Bertolt Brecht entendió mejor que nadie en el siglo XX que aquello que suele llamarse orden dado no es algo natural, sino el resultado de una serie de relaciones de fuerza, y supo que el teatro era una herramienta privilegiada para evidenciar eso. Así, buscó alejar al espectador de la situación de encantamiento acrítico para, en cambio, dotarlo de la posibilidad de una visión más amplia de las circunstancias que se le mostraban. Reflexionó sobre los fenómenos de identificación y distanciamiento y entendió que propiciando una alternancia entre ambos, entre empatía emocional y extrañamiento, podía lograr en la platea una forma de entretenimiento más compleja. Siempre interesado en el teatro como arte narrativo, creó gran cantidad de argumentos a la vez que elaboró versiones de textos de los más diversos orígenes. En todos los casos, se ocupó de señalar que un argumento no es un material inocente, sino algo construido a partir de convenciones que suelen ser resultado de lógicas dominantes. Y buscó revolucionar la escena y emancipar al espectador de su tiempo con el empleo de nuevas convenciones. Trabajó con un objetivo concreto y aun así no redujo la capacidad de sentido de sus obras a un discurso personal. El marxismo fue para él menos un camino hacia una filiación partidaria que una clave de proceder artístico y, en consecuencia, político. En ese sentido, su obra logra algo casi imposible de tan excepcional: la coexistencia de discurso ideológico explícito con discurso artístico en igualdad de potencia e intensidad.

Invocar a Brecht es, para nosotros, visitar algunos de sus mundos y poner en práctica algunos de sus recursos escénicos. Pero, por sobre todo, cuestionar nuestro proceder habitual y ensayar un teatro que no sea sólo productor de ideas sino, además, vehículo de ideas. Un teatro lleno de propósitos extrateatrales pero, aún, lleno de teatralidad. Uno que no nos tenga a nosotros como primer espectador, sino ahí, entre la gente.