Dom 03.08.2014
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LA SALUD DE LOS ENFERMOS

PERSONAJES Tenía una deuda pendiente con estudiar medicina, así que Mónica Müller decidió empezar la carrera a los 34 años, cuando era toda una luminaria en el mundo de las agencias de publicidad. Se recibió y se dedicó a la homeopatía. Escritora además de médica, en 2010 publicó Pandemia, al calor de los coletazos de la gripe A, y ahora presenta Sana Sana, donde aborda con brillantez y humor el mundo de los medicamentos libres, los cambios en la relación entre el doctor y el paciente con Internet, las vacunas y todo lo que rodea a una creciente medicalización de la sociedad.

› Por Ana Wajszczjuk

En la farmacia, una persona con la nariz roja de gripe compra dos antibióticos, un analgésico y un antihistamínico de venta libre. En un consultorio, un médico atiende decenas de pacientes a las corridas para que su trabajo le rinda. En la guardia de un hospital, otro paciente cree que el doctor tan bueno no debe ser: no le indicó que tomara nada de lo que él leyó al googlear sus síntomas. En un congreso médico auspiciado por un laboratorio, los médicos participantes que receten equis producto participan por un viaje todo pago a Cancún. En una agencia de publicidad se desarrolla la nueva campaña del jarabe que promocionará el conductor más famoso de la televisión. En un confín de provincia sin cloacas ni agua corriente brotan de un día al otro enfermedades decimonónicas como la tuberculosis o el cólera.

De un extremo a otro, desde el que puede comprar en cantidad medicamentos publicitados hasta en los subtes al que muere por enfermedades perfectamente evitables de contar con la infraestructura mínima, vivimos en una sociedad medicalizada, “un mundo en el que ser sano es una rareza”, dice la doctora y escritora Mónica Müller. Como médica y como ex creativa publicitaria de centenares de productos, entre ellos medicamentos, Müller estuvo de los dos lados del mostrador de eso que en su nuevo libro denomina “la industria de la enfermedad”. El libro es Sana Sana (Sudamericana), que acaba de publicarse y propone, en palabras de la autora, “caminos de regreso al sentido común que la Medicina ha extraviado hace décadas”.

Sentada en su consultorio, un ático luminoso donde la biblioteca llega hasta el techo, Mónica Müller, una mujer de porte elegante y ojos claros, dice que ese extravío es multifactorial: una enredada madeja de prepagas y obras sociales, que aseguran “más salud” a quien pueda pagar más, médicos trabajando en condiciones de explotación, nuevas enfermedades “diagnosticadas” por laboratorios que buscan optimizar el mercado para sus productos, la paranoia que puede desatar una nota en la prensa o la búsqueda en Internet de un cuadro clínico. “Llegados a los cincuenta años, todo el mundo toma medicamentos, cuatro en promedio”, asegura. Lo ve en la práctica médica y en la vida cotidiana: uno de sus “trabajos de campo” para el libro, que no se priva de comentarios filosos y hasta hilarantes por momentos, era ir a observar o comprar a la farmacia, kioscos de lujo donde los medicamentos parecen golosinas. “Veo que gastan la jubilación en remedios: uno para la acidez, otro laxante, dos antihipertensivos, paracetamol o ibuprofeno porque te ‘levantan’. Eso se aprende en la televisión. ¿Está cansado? ¡Tómese una aspirina! Como si fuese un medicamento inocuo, que no lo es.”

HISTORIA DE UNA MAD WOMAN

“La industria médica nos repite –a través de médicos, campañas, publicidad– que no es necesario tener síntomas para estar enfermos y nos persuade amablemente de que todos somos pacientes. Y si no lo somos es porque todavía no nos hemos enterado”, escribe en Sana Sana. La polémica recién empieza: la doctora Mónica Müller no tiene miedo a incomodar, ni siquiera a su propio gremio.

No lo tuvo nunca. En plenos años ’60, era una chica alta, hermosa y sobradora que consiguió la patria potestad de sus padres y dejó el secundario cuando, casi jugando, escribió un aviso publicitario de lápiz labial. Era para un amigo que ganó la cuenta de la marca Coty gracias al texto de Mónica. De la agencia la contrataron enseguida y a los diecisiete años ya ganaba cuatro veces más que su padre. Como el personaje de Peggy Olson en Mad Men, a puro talento fue escalando posiciones en las agencias más importantes de esa época de oro para la publicidad –Gowland, Lautrec, Capurro– hasta ser reconocida, aún hoy, como una de las más brillantes creativas publicitarias argentinas. Enfundada en un traje que parecía del espacio y montada en su bicicleta, Müller cortaba el tránsito sea llegando al Café Moderno o a la Galería del Este, donde merodeaba desde que era una nena; de viaje sola por Europa o descalza por la costa argentina enfundada en unas por entonces escandalosas bikinis.

