PERSONAJES Hace cincuenta años, Yoko y John sembraron bellotas por la paz, además de mostrarse en la cama mediante las ultrafamosas imágenes que recorrieron el mundo. A los ochenta y pico, la artista pop, conceptual y eterna presenta su libro Acorn, tal vez la versión suavizada –pero también actualizada– de Pomelo, el libro que inspiraría Imagine y que dotaba de consignas y lemas a toda una generación en busca de respuestas. Más leve pero siempre avanzada, Yoko Ono vuelve con el mismo espíritu.
› Por Ariadna Castellarnau
El 15 de junio de 1968, John Lennon y Yoko Ono sembraron dos bellotas en un jardín de la catedral de Coventry, una ciudad del centro de Gran Bretaña, situada a unos 150 kilómetros al noroeste de Londres. Este fue el primer gesto por la paz de la pareja (un año después protagonizarían las famosas y ultrafotografiadas bed-ins, primero en Amsterdam y luego en Montreal). John y Yoko remataron su Acorn Peace con una campaña epistolar con los principales líderes políticos del mundo, a los que enviaron un paquetito con varias bellotas y el pedido de que las sembraran “para que crecieran como robustos robles para la paz mundial”. Casi cincuenta años después, la octogenaria artista y música niponeoyorquina acaba de publicar un nuevo libro titulado Acorn, una recopilación de poemas y dibujos con el mismo espíritu educativo y buena onda de las “bellotas por la paz” y que a su vez se puede conjeturar como el continuador de Pomelo.
“Acorn es poesía en acción. También es un libro de mensajes breves, parecido a Pomelo, en cierto punto. Yo no necesito hacer grandes discursos, me basta con unas pocas palabras. Tal vez en el futuro los libros también sean así de breves”, dice Ono, quien además reivindica el papel de la letra impresa en el mundo hipertecnológico de hoy. “La lectura es muy importante en mi vida. La gente está acostumbrada a las computadoras, pero yo estoy acostumbrada a la lectura de los libros.”
A pesar de dicha declaración, Acorn empezó como un proyecto online: cada mañana, durante cien días, Ono escribía una instrucción para sus lectores, con la idea de que exploraran. ¿El qué? La paz, el universo, a ellos mismos. No lo deja muy claro y tampoco importa. El hecho es que la artista siempre ha sido muy partidaria de equilibrar la sencillez de un único gesto con la confrontación al espectador. Como en la Acorn Peace (sembrar una bellota), como en la Cut Piece de 1964 (invitar a la gente a cortar un pedazo de su vestido), como las breves instrucciones que pueden leerse en Acorn: “Observa dos personas discutiendo en la calle/ Pregúntate qué opinión tienes de ellos”. Ono es un caso único en el panorama del arte contemporáneo. No le ha hecho falta romperse el cráneo buscando aspectos revolucionarios con los que provocar; la revolución ha emanado de ella porque sí, por una condición de nacimiento o de espíritu, por el hecho de que Ono es quizá más sabia o más lista o más cínica, pero de un modo íntimo, callado, minúsculo.
De pequeña quería ser como un guerrero de una oración japonesa, que atravesaba siete desgracias y ocho sufrimientos, hasta que las desgracias de la vida lo llevan a decir “basta” y convertir ese lema en “siete felicidades y ocho tesoros”. Pues bien, se lo propuso y lo consiguió. Ono se aguantó los bombardeos de Tokio de 1945, se sobrepuso al racismo de Estados Unidos, su país de acogida, y triunfó como artista mucho antes de conocer a Lennon, sobrevivió a los cuatro balazos a quemarropa a su marido –ella estaba a pocos metros de distancia– y resistió también las críticas de medio mundo, que la convirtieron en la “archienemiga” del rock, en la bruja de la casa en lo más profundo del bosque. Y sigue capeando el temporal. Sin ir más lejos, a finales de junio de este año, Ono cantó en el Festival de Glanstonbury (Inglaterra) tras lo cual la prensa la lapiladó calificando su actuación “como uno de los peores sets en vivo jamás vistos”. No da la impresión de que se haya dado por aludida. La ocupación de Japón debió de ser muchísimo peor que las caras de estupefacción del público que asistió al concierto y los comentarios negativos de los diarios. Al fin y al cabo, ella sigue siendo Ono y tiene más estilo que todos los hipsters de Barcelona y Berlín juntos.
“No soy un mito”, responde Ono a uno de los periodistas que la entrevistan a raíz de la retrospectiva que el Guggenheim de Bilbao hizo sobre su obra el pasado mes de marzo. ¿Quién es Yoko Ono? Nadie lo sabe. Viuda eterna, activista por la paz, rompebandas, artista conceptual, bruja, zorra. “Sí, soy una bruja/ soy una zorra/ No me importa lo que digas/ Mi voz es real/ Mi voz habla verdades/ No encajo en tus esquemas”, escribió en 1974. Etiquetas no le faltan, aunque ninguna sirve. Ella se escapa, se escapa, se escapa de quienes tratan de moldearla para que encarne un concepto, porque todo el mundo tiene que encarnar un concepto, mediocre o sublime, pero un concepto al fin y al cabo: artista, genio, antiburgués, burgués, sobreadaptado, revolucionario. Pero Yoko Ono ha sido un verdadero dolor de cabeza para la prensa desde el día en que apareció junto a Lennon en el show de Dick Cavett, en agosto de 1971, durante la promoción de Imagine, con su minivestido dorado, una boina, su vocecita de no haber roto nunca un plato y lo atajó a Cavett con un suave “no, gracias” cuando éste se ofreció a ayudarla a encender su cigarrillo.
