“Rude... Rude... Rude...”. Narigona, prepotentemente fea, obcecada con su noviazgo, la Paloma (Diana Maggi) perseguía a codazos a este cuerpo humano inabarcablemente gordo, le cebaba los mates del amor y del desprecio, toleraba sin darse por enterada sus desaires de gaucho huidizo y tímido. El Rudecindo inventaba alguna imperiosa diarrea para huir del asalto amoroso y lograba dos objetivos: eludir al enemigo que aquí asumía la forma de la voracidad sexual y ser cómplice del público, que veía en esa subvariante de la agresión una forma sublime de todas las agresiones que debía padecer en su vida diaria.
El Rude, demás está decirlo, es el cómico argentino Jorge Porcel y el episodio con la Paloma estaba incluido en Porcelandia, uno de los pocos programas de la televisión argentina que hasta 1975 aportaban matices de análisis social valederos, sin caer en el mentiroso naturalismo en circulación por los teleteatros de Alberto Migré.
Plurivalente pero no ambivalente, la imagen de Porcel se metió a través de la pantalla de la televisión en la conciencia de los argentinos. ¿Qué significado adquirió esa figura monstruosamente desobediente a las reglas convencionales de la apostura humana? Algo de su carisma tiene que ver ciertamente con el culto a lo anómalo y desaforado. Pero también puede intuirse en el cariño por Porcel la costumbre inveterada de los pueblos oprimidos de labrarse héroes cuya dimensión física es ajena a la normalidad: así los asirios sojuzgados por Babilonia forjaron al gigante Gilgamesh, protagonista de mil heroísmos y picardías; la clase media inglesa del siglo XVII engendró, junto al demagogo-populista Cromwell, la figura satírica de Gulliver, que pasea su desproporcionada monstruosidad por el país de los enanos. Que los argentinos de hoy encuentren una fuerte imagen proyectiva en ese ser humano de 135 kilos revela, quizá, muchas verdades: entre otras, la contradicción básica en un país de alta productividad alimenticia –y cuyos habitantes han hecho siempre de la alimentación un culto– sometido sin embargo a la enajenación permanente de su fuerza productiva.
No hay que exagerar: el gordo Porcel no es Charles Chaplin, ni Buster Keaton, ni siquiera Jerry Lewis. Buena parte de sus posibilidades de penetración depende de su carisma físico y no de una elaboración consciente del mensaje que, inconscientemente, transmite. El gordo de América –cuarta película suya, estrenada hace una semana– confirma plenamente las limitaciones de ese símbolo y de sus significados. Si el film es malo, no es atribuible a eso que la crítica pequeño-burguesa llama la “falta de libertad creativa”. El libro es del mismo Porcel; el envoltorio técnico del muy profesional Enrique Cahen Salaberry; la producción es generosa, dentro de lo que eso puede significar en el cine argentino. O sea que lo que muestra El gordo de América es un catálogo casi total de las posibilidades del mito Porcel. Porcel ansioso de sexo; Porcel temeroso del sexo; Porcel travestido en mujer grotesca y horripilante: todos esos ingredientes no llegan a conformar una buena comedia, pero sí el repertorio de muchos miedos, inquietudes, terrores y expectativas del pueblo argentino.
Porque antes que nada hay que hacer un distingo entre el Porcel de la televisión y el del cine (para no hablar de otro Porcel, increíblemente grosero y abyecto, el de los teatros de revistas). Pero en la televisión, Porcel suele apuntar una sutil, conmovedora sonrisa, entre las réplicas, los chistes buenos o malos, los gags que ha memorizado; en casi todos los programas de Porcelandia, los reflectoristas, los apuntadores, los traspuntes participaban activamente del espectáculo: Porcel les daba cabida, comentaba con sus ojos resignados la falta de eficacia de un texto, se dejaba tentar, como un cómplice alegre, por las salidas de guión a que se atrevían sus compañeros. Su actitud era claramente la de quien dice mírenme las cosas que estoy obligado a hacer y esa actitud de distanciamiento –brechtiano, ¿por qué no?– agregaba la inevitable connotación crítica a las mediocres críticas que sus personajes estaban ensayando.
