ARTE Julio Le Parc invade el Malba con Lumière, exposición de una veintena de obras realizadas en los años ’60, enfocadas en los efectos de la luz en movimiento, una de las facetas más originales de su dilatada producción. Figura clave y vital del movimiento óptico y cinético internacional, radicado desde 1958 en París, este mendocino de 85 años exhibe esta vez en el país una serie de instalaciones que alumbran las claves de su producción: la inclusión del espectador en la obra y el carácter lúdico de la creación artística.
› Por Eugenia Viña
La polémica sobre quién fue el primer pintor moderno a Julio Le Parc lo tenía sin cuidado. Si Cézanne en su búsqueda de la estructura elemental, o si Manet incorporando luz al cuadro de la forma más arbitraria, es decir exterior, posible. Entre el Salón des Refusés de París de 1880 y el Buenos Aires de la Di Tella de 1967, el tiempo había sido eclipsado por un cohete espacial. Las sociedades modernas del primer mundo miraban a la ciencia como aquel espacio privilegiado donde la verdad (que solía terminar empaquetada con forma de producto) sería dada: lavarropas, aspiradoras, cajas registradoras, tractores, radares, microondas, tarjetas de crédito, códigos de barra. Julio Le Parc, nacido en Mendoza (1928) aunque heredero de una cultura europea de sello francés, era hijo de otros inventos. La era industrial había sido reemplazada por la tecnológica y la física era la vedette del momento. La ex URSS lanzaba su primer satélite artificial en 1957, mientras un ingeniero norteamericano creaba el diminuto y revolucionario chip, al mismo tiempo que el láser (hijo de la mecánica cuántica) hacía su aparición en el mundo allí por el año 1961. Láser: Amplificación de la Luz por Emisión Estimulada de Radiación. Aunque no lo utilice de esa forma, bajo ese haz buscaría encandilado el artista mendocino, que a los 32 años comenzó sus experiencias personales con la luz.
Con su exposición, Lumière, Le Parc invade el Malba de obras que se enclavan en medio de la oscuridad. Dos salas del museo más un espacio abierto y la terraza están habitadas por una veintena de instalaciones lumínicas de este artista que a sus 85 años es un representante indiscutido del movimiento óptico y cinético internacional. Algunas son monumentales en un sentido literal: sus tamaños exceden las dimensiones humanas; el cilindro Continuel-lumière cylindre (Continuo-Luz, 1962) cuyos resplandores se proyectan en un borde metalizado circular a intervalos gracias a un sistema operativo que establece tiempos rotativos; el móvil Continuel-mobil (Continuo-móvil, 1962-1996) y el penetrable Cellule á pénétrer (Célula penetrable, 1963-2005), obra que se camina como un laberinto espejado y se transita como un microviaje en el que el espacio parece redimensionar el tiempo. También hay obras más pequeñas que funcionan con independencia de la electricidad, como los espejos cuyas diferentes texturas reflejan imágenes de acuerdo a sus tramas.
Estas obras son producto de una búsqueda comenzada entre la ingeniería electrónica y la sensibilidad artística cuando Le Parc tenía 30 años, en un atelier devenido laboratorio: ciencia y arte se daban la mano para generar el arte cinético. Al comienzo fueron las pequeñas cajas de luz con movimiento manual para producir cambios de imágenes y de color; el impacto lumínico de los móviles y sus sombras; efectos de blanco sobre blanco; transparente sobre blanco; posibilidades de negro sobre blanco. Por esa época también hizo sus primeras investigaciones con la luz indirecta y rasante sobre el plano y en pantallas curvas y accidentadas, así como los primeros relieves en madera con progresiones de niveles, de rotación. Las búsquedas concluyeron en axiomas como el que sigue: “En la obra tradicional del artista todo está fijado por un sistema de signos y de claves que hace falta conocer de antemano para estar en disposición de apreciarlo. Frente a esta situación pensábamos nosotros que la presentación, de cara al espectador, de experiencias con posibilidades múltiples de cambio (cuyas imágenes eran resultado de la puesta en relación de algunos elementos y no el producto de la mano sabia o inspirada del artista), constituía un medio, ciertamente limitado pero eficaz, de comenzar o proseguir la demolición de las nociones tradicionales sobre lo que es el arte, cómo se debe hacer o cómo se debe apreciar”.