Ono es capaz de hacer un papelón sobre un escenario, cierto, pero en las últimas entrevistas concedidas a medios estadounidenses (especialmente por la promoción de su último libro) demuestra que también puede hacer balance sobre su vida, volver sobre aquello que la catapultó en la memoria de todos nosotros y reírse un poco, aunque con tristeza: “Cuando hicimos las bed-ins, John y yo éramos activistas y pensábamos que el mundo se volvería pacífico. Pero no sucedió”. Sin embargo hay algo en su arte que no cambia, que permanece, que no se tuerce por el desengaño o el resentimiento de la vejez. El arte de Yoko Ono es sencillo, directo, popular, amable hasta el punto que nos preguntamos si nos está tomando el pelo. Y esa esencia destilada, esta capacidad de llegar a la línea de lo más simple, es lo que reencontramos en Acorn. “Piensa en tu habitación como una cárcel / Sácale provecho y siente orgullo.”
Acorn es una versión suavizada de Pomelo. Después de todo, los sesenta quedaron atrás, Yoko Ono se hizo mayor y en todo este tiempo que pasó la sociedad se curtió bastante. Pomelo, el libro que inspiró Imagine, fue una revolución: un gesto de ruptura con el concepto de “obra de arte original”, la demostración de que el arte podía reducirse a una serie de normas que cualquiera podía reproducir. Acorn, en cambio, es más blando, más previsible, no hay propuesta artística ni tan siquiera ideológica. Es el libro que le regalarías a tu tía que hace reiki, o a tus amigos que tienen una huerta orgánica y un Instagram con muchas fotos de frutas y verduras recién cosechadas. “Quiero lograr una obra que beneficie a la humanidad”, dice Ono. Y eso es Acorn. Un librito que se lee fácil, que divierte, que no te voltea, que proporciona amables “recetas” de existencia parecidas a las frases de las galletitas chinas, pero con la refinación y sencillez de los haikus japoneses y el humor de los koans del budismo zen.
Las intenciones artísticas de Yoko Ono se resumen en conceptos como “unidad”, “confianza en el ser humano” y “equilibrio”. Sobre estos fundamentos más o menos sólidos ha ido asentando toda su obra, que despierta sentimientos ambivalentes: la sensación de estar ante algo genuino, impregnado de la soberbia libertad de pensar, expresar y elegir, o ante el vacío mismo. “La idea es lo que da el artista, como una piedra que se arroja al agua para que produzca ondas. La idea es el aire o el sol, cualquiera la puede usar y llenarse de ella según su tamaño y la forma de su cuerpo... La pintura de instrucciones facilita que se explore lo invisible, el mundo más allá del concepto existente de tiempo y espacio. Y, entonces, las propias instrucciones desaparecerán y serán apropiadamente olvidadas”, dice Yoko Ono en una conferencia en la Japan Society Gallery. Y el caso es que casi convence. Casi que sí.
¿Por qué sigue funcionando a las mil maravillas todo lo que ella hace? Es difícil de precisar, aunque es cierto que no puede atribuirse a su título de viuda de Lennon (las “viudas de” tienen una vida muy corta en este mundo voraz de novedades). De modo que hay que buscar otra explicación. Tal vez sea por su alegre optimismo, la sana e ingenua intención de hacernos sonreír, la ligereza de su toque maestro —nada es pretencioso, todo es rabiosamente contemporáneo— o el aura chic, tan Fluxus, tan accesible que consigue darle a cuanto objeto o idea pasa por sus manos. El desprendimiento gradual de Yoko Ono de su estigma de haber sido la ruina de los Beatles (el mismo Paul McCartney salió a desmentir hace poco que ella fuera la causa de la separación del grupo) y sus asociaciones musicales con Sonic Youth, los Beastie Boys, Lenny Kravitz, Nels Cline de Wilco y Lady Gaga la han catapultado como un icono del pop avant-garde y de la música rock experimental. Su libro Acorn va por el mismo camino. No se trata únicamente de una serie de recomendaciones existenciales new age para gente con onda. También es una apuesta a futuro. Un producto que sabe aprovechar los residuos culturales, las limitaciones del ser humano de hoy del mismo modo que Pomelo pretendía conectar con las insatisfacciones y anhelos de la generación rockera de los sesenta. “La gente de las nuevas generaciones dice que está tan acostumbrada a Internet que ya no pueden leer un libro de principio a fin. Esto no es una tragedia. Los cambios forman parte también del mundo del libro y hay que saber adaptarse. Acorn es lo suficientemente corto como para que nadie tenga que preocuparse por leer una página entera. Aquí no hay una página entera”, dijo en la presentación de su libro en Nueva York. Ono lo hace otra vez. Lo logra. Seducirnos con un concepto irrebatible mundano. Tal vez sólo sea una enorme tomadura de pelo. Pero ahí está ella, Yoko Ono, siempre un poco por delante del resto, siempre corriendo más rápido.
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