“Siempre me gustó la publicidad, me fascinaba desde chica, me acuerdo de que veía los avisos y creía que todo era verdad –dice hoy–. Había un mundo de fantasía que la publicidad me disparaba, y ser redactora y participar de ese mundo me encantó.” A sus veinte años, como todos los publicitarios en esa época, se sentía una artista. Algunos pintaban, otros eran músicos. Ella era escritora, había publicado su primer libro, El gato en la sartén, una novela atravesada por el psicoanálisis y las sesiones con LSD –todavía legal a fines de los años ’60– en la famosa clínica de Alberto Fontana, donde muchos publicitarios y artistas de la época se analizaban en grupo.

En una época en que no existían los estudios de mercado sino “la idea delirante que proponía el creativo”, Mónica escandalizaba con avisos como el de las toallas femeninas Modess, donde por primera vez en la publicidad argentina se habló de la menstruación sin evasivas del tipo “para esos días de nervios”. Con los años, llegó a ser directora general creativa, incluso a tener su propia agencia por un breve período, a principio de los años ’90. En total, más de 30 años en los que, un poco por casualidad y otro poco por su interés desde chica en la medicina, le tocó desarrollar y lanzar al mercado medicamentos.

En una especie de mea culpa, escribe en Sana Sana: “Creé avisos para promover la venta de drogas ineficaces que, por la ignorancia y la buena fe de las que sufría entonces por partes iguales y en gran cantidad, me parecían milagrosas. Hice guiones de films destinados a explicar a la profesión médica los beneficios de fármacos que más tarde supe que son dañinos y escribí anuncios inspiradores de confianza para que las madres les dieran a sus hijos medicamentos que hoy sé que son peligrosos”.

¿Cómo pasaste de la publicidad a la medicina?

–Me había quedado siempre la frustración de ser médica, que era mi plan original, pero como empecé a trabajar en publicidad quedé enganchada en esa vida, que por esos años era muy seductora y te daba muchas satisfacciones profesionales. A los 34 años terminé el secundario y me anoté en Medicina en la UBA. Una locura: trabajaba todo el día, iba a la facultad a la noche, volvía a mi casa a cocinar y atender a los chicos, y me ponía a estudiar de madrugada. ¡Me acuerdo de haberme quedado dormida caminando!

Hasta que esos dos mundos, que empezaban a hacerle ruido, colapsaron de golpe: un día, mientras cursaba en el Muñiz y veía a un hombre morir de tuberculosis por no tener el dinero para comprar las drogas necesarias para tratarse, volvió a la agencia, donde hacía una hora la discusión era si los cachetes del angelito de la marca de galletitas tenían que ser rosa tirando a fucsia o tirando a naranja. Así dejó la publicidad, empezó a atender pacientes y a estudiar la especialización en homeopatía. El mundo de la publicidad ya no era el mismo. Ella tampoco.

EL MALESTAR EN EL CUERPO

En Sana Sana, Müller escribe sobre las implicancias del consumo sin control de medicamentos, que en la Argentina es la segunda causa de intoxicación después del alcohol, pero también delinea años de observaciones sobre la relación que una sociedad que estimula sin tregua la productividad y el consumo establece con los parámetros de qué es la salud y qué la enfermedad en sus cuerpos sujetos a control. “Me preguntan si escribí este libro porque soy homeópata, y yo digo que es al revés: soy homeópata porque pienso así”, dice. Pensar así implica una relación con la salud donde se vuelvan a escuchar las señales del cuerpo en vez de reprimir los síntomas, atiborrándolo de remedios que probablemente no necesite.

Una de las ideas más fuertes del libro es en contra de la publicidad y venta libre de medicamentos. ¿Por qué?

–No puede haber publicidad de algo que vos te tragás y actúa sobre tu organismo, medicamentos que si leés con cuidado las contraindicaciones no los tomás nunca más. Porque es necesario un balance: si me puede provocar tal cosa, ¿vale la pena correr el riesgo y tomarlo porque me siento un poco mal por una gripe? ¿No será mejor tomarme un té de jengibre y quedarme en la cama un día? Bancarme el malestar, entenderlo. Pero da mucha tranquilidad ver que el síntoma no está más. Porque hay una cuestión cultural, que nos han inyectado, de no poder tolerar ningún malestar. Ante el síntoma, la pregunta nunca es qué hago, sino “qué tomo”. La solución siempre es química.

