido en centro de todas las sospechas y paranoias, en el nuevo enemigo del mundo libre, no le iban a ser indiferentes. Con Issa, musulmán veinteañero desgreñado, famélico y con pinta de loco que, recién llegado, deambula por las calles de Hamburgo, empieza El hombre más buscado, novela y película. Issa consigue refugio en la casa de una mujer turca y su hijo, y casi al mismo tiempo se convierte en la obsesión de un equipo de agentes alemanes que trabajan en una estrecha y poco amable colaboración con agencias internacionales como la CIA y el MI6. Pronto sabremos que Issa es mitad checheno mitad ruso, o mejor dicho, el hijo de una mujer chechena violada por un ruso bestial; que lleva en su cuerpo terribles cicatrices de las torturas a las que fue sometido en prisión, y que ha llegado a Hamburgo en busca de una cuenta bancaria con millones de euros que el padre del que tanto reniega dejó a su nombre. Entran en escena una joven e idealista abogada que trabaja con una organización de derechos humanos ayudando a inmigrantes ilegales como él; ella lo lleva hasta el banquero Tommy Brue. Al mando de la institución, en una posición que heredó de su padre, el propio Brue arrastra sus demonios personales: el banco se ha dedicado largamente a cuentas relacionadas con dinero de la mafia rusa. Lo que desvela a los servicios de inteligencia es qué planea hacer este muchacho indigente y religioso con todo ese dinero. Después de todo, estamos en Hamburgo, la ciudad en la que el egipcio Mohamed Atta planificó el atentado contra las Torres Gemelas (para luego ponerse al mando de uno de los aviones secuestrados). La primera palabra que se les aparece a los espías ante alguien como Issa es “terrorista”. Están los que creen que es necesario seguirlo para ver hasta dónde los conduce, y están los otros, que sólo piensan en meterlo en una celda y reventarlo a patadas hasta que diga lo que esperan oír.
Issa es, ha dicho Le Carré, uno de los muy pocos personajes sobre los que ha escrito en sus más de veinte libros que está basado en una persona real. “Issa es para mí un arquetipo de los condenados de la Tierra –dice el escritor–, engendrado por el conflicto de Chechenia, despreciado tanto por los rusos como por los chechenos.” También se basa en un muchacho turco residente en Alemania, Mullat Kurnaz, con quien Le Carré entabló una amistad: la historia de Kurnaz –atrapado en post 11-S, fue detenido, torturado y encerrado en Guantánamo a pesar de que desde el principio quedó probada su inocencia– fue narrada en un gran artículo en Vanity Fair y dio lugar a un libro titulado Cinco años de mi vida, publicado el mismo año de El hombre más buscado. Pero la inspiración para la novela de Le Carré proviene mayormente de su enojo tanto contra la política de antiterrorismo norteamericana como por el “servilismo” con que la ha seguido el gobierno británico. “Me metí en esta historia convencido de que Issa no hizo nada malo en su vida –dijo en una entrevista–, que sólo protegió a su gente. Se convirtió al Islam pero no era militante, ni un miembro de Al Qaida. Pero me gustaba la idea de que los lectores lo contemplaran con desconcierto, porque así es como los occidentales contemplamos el misterio del Islam en este momento.”
Del libro a la película, puede decirse, el foco pasa un poco más de Issa al agente local asignado a Hamburgo, Günther Bachmann. Günther es el centro moral de la historia, el tipo que, a pesar de la presión de la CIA y los espías británicos, se permite preocuparse por alguien como Issa, porque está convencido de que todavía es necesario hacer todo lo posible por probar que un sospechoso es efectivamente culpable o una amenaza. Günther carga con su misión prácticamente en soledad y con una profunda amargura: él es, tal como lo define Le Carré, el espía que “sabe que no puede frustrarse la actividad terrorista sin un contexto político y humanitario; que no podemos ganar la guerra contra el terrorismo echando bombas sobre la gente o metiéndola en cárceles. Que hay –dice el escritor– una gran necesidad filosófica de ajustarnos a la gente con la que estamos lidiando, de entenderla”.
Y mientras que, tras el final de la Guerra Fría, algunos escritores de novelas de espionaje encontraron nuevas motivaciones en la Rusia post-soviética (caso de Martin Cruz Smith, autor de Gorky Park), Le Carré expandió aún más su mundo, y consiguió uno de sus mayores éxitos contemporáneos con El jardinero fiel, para la que redireccionó su foco hacia Africa y encontró un nuevo villano en las corporaciones farmacéuticas que testean sus productos en los más pobres del globo. El hombre más buscado fue la primera expresión realmente sólida, por la vía de la ficción, de la ira que despertó en él la administración Bush en el post 11-S, contra la que ya había militado participando en las protestas callejeras junto a su familia y con editoriales en el London Times. Alguna vez dijo: “Si Smiley –el protagonista de El topo y varios de sus libros más famosos– viviera hoy, diría: ‘Ya hemos lidiado con el comunismo, ahora tenemos que lidiar con el capitalismo’”.
“La mayoría de mis libros tratan sobre la peculiar tensión entre la lealtad institucional y la lealtad a uno mismo”, ha escrito; “el misterio del patriotismo para un inglés de mi edad y mi generación es dónde funciona, cómo se lo debería definir, cuánto vale y cómo puede convertirse en una fuerza corruptora cuando se lo aplica mal”. En la película, dice, “los personajes están conectados por una sensación de pérdida colectiva, por la idea de que entraron al mundo secreto, al igual que yo, convencidos de que podríamos marcar una diferencia, que podríamos ser valientes. Yo iba a limpiar las cloacas para la gente, les iba a permitir que durmieran en sus camas por la noche. Me sacrificaría por un bien mayor. Esas motivaciones simplistas y más bien moralistas aun existen, creo, pero descubrir que uno está trabajando para un sistema que no cambia ni para bien ni para mal se vuelve extremadamente deprimente”.
