Dom 27.07.2014
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LISBOA EN LOS ANDES

Entrevista Exitoso periodista desde muy joven, Jeremías Gamboa sintió la necesidad de dejar por completo el oficio para avanzar en la literatura. Y así, abandonarlo todo se convirtió en la novela Contarlo todo, donde bajo el alter ego de Gabriel Lisboa puso en ficción no su vida, sino su periplo vital en una literatura peruana escindida entre los andinos de José María Arguedas y los costeños de Mario Vargas Llosa. Así, reivindicando su derecho mestizo a incursionar en una literatura urbana, este Gamboa (a quien no hay que confundir con el colombiano Santiago de mismo apellido) agregó picante, polémica y lectores nuevos a la literatura peruana y avanza por América latina.

› Por Fernando Bogado

Una novela es la vida y no es la vida. Una paradoja, sí, un contrasentido: dentro de la novela pasan cosas que parecen negar su naturaleza ficticia pero que, en última instancia, la terminan confirmando con mayor contundencia. ¿No es la forma aquello que separa, muy ligeramente, muy tímidamente, vida de obra? La distancia parece obvia en relatos propios de la ciencia ficción o del fantástico, pero es mucho más difícil de notarla en las novelas que parten de presupuestos realistas y que intentan convencer al lector de que lo que se cuenta sucedió, que es tan real como lo que está detrás del libro, detrás de sus páginas y de su portada: el paisaje, la ciudad, los demás, la Historia. Y claro, en una novela como Contarlo todo, del escritor peruano Jeremías Gamboa, el propio título y su particular biografía hacen que el libro se acerque tan peligrosamente a lo real que muchos lo han leído como una suerte de confesión soterrada o de biografía apenas ficcional. La fuerza del título, la polémica que despertó en su ámbito local y alguna que otra ligera lectura creen encontrar a Gamboa mal disfrazado en el personaje protagonista, Gabriel Lisboa, un joven con aspiraciones de escritor que pasará por diversas circunstancias hasta encontrar eso que parece imposible: su propia voz (escrita), su estilo. Y la novela insiste con que no, con que los parecidos son apenas eso, y termina teniendo razón: por muy mínimas que sean las “desviaciones” con respecto a algún que otro suceso “real”, la gracia de la forma es generar esa distancia mínima que distingue vida y obra, que separa a Gamboa de Lisboa, que los aleja para siempre. Y es que la forma literaria, como Dios, está en los pequeños detalles.

Jeremías Gamboa aparece así con toda su contundencia en el panorama de la literatura latinoamericana contemporánea con una novela posterior a un libro de cuentos editado en 2007, Punto de fuga: un escritor fresco, nuevo por haber sacado su primera novela pero maduro en la medida en que desde hace bastante tiempo está inmerso en el mundo de la escritura, ya sea como periodista, ya como narrador; alguien que ha podido leer las circunstancias del mercado editorial y que también ha encontrado en esa “demora” en la iniciación novelesca, una ventaja con respecto a otras primeras novelas que, por breves y apuradas, terminan siendo un comienzo y no este primer paso contundente, fuerte. “Mi novela se trata de cómo un escritor encuentra su voz, y el proceso es tan diferenciado y específico en cada escritor que lo máximo que he podido hacer es mostrar cómo Gabriel Lisboa encuentra su voz. Su voz es ésa, y ahí es donde muestro un poco cómo encontré la mía”, afirma Gamboa. “Yo no podría escribir un libro que medite en torno de la incapacidad del lenguaje para escribir X: yo escribo X. En ese sentido, es mucho más literal. Hay mucho de imaginación, porque Gabriel no soy yo, pero eso el lector no lo sabe, todo eso está en el trasfondo. Yo soy muy tolerante cuando me encuentro con periodistas que dicen: ‘Esa parte en donde dices que a ti te pasa esto, que a ti te pasa lo otro...’. Bueno, supongo que eso pasa porque la novela funcionó, porque logré que Gabriel tuviera tanto peso específico que se ha llegado a confundir la figura de Gabriel con la mía.”

La longitud del libro también hace que el lector se sumerja mucho más en la historia. ¿Cómo ves esa cantidad de páginas que tiene la obra en el medio de un momento en donde las primeras novelas difícilmente superen las cien páginas?