En su libro anterior, Pandemia (2010), Müller alertaba, luego del brote a nivel mundial del virus A (N1H1), un tema que retoma en este libro: el peligro del uso de antibióticos que, contrariamente a muchos países, en la Argentina son de venta libre, avalada por los laboratorios. “La idea de ampliar el mercado siempre está flotando en la industria farmacéutica. No tan cínicamente como la gente supone, no son villanos de Batman creando virus. También intento en el libro desmitificar ese tipo de cosas. Los antibióticos, como los corticoides o los remedios para la diabetes, son medicamentos maravillosos, pero están mal usados, en un mercado totalmente desregulado donde los venden como se les canta y la gente los toma como se le ocurre.” Buena alimentación, ejercicio, descanso: muchas enfermedades como el colesterol alto, dice, pueden prevenirse sin necesidad de recurrir a la industria farmacéutica, que trabaja en realidad para el mayor mercado: quienes temen o desean estar enfermos. “Esto lo podemos explicar los homeópatas porque estamos con el paciente el tiempo que haga falta. Pero un médico que tiene diez minutos para atender, no puede. Lo único que puede hacer es agregar una receta más. Y eso, que se llama “polifarmacia” –tomar muchos medicamentos–, está en relación directa con la mortalidad. Se muere mucho más la gente que toma más drogas de las llamadas “preventivas” –para no tener un ACV, para bajar la presión, para dormir bien– que las que toman menos.

MEDICINA EXPRES

Con la irrupción de los buscadores de Internet, también cambió la relación médico-paciente: por un lado, está el peligro de quien busca un síntoma y, como en un curso de medicina exprés, encuentra cien cuadros clínicos gravísimos. Pero por otro, la autoridad paternalista del médico es ahora cuestionada por el paciente. “Me parece muy bien cuando la gente quiere investigar sobre su enfermedad y no quedarse sólo con lo que le dice el médico –dice Müller–. No estoy en desacuerdo con eso. A los médicos tradicionales no les cae nada bien, le dicen al paciente: si no vas a hacer lo que te digo, para qué estás acá. O me cuentan que la opción es o hacer homeopatía o tratarse con ellos, cuando tratar de unir las dos cosas es lo que le hace bien al paciente. Porque en muchísimos casos son absolutamente compatibles. Yo creo que la medicina va a dar un salto cuando todo esto se pueda integrar en beneficio del paciente, y no obligarlo a elegir entre la vía más natural o la hipermedicación.”

¿Cuáles te parecen que son las dos o tres medidas más importantes que desde el Estado deberían plantearse?

–En principio, prohibir absolutamente la publicidad de medicamentos. Cambiar la relación con las prepagas para que no exploten a los médicos. No puede ser, por otro lado, que los médicos empleados de un laboratorio o una empresa difundan y promuevan el uso de tal droga. Pero mientras la lógica de mercado sea la que maneje el sistema de salud, esto es imposible de arreglar en todo el mundo: la industria farmacéutica es la más grande después del tráfico de armas.

Si es tan difícil de modificar, ¿cómo recuperar entonces esa soberanía del cuerpo de la cual hablás en el libro?

–No podemos hacer nada por cambiar el sistema de salud cada uno de nosotros, pero sí individualmente o comunitariamente defendernos de esa presión. Parar y escuchar al cuerpo. No estoy proponiendo sufrir ni pasarla mal. Pero si un nene sano tiene fiebre, por ejemplo, ¿por qué se lo impiden? La fiebre desencadena una cascada inmunitaria maravillosa, que mata las bacterias y lo protege para el futuro. Yo creo que hay que aprender a enfermarse de nuevo, eso es aprender a curarse también. Si uno tiene diarrea, hay que cagar, no hay otra. Están saliendo los tóxicos y las bacterias.

¿Y qué pasa con las vacunas, por ejemplo?

–Son temas polémicos, que hay que debatir. No puede ser que se nos impongan obligatoriamente. No digo que no hay que vacunar, ojo. Pero las vacunas pasan, no dan inmunidad de por vida, y lo que queda es la instrucción y la infraestructura: donde se vive como en la Edad Media, se enferma y se muere como en la Edad Media. Yo siempre fantaseo con un “supraministerio” que englobe salud, vivienda y desarrollo, porque ésa es la base de la prevención. El Ministerio de Salud hoy está comunicando muy bien, pero si no hay cloacas... ¿qué puede hacer? Quiero decir que, salvo en casos extraordinarios como los antibióticos, por ejemplo, el pensamiento lógico, inteligente, puede ser más efectivo sobre la salud pública que el pensamiento científico. Esos son los médicos para mí más brillantes: Florencio Escardó, Ramón Carrillo. Esos son los que en vez de dar una pastillita a una persona pueden mirar más en general qué es lo que está pasando.

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