SERIES. IAN RICHARDSON EN LA VERSIóN ORIGINAL DE LA BBC DE HOUSE OF CARDS
› Por Paula Vázquez Prieto
Uno de los directores más consecuentes en su admiración por William Shakespeare fue, sin lugar a dudas, Orson Welles. Adaptó varias de sus obras al cine, la radio y la televisión, vistió las ropas de sus personajes en pantalla, en escena dio voz a sus monólogos en radioteatros y en el off de especiales televisivos, y se confesó admirador en cada entrevista en la que se mencionaba al famoso dramaturgo inglés. Pero esa ferviente predilección por el poeta isabelino nunca lo turbó en sus apreciaciones más filosas: “Uno de los temas más notables en Shakespeare es que sus personajes más interesantes tienen todos la moral del siglo XIX; todos son unos traidores. Y aunque sea muy distinto lo que se haya podido decir al respecto, Shakespeare, hombre del Renacimiento, no deja de ser un sinvergüenza. Por ello sus personajes lo son o, en realidad, están obligados a serlo”, le espetaba al crítico francés André Bazin cómodamente sentado en su lujosa habitación del Ritz de París, allá por la década del ’50.
Si hubo un hombre bigger than life, como se solía decir de esos egos desmedidos y arrobadores que no sólo llenaban la pantalla con su presencia sino que desbordaban cualquier contención narrativa posible, ése fue el mítico creador del ciudadano Charles Foster Kane. Pero también lo fueron cada uno de esos fascinantes personajes maquiavélicos salidos de la inagotable imaginación shakespeareana como Macbeth, el Yago de Otelo o el mismísimo Ricardo III, quienes todavía hoy cosechan émulos en las ficciones contemporáneas. Odiosos, desagradables, moralmente inquietantes, los traidores de Shakespeare son atractivos a causa de su humanidad, no de sus ideas. Sus artimañas para hacerse con el poder nos atraen más allá del juicio moral que podemos establecer sobre sus intenciones: nos ponen frente a frente con los oscuros deseos ancestrales de poder y trascendencia. Y si de traidores atractivos se trata, es innegable que muchos piensan hoy en el cínico Kevin Spacey de la House of Cards de Netflix, famoso por su inescrupulosa escalada en la escena política estadounidense, dejando a su paso un tendal de decepciones, incredulidades y algún que otro cadáver. Pero, aunque muchos lo ignoren, el Francis Underwood de Spacey tuvo un original británico en la piel de Ian Richardson, actor shakespeareano de pura cepa, quien dio vida a otro Francis que también lucubró artilugios y consignó prebendas, pero lo hizo en la Inglaterra post-Thatcher, poniendo en escena un ácido retrato de la política británica en plena era neoliberal.
El British Arts Centre (BAC) presenta a partir del 31 de julio la serie House of Cards, producida por la BBC en 1990 y basada en la novela del político y periodista Michael Dobbs, quien conocía muy bien el mundillo de la política, sus secretos y traiciones, no sólo por su rol como corresponsal en Washington, durante el escándalo del Watergate en el gobierno de Richard Nixon, sino por su posterior irrupción en las filas del Partido Conservador. A modo de thriller político dividido en tres partes –a la primera, llamada House of Cards, la siguieron To Play the King (1993) y The Final Cut (1995), todas de cuatro capítulos–, la versión británica de ese castillo de naipes comienza cuando Margaret Thatcher ha dejado su cargo como primera ministra y diversos candidatos dentro del Partido Conservador se aprestan a dar batalla por la sucesión. Francis Urquhart (Richardson) es el líder de la bancada conservadora en el Parlamento y emerge como el consultor ineludible de los próximos pasos a seguir. Exponente de una clase acomodada, bien asentada en sus privilegios, con modales refinados y cultivado espiritualmente, el Francis insular es un hombre sereno y manipulador, con una clara conciencia de que su poder reside en moverse sigilosamente en las sombras, con astucia y sin demasiado alarde de sus aspiraciones. Ante la elección de un candidato de corte liberal como primer ministro, apoyado apenas por una escasa mayoría, quien además le niega injerencia en la elección del gabinete, Urquhart no se resigna a perder su cuota de poder sino que toma impulso para acrecentarla. A partir de allí, la serie mostrará primero su meteórico ascenso dentro del partido, y luego en los niveles más altos de la dirigencia británica, al ritmo de las intrigas más espurias y las maquinaciones más ingeniosas que puedan haberse visto.
El estilo de Urquhart se sostiene en dos pilares: por un lado, en la pluma del guionista Andrew Davies, quien modela la prosa literaria de Dobbs con un humor punzante y negrísimo que insinuó aunque no pudo desarrollar del todo en sus incursiones cinematográficas como El diario de Bridget Jones o El sastre de Panamá, pero sí en miniseries como Sensatez y sentimientos, también de la BBC y basada en el clásico de Jane Austen, o en la reciente Mr. Selfridge, protagonizada por Jeremy Piven; y, por el otro, en la sarcástica interpretación del genial Ian Richardson, ganador del premio Bafta por esta interpretación. Su complicidad con el espectador se construye a partir de una mirada a cámara desenvuelta y una locuacidad medida y calculada, que serán evocadas por el Francis estadounidense, pero sin esa frialdad pasmosa que le permite el duro retrato de su clase. Porque, a diferencia de lo que ocurre en la versión de David Fincher para Netflix, aquí no hay ascenso social. Mientras Urquhart pertenece a la crema y nata de una clase que no tiene empacho en jactarse abiertamente de sus privilegios, el Underwood de Spacey destila una falsa modestia propia de los ascendidos, ya sea por méritos propios o ajenos. Por ello, si la esposa que interpreta Robin Wright está más cerca de una mujer con ambiciones pero culposa, la verdadera lady Macbeth que acompaña a Urquhart en su conquista del partido de los tories es la voz deleznable de la más cruda ambición.
Con ecos de un universo más trágico que melodramático, apoyado en aquello de que ningún héroe –en este caso antihéroe– alcanza la gloria si no es consciente de su propio destino, Urquhart avanza posiciones con la astucia de quien se sabe rodeado de mayores amenazas que bonanzas. Adaptación renacentista de un Mefistófeles preocupado más por sus aliados que por sus adversarios, quien aspira al control total del gobierno británico también ejerce ese rol como narrador, desplegando una seducción subterránea sobre el espectador, sin excesos de confianza –que en la estadounidense es un pecado que lo deja por momentos al descubierto– y sin ribetes manieristas. House of Cards es un ingenioso retrato de un período clave de la política de Gran Bretaña: un tiempo marcado por el desafío de continuar un liderazgo despiadado como el que Margaret Thatcher había ejercido en los ’80, y la preparación para una década que marcaría el futuro con las más oscuras premoniciones.
House of Cards puede verse los jueves de agosto, septiembre y octubre a las 18, en el British Arts Centre, Suipacha 1333.
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