–Yo tuve una conciencia de atrevimiento con el libro. Se escribe tanto y tan bien que yo creo que parte del mérito del libro está en la acumulación. Me pasó, por ejemplo, que yo leí Tinta roja, de Alberto Fuguet, y eso me hizo pensar en mis veranos como periodista. Lo que pasa con los libros más interesantes, los que te animan, es que tú terminas diciendo “yo tengo una historia parecida, pero ya la escribió Fuguet”. O La tía Julia y el escribidor, de Vargas Llosa, que es de un tabú amoroso, ¿no?, de Mario y la tía, mientras Mario quiere escribir cuentos, que no le salen. O Los últimos días de La Prensa, de Jaime Bayly, que narra cómo va cayendo una publicación, va deteriorándose: es el canto de cisne de una última generación de periodistas. Mi novela, de alguna manera, tiene momentos en los que podría ser cada una de estas novelas: el verano de Gabriel en el proceso de convertirse en periodista es Tinta roja, la relación amorosa es La tía Julia... ¿me explico? Lo que trae una diferencia es la ambición, la de armar un libro que te demande una cantidad de tiempo por acumulación. Hay una frase de Matisse que siempre cita un amigo pintor: Matisse decía que más cantidad de rojo sobre una superficie es más rojo. La experiencia del rojo es más potente porque hay más. Eso es lo que buscaba que pasara con el libro.

DEJARLO TODO

Varios escritores han vivido como periodistas y muchos otros han tenido que abandonar ese trabajo para transformarse finalmente en escritores. ¿Cómo es escribir literatura después de escribir como periodista? ¿Notaste un cruce, una imposibilidad?

–Yo no he podido hacerlo. Yo tuve que resetear mi vida. El lente de aproximación del periodismo es, incluso, antiliterario. Mi última experiencia con el periodismo fue cuando entré a trabajar en Etiqueta Negra, a los 33 años. Ya había empezado con la novela, tenía la primera versión de la primera mitad de Contarlo todo. Me ofrecieron un puesto y entré. Estuve siete meses en Etiqueta Negra, y todas mis habilidades como narrador se fueron perdiendo. Perdí intuición, perdí sutileza, me volví un tipo que tiene un enfrentamiento con la realidad más cercano al dato, a la estructura de una historia que ya existe. Perdí ambigüedad, que es una cosa importantísima en la ficción: yo no sé cómo escritores como Roberto Arlt o García Márquez, siendo periodistas de planta, hayan podido lograr eso de volver a su casa y seguir escribiendo. Recuerdo que, cuando renuncié a la revista, luego de haber pagado mi casa, no podía sentarme a continuar mi novela. Me llevó unos cuatro meses: en las mañanas leía y pensaba: “En este momento debería estar escribiendo mi novela”. Creo que lo que buscaba era hacer crecer mis antenas para volver a meterme en la ficción con las capacidades que el periodismo me había sacado.

Mencionás mucho a la figura de Roberto Arlt en tu acercamiento a lo literario.

–Sí, y pienso ahora en el prólogo de Los Lanzallamas: hay una rabia, una furia, una enunciación desde un lugar muy subalterno. Arlt es el que anuncia a Tarantino: es el tipo que hace una gran obra a partir de retazos, de elementos que no se consideran alta literatura. Hay muchos escritores que quieren dinamitar el centro de la novela desde dentro: hay otros escritores para eso, yo soy en ese caso muy respetuoso del procedimiento, estoy más cerca de lo que hizo Arlt. En la novela, Gabriel Lisboa es otra forma de ser Arlt, ir desde el margen a la literatura.

¿Cómo pensás que la novela va a ser leída con el paso del tiempo?

–Es una novela de la conciliación, una actitud muy poco común. Hemos leído en Perú la novela, en líneas generales, como una lucha antagónica entre el alma andina y la costa limeña, entre José María Arguedas y Mario Vargas Llosa, una dicotomía que marca la nación. Santiago Roncagliolo dijo algo muy pertinente, mi generación no tiene esos complejos en relación conmigo: decía que yo era el más vargallosiano de los escritores peruanos, y vengo del lado andino, y Daniel Alarcón, el más político de los escritores de mi generación, escribe en inglés. Trato de hacer dialogar a ambos espacios en oposición. Algunos han leído que la novela era urbana pero el temperamento era arguediano, era andino, por el dolor que manifiesta. Yo nunca pensé eso, pero me pareció muy acertada la lectura. Y esa es un poco la línea que pienso seguir: soy hijo de dos quechuahablantes, que son mis papás. Entonces, a mí me gustaría imaginar que varios escritores de mi generación están empezando a erosionar esta perspectiva tan contrapuesta, tan de guerra fría que hay en la literatura de mi país.

