Dom 07.09.2014
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NADA PERSONAL

› Por Sergio Pujol

Al principio, Soda Stereo no nos gustaba, dicho esto con cierta pretensión de vocero generacional. Puestos a la defensiva contra todo lo que oliera o sonara a posmodernismo –que en música se relacionaba con el reciclaje y el bricolage, pero también con la levedad y la falta de pasión–, las primeras canciones de Gustavo Cerati eran gélidas y perfectas, pero también sencillas armónicamente –eran años de petulancias tonales y atonales– y un tanto esquemáticas en sus ritmos, si bien Charly Alberti era un baterista radiante.

Pues bien, estábamos equivocados, si acaso se puede hablar así del gusto artístico en un momento dado. Afortunadamente, la belleza de aquella música, tan bien tocada y tan bien cantada, pronto conquistó a todos los adeptos posibles: a los incondicionales (fans), a los ocasionales (de menú sonoro variopinto y escucha de atención flotante) y a los desconfiados (cazadores infatigables del nihilismo del fin de la Historia). El arte de la canción de Gustavo Cerati se desprendió de sus posibles referentes, en un gesto de autonomía artística infrecuente en cualquier escena musical del mundo. Y ya no sirvió de nada rastrear influencias o tratar de entender el fenómeno local con explicaciones globalizadas.

La música se impuso de modo asertivo. ¡Qué bien sonaba ese trío, con cuánta independencia de gadgets electrónicos se movían sus integrantes! En ese sentido, Soda Stereo compartía con Los Redondos la destreza del vivo, el reto bien asumido de hacer música en tiempo y espacio reales. Pero todo eso sucedía sin perder esa misma cualidad de superficie muy pulida que al principio nos había maldispuesto. Sucedió que esa superficie tenía su reverso. Y que Soda Stereo tenía ironía. En fin, que las cosas no eran exactamente como parecían (¿no es eso el arte?). Que la sensualidad expectante de “Persiana americana” escondía más crítica que frivolidad. Que el mareo del que quería escapar el personaje de “Nada personal” remitía al sujeto angustiado de “Viernes 3 AM”. Que por más que el trío trabajara con obsesión su imagen, su look, su fotogenia escandalosa, su vicio por las pasarelas del estrellato, la fauna de sus canciones era tratada impiadosamente, con lo cual la mordacidad se refractaba en ese mundo “ochentoso” y volvía, lacerante, sobre los propios emisores. Y éste era un gesto de mucha audacia. Al fin y al cabo, ¿de qué servía pertenecer al jet-set?; ¿por qué resultaba tan difícil superar los amores de música ligera?; ¿qué clase de hombres y mujeres vivían inmersos en la “nada dietética”?; ¿hasta dónde había que caer para tocar fondo en la ciudad de la furia?

Es posible que al participar del disco de Leda Valladares Grito en el cielo, Cerati haya querido darse un baño de bagualas ancestrales, lejos de la locura masiva que había despertado Soda Stereo en la Argentina y en buena parte de América latina. Era un escape físico y espiritual. Un viaje en busca de sanación. Pero también era una manera de advertirle a cierto sector de su público que la figura del joven moderno y posmoderno (sólo en el rock estas categorías parecían equivalentes) era también una construcción artística. Y como tal, una estrategia para decir cosas poco agradables, nada corteses. Aún no sabemos si las canciones de Soda formarán parte del clasicismo del futuro. Por lo pronto, hoy nos ayudan a entender, como pocos artefactos culturales de su tiempo, cómo se pudo ser cuestionador y masivo (rockero y pop) en el país de Alfonsín y Menem.

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