Santiago Meza López, El Pozolero, fue detenido en enero de 2009 y permanece detenido en el penal de máxima seguridad de Almoloya. Reconoció haber disuelto en soda cáustica los cuerpos de 300 personas, asesinadas por los cárteles para los que trabajó.
› Por Marcela Turati
Irma dice que su esposo está en la cárcel porque fue enrolado en el narcotráfico cuando migró a Tijuana a buscar trabajo como albañil. Ella no lo dirá, pero está probado que se inició con el cártel de Tijuana, comandado por los hermanos Arellano Félix, amos de esa ciudad fronteriza, y terminó en el de Sinaloa.
Santiago Meza López trabajaba para el narco, pero Irma se rehúsa a creer que dentro de la cadena productiva del crimen organizado “su viejito”, su marido, su Santiago, haya hecho el trabajo que dicen que hizo. El que ella no puede pronunciar. Eso.
–Le ofrecieron el trabajo ése de... de... de... Porque él decía: “Yo prefiero mi trabajo a que ustedes se mueran de hambre”.
Irma tartamudea. A unos metros, Irene, su hija, se reactiva como un muñeco con resorte, alza el rostro y grita:
–¡Que no dicen que ya no pudo caminar y aceptó!
Irma se da vuelta para mirarla. Está acostumbrada a esas intervenciones de la chica, que nació enferma.
–El, mi viejito, aceptó el trabajo de... ¿cómo le puedo decir?, si hasta se me hace feo.
–¿Empezó como vendedor?
–No, como mandadero. “Mueve esto, trae a mi familia, pasa por mí.” El mal trabajo lo ofrecían así, y la mera necesidad lo empujó a aceptar.
Irma y su familia no son de Tecate. Se mudaron a esta frontera veinte años atrás, para ahuyentar la miseria, dejando Sinaloa: un caluroso estado junto al Océano Pacífico, famoso por su pesca, sus playas, su producción de vegetales, de marihuana y de capos del narcotráfico.
Irma y Santiago fueron novios desde la infancia. Cuando se conocieron, en la ciudad de Guamúchil, Sinaloa, ella tenía 9 y él 11. Vivían en el mismo barrio pobre y periférico, donde mucha gente se dedicaba a buscar lodo colorado para hacer ladrillos y venderlos.
Para describir a “su viejito” y defender su inocencia, Irma recurre a una anécdota del día en que, ya casados, ella se enfadó porque su casa estaba invadida por gatos recién nacidos y pidió a unos niños que los abandonaran en un basurero cercano. Cuando Santiago llegó a casa y no los encontró, quiso saber qué había ocurrido.
–Los mandé tirar porque yo no quiero tanto cochinero –lo retó ella.
–¿Y qué si te hubieran tirado a ti? –preguntó el esposo, molesto, antes de mandar a los niños a rescatar a los animales.
Así era el hombre con el que se casó hace 30 años: un hombre que, dice, no merece el horrendo apodo con el que se le conoce.
–Si él no se animaba porque le daban lástima los animales, ¿cree que le va a quitar la vida a las personas? A mí hasta la fecha me da coraje. A él siempre, siempre le decían por su nombre. Nunca de otra forma. No sé ese nombre que dicen de dónde lo sacaron.
Irma se enreda para referirse al apodo con el que el ejército presentó a su marido ante la prensa, el sobrenombre que lo hizo famoso y se quedó clavado en las pesadillas de los mexicanos: El Pozolero.
El pozole es un caldo típico mexicano, hecho a base de granos de maíz, al que se le agrega carne de pollo o de cerdo. Pozolero se le llama al cocinero de ese guiso. Pero en el lenguaje del narco, el pozolero es quien disuelve los cadáveres. Santiago Meza López le puso su rostro a ese oficio. Ese oficio tuvo, en él, su encarnación.
Eso es lo que Irma no se atreve a mencionar: que durante mucho tiempo su esposo, el papá de Irene y el abuelo de la cachorrita, “cocinó” cadáveres con ácido hasta hacerlos desaparecer.
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