BAYLY SI, GAMBOA NO

Señalaste en varias oportunidades que en Perú hay lectores pero no hay una masa de lectores, de libreros, no hay un mercado editorial como sí lo hay en Argentina, específicamente, en Buenos Aires. ¿Notás algún cambio en los últimos tiempos con respecto a este panorama?

–Sí, noto que el mercado está empezando a crecer. Se están abriendo librerías en Perú, no es una cantidad gigante, pero se están abriendo librerías. Se están dinamizando las ferias regionales, las ferias del libro al interior del país. Uno de los impactos ha sido el Nobel de Literatura, ¿no?, claro, el Nobel a Vargas Llosa, pero también tiene que ver con que una gran masa de gente que migró a Lima en los años ‘70 y ‘80 ya se ha convertido en una clase media potente, con acceso de los hijos, de la segunda generación, a la universidad. Es gente que lee, que está empezando a leer. Se están abriendo librerías en lo que antes era el casco urbano de la ciudad, que ahora son zonas bullentes, interesantes. También se están dando fenómenos editoriales inéditos, potentes. De hecho, con mi libro ocurrió una cosa muy particular en Lima. Vendió una cantidad de ejemplares escandalosa para Lima, y para un libro de literatura. Algunos se han preguntado dónde estaban los lectores antes. Han estado, pero a veces los lectores se convierten en lectores por determinados libros, y creo que eso es lo que ha pasado con el mío.

Hubo una fuerte polémica despertada por Contarlo todo. Vista desde cierta distancia, ¿en qué te parece que consistió?

–Hay dos lados de la polémica. Un lado, con el cual no estoy de acuerdo, se concentraba en la campaña de marketing y se preguntaba si era necesaria una estrategia tan fuerte para vender un libro. Creo que eso dice mucho de nuestro mercado editorial, en donde un libro de literatura es sospechoso si está puesto en anuncios públicos en la calle. Por ahí viene una resistencia al libro, sumando el hecho de que se vendía con la etiqueta de una nota que salió en La Razón de España que decía que eso era el “nuevo boom”. Y eso generó la expectativa de que el libro tuviese las características de una novela del boom, cosa que si así fuese sería un libro anacrónico, no sería un libro contemporáneo. Eso por un lado. Por el otro, ciertas lecturas mostraron la gran ideologización que hay en la crítica peruana. He notado que en Perú hay una lectura que también se da en México, pero que no aparece en Argentina, en España, en Colombia, que es un cierto tipo de visión de la literatura como una herramienta ideológica, de denuncia. Se esperaba que yo escribiera, con este libro, una denuncia social, que hable de la dictadura de Fujimori, de Sendero Luminoso, que me concentre en los problemas sociales o de las clases sociales, que no necesariamente han aceptado de buena gana que una novela pueda hacer una indagación sentimental, de vocación.

¿Le encontrás algún tipo de explicación a esta lectura?

–Yo creo que las fibras sensibles que el libro ha tocado tienen que ver con la resistencia a una representación narcisista de un mestizo, algo que en Perú no se ha dado con mucha regularidad. Un autor mestizo, que lee y que indaga en su sensibilidad. Se esperaba que ese tipo de figura escriba sobre temas más sociales y comprometidos. No necesariamente se lo exigen a Bryce Echenique, pero sí me lo exigen a mí. Cuando viene un chico que enuncia desde el lugar de donde enuncia Gabriel Lisboa, que viene de un barrio de extramuros, de las afueras de la ciudad, un chico mestizo, se le exige rápidamente que escriba de cierta forma, y eso creo yo que es muy político. Impresionantemente, la novela ha sido leída en el Perú como una novela apolítica, cosa muy extraña porque yo la considero sumamente política. En otros países ha sido leída así, pero en el Perú no. Yo creo que hay ahí un prejuicio que tiene que ver con que esos temas los toca mejor un Bryce, un Bayly, pero no un Gamboa.

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