Esa sensación de hastío, esa depresión, aparecen retratadas con una textura inusualmente densa en El hombre más buscado, la película, y es lo que proyecta con especial potencia Philip Seymour Hoffman al encarnar a Günther Bachmann. Una película, de nuevo, tan poco Bond, que hoy solo parece posible gracias al éxito de El topo (Tinker, Tailor, Sailor, Spy, 2011), sus tres nominaciones al Oscar y el millón de ejemplares de la novela original que ayudó a vender. A El hombre más buscado le seguirán la adaptación de Un traidor como los nuestros –que ya está casi lista, con Ewan McGregor–, y probablemente una versión de la secuela de El topo, Smiley’s People. Nada mal, siendo que, como dice Le Carré, “cuando alguien ve una película de 007, piensa: ‘Me gustaría ser él’; pero con los protagonistas que escribo yo piensan: ‘¡Por Dios, espero no ser él!’”.
Y el tipo que no queremos ser pero con el que no nos queda otra que identificarnos esta vez es Philip Seymour Hoffman, el hombre que, coinciden todas las críticas, provee de gravedad, de fuerza emocional, de verdad y una profunda angustia existencial a El hombre más buscado, el personaje que encarna todas estas contradicciones del espía desmoralizado de Le Carré en el siglo XXI. Su personaje es un hombre culto y educado, sensible, pero de aspecto y salud descuidados, que bebe de más en los tugurios menos elegantes de la ciudad y se encuentra consumido física, mental y psicológicamente por su trabajo. El Bachmann de Hoffman es otro de esos personajes con los que el actor probó ser uno de los mejores de su generación, produciendo empatía muy a pesar suyo. Saber que Hoffman ya no está entre nosotros le agrega una capa extra a la amargura de su personaje.
Vemos a Hoffman en una de sus actuaciones póstumas (aun quedan las del drama God’s Pocket y la de las dos últimas partes de Los juegos del hambre, que deberán ser completadas digitalmente) y se nos aparece la larga lista de personajes increíbles que interpretó a lo largo de menos de veinte intensos años de carrera, como el masturbador de Happiness, o el verborrágico agente de la CIA en Charlie Wilson’s War, o el alter ego del creador de la Cienciología en The Master; todo lo hizo con una fiereza increíble, a todo le puso ese cuerpo enorme que aquí está especialmente pesado y que le da una particular densidad en El hombre más buscado. En A Most Wanted Man lo acompañan actores como Willem Dafoe (como el banquero Tommy Brue), Robin Wright (como una gélida jefa de la CIA), Rachel McAdams (como la vulnerable abogada), y el escuálido actor ruso que interpreta a Issa (Grigoriy Dobrygin) pero él, Hoffman, es la película.
Ultimo testamento “de su heroica falta de vanidad”, Manohla Dargis escribió en The New York Times que el Bachmann de Hoffman pone de manifiesto una vez más “su habilidad para encontrar destellos de dignidad en hombres golpeados por la indignidad. Su Günther es un maestro de la manipulación, simpático o intimidante cuando es necesario, capaz de inspirar confianza o miedo, cuya única, fatal falla, es su molesta conciencia”.
La relación de Corbijn con él durante el rodaje fue buena, dice, pero no plácida: el actor dijo en varias oportunidades que la amarga intensidad de sus personajes le ha cobrado a menudo un alto costo emocional. “Fue asombroso trabajar con él –dice Corbijn–, lo que no significa que fue todo sonrisas y felicidad. Defendió su personaje al punto de que tuvimos algunas discusiones muy pesadas, pero una vez que uno lo veía haciéndolo, era imposible imaginar nada mejor. La gente lo llama icónico, pero ésa es una palabra vacía; para mí era indescriptible.”
Finalmente, una de las elegías más inesperadas fue la que le dedicó la semana pasada, en vísperas del estreno mundial de la película, el propio Le Carré, en su sitio oficial –y en el NYTimes–. Allí puede leerse su largo relato de cómo no se animó a decirle que su Capote le parece la mejor actuación que ha visto jamás en una película (pero sí que creía que era el único actor norteamericano que podría interpretar a su agente Smiley), de cómo su primer encuentro le causó una impresión como no le causaron en su momento ni Richard Burton, ni Burt Lancaster ni Alec Guinness (el primer Smiley). “Philip enfrentó el mundo con vitalidad e intensidad, todo el tiempo. Debe haber sido un trabajo doloroso y extenuante, así como probablemente al final, su perdición. El mundo era demasiado brillante para él. Tenía que entrecerrar los ojos o quedar encegecuido hasta morir. Nadie podía seguirle el paso, y en sus exabruptos de intimidad necesitaba hacértelo saber. Para componer a Bachmann, Philip debe haberse hecho preguntas bastante mórbidas, como: ¿En qué punto exactamente pierdo todo sentido de la moderación? O por qué insisto con todo esto cuando en el fondo sé que solo puede terminar en una tragedia. Pero la tragedia atrae a Bachmann como algo imposible de evitar y también a Philip.”
“Cada vez que se iba del set, uno esperaba su regreso con impaciencia y creciente inquietud”, escribe finalmente Le Carré sobre este actor enorme desaparecido tan antes de tiempo. “Tendremos que esperar un largo tiempo por otro Philip.”
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