El Porcel del cine es distinto: más encasillado por el medio, menos libre para la improvisación, menos posibilitado para arrojar esa crítica espontánea en medio de un chiste malo o de una réplica penosa. En cine, la imagen y los guiones mandan y en El gordo de América resulta evidente que las deficiencias de la espontaneidad pretenden ser corregidas por el intelecto. Es bastante aleccionador que esa tentativa solo tiene algún éxito en aquellos momentos laterales donde Porcel no interviene: en la propuesta de un curda, tan curda (Raimundo Soto), capaz de creer que viaja a Mar del Plata cuando en realidad está volando a Bariloche y de mantener esa ilusión agarrándose, a fuerza de vino y whisky, de pequeñas partículas de la realidad que lo va rozando; o de una futura suegra tan mala (Eloísa Cañizares) que rebasa la caricatura para convertirse en una suerte de suegra hiperrealista, como podía haberla soñado el expresionista alemán George Grosz.
Todo eso no eso no está en El gordo de América, film relativamente fastuoso, aburrido y pedante. Pero de vez en cuando, en el atisbo de un segundo de humanidad filtrado a través de las académicas cámaras de Cahen Salaberry, puede intuirse lo que ese gordo inmenso, tierno y desvalido significa para las clases populares argentinas. Por ejemplo, cuando le pide al supermacho Jorge Martínez, perseguido por centenares de mujeres, la receta para convertirse también él, en un supermacho. “Supermacho no va a ser”, lo desalienta Martínez. “¿Y un macho, nada más...?”, suplica el gordo. “Tampoco...”, contesta, implacable, el galán. “¿Y un machito...?”, implora, casi sin voz, Porcel. “Bueno, si seguís mis consejos, un machito sí”, promete Martínez. Y el gordo, ante la perspectiva, cae al suelo, desmayado. De tanto oír promesas, al gordo –oprimido perpetuo– le da un soponcio cuando los que tienen la manija le permiten acariciar una pequeñísima ilusión.
Publicado en Nuevo Hombre, el 17 de marzo de 1976
El pueblo quedará a la izquierda de la ruta 202, pero todavía no está terminado. Dos casas solamente tendrán un acabado completo: la del poderoso Liske –que servirá también como casa del rabí Isaac Keliner–, otro rancho de adobe y paja, techo alternativo para varias de las familias habitantes de Rajil. La sinagoga, donde dentro de pocas semanas el gordo, torpe y rústico Pascual Liske intentará dar las siete vueltas rituales alrededor de la Torá, consagrando así sus nupcias con la bellísima Raquel, tampoco está construida. Un pequeño cuadrado de madera terciada, rematado por otra forma hexagonal, marca el lugar donde –según el libro cinematográfico de Los gauchos judíos, basado en la obra de Alberto Gerchunoff– podrá reunirse, en los atardeceres entrerrianos, la minján, o sea los diez hebreos mínimos que, a los efectos de la oración, constituyen una colectividad.
Solo que los atardeceres entrerrianos son en realidad lentos atardeceres en Campo de Mayo, provincia de Buenos Aires, en una fracción de tierras que el Comando General del Ejército Argentino cedió para esta filmación. Desde el lunes, el director Juan José Jusid ha plantado sus cámaras a la derecha de la ruta, mientras a la izquierda, unas 15 cuadras más arriba, 35 carpinteros se afanan para que la semana próxima, Rajil esté en condiciones. Una angosta ruta de yuyos aplastados servirá de calle principal –y única– de esta reconstrucción de la pequeña colonia judía donde Gerchunoff pasó su infancia, un pequeño caserío cuya evocación significa sin embargo, en términos materiales, una de las obras más ambiciosas del cine argentino. “Después de La dama duende y de La Quintrala, este pueblito es el trabajo escenográfico más costoso que yo recuerde”, asegura Juan Romano, un veterano que viene dirigiendo construcciones de decorados desde 1935, año en que ayudó a construir otro pueblo, el de El caballo del pueblo. “Estamos terminando dos casas completas, con su exterior e interior totalmente terminados. Las otras cuatro casas sólo tendrán sus fachadas. Para la filmación, no hace falta más” (...)
Desde hace 9 días, Jusid ha comenzado la