El “nosotros” alude al colectivo artístico francés GRAV (Groupe de Recherche d’Art Visuel), del cual Le Parc, en la década del ‘60, formaba parte, y en cuyo marco se crearon las tres obras mencionadas expuestas en el Malba, pertenecientes a la colección Daros Latinamerica (Río de Janeiro con sede en Zurich), cuya institución posee una de las más vastas colecciones dedicadas al arte contemporáneo latinoamericano. Instalaciones lumínicas que dependen de la presencia y la mirada del espectador para completarse: los objetos que el artista crea “no son tanto obras de arte sino más bien materiales para obras artísticas”. Vehículos para experimentar. Le Parc lo llama espectáculo y publica en esos años con el GRAV un manifiesto con las Proposiciones del movimiento en el que desarrollan su filosofía: el ojo es un punto de partida igualitario y democrático (es común a todos), el nuevo arte que buscan no es esotérico sino que debe estar desprovisto de emoción y simbolismo, para llegar a todos los ojos –perceptivamente– de la misma manera. Afirman: “Sólo la existencia de la relación objeto-ojo nos interesa”. Subyace en las proposiciones del grupo la creencia en la posibilidad de un arte universal así como una concepción antimetafísica del cuerpo y de la luz. La experiencia óptica queda articulada necesariamente con lo cinético (el movimiento) ya que una luz intermitente y fija sería imposible de soportar e implicaría una presencia más cercana a lo religioso, donde la luz junto con el verbo, la palabra, son los soportes necesarios para la creación. O, en un ámbito más pagano como en el romanticismo –aunque no menos sagrado en sus connotaciones–, la luz es metáfora de iluminación.
En el mundo de Le Parc el objetivo es fisiológico y lúdico. Decía en 2005, en una entrevista que le hicieron en París: “El objetivo es conectar a la gente con una relación directa con las cosas y, dentro de eso, si la gente de recursos limitados que se ve sometida en su vida social, su trabajo, su familia, visitando una exposición recupera un poco de energía, de optimismo, luego dice ‘Bueno, esta exposición me hecho sentir bien’, a lo mejor puede proceder de otra manera en otro frente de su vida, con energía ganada”. Discutible, tal vez ingenua, resulta a esta altura la creencia de que el arte cinético cortaría la “pasividad alienada” que, según sostiene, se da ante una obra terminada y estática, como un cuadro. Igual, ahora es fácil, ya que se sabe cómo siguió la película, de qué forma el troglodita insaciable que es el mercado no solo incorporó la luz y el movimiento como una gracia histórica más, y cómo necesita del concepto de “lo nuevo” para seguir alimentado la ilusión de una revolución eterna. Pero el objetivo de Le Parc no es mucho más pretencioso que eso: consciente, tal como él afirma, de la alienación presente en la vida diaria, la idea es que al entrar en sus obras el espectador quede artificialmente involucrado en un juego de luces tan maravillosas como efímeras. A las obras se entra y de las obras se sale. El espacio es intervenido a través de dispositivos materiales –placas de aluminio, espejos, filminas, plástico– y la luz intencionalmente metafísica que forma cuerpos inmateriales a través de ellos se manifiesta por algunos segundos como mágica. Es el encanto del teatro, de la puesta en escena, de la luz facetada, ondulada, fragmentada, que rebota en el cuerpo de los otros y en los ojos propios como un destello. Aunque artificial, nos ilumina. Para luego volver a abandonarnos.
¿Qué es la luz, que puede hacer aparecer, desaparecer y modificar la presencia de los objetos? ¿Qué es la luz que tiene la potencia como para ser medida del tiempo? ¿Las obras tienen que moverse para que el espectador sienta el movimiento? ¿Dónde está la luz: es interna o externa? ¿Hay que cerrar los ojos para ver o abrirlos para percibirla? Preguntas que surgen en este juego al que Le Parc abre las puertas. Cuando quieren simular la noche o crear un espacio misterioso, los niños apagan la luz para jugar. Se esconden debajo de la cama con linternas. La oscuridad hace que los focos de luz aumenten la sensación de inquietud. Los niños juegan, dice Freud, mientras los adultos fantasean. Le Parc se animó a seguir jugando, sumando soportes y elevando la sofisticación de su apuesta. Acaso con la idea, eterna, de que nunca se apague del todo la luz.
Le Parc Lumière. Obras cinéticas de Julio Le Parc en la Colección Daros Latinamerica. Se puede ver hasta el 6 de octubre, en las salas 5 (2º piso) y 3 (1º piso) del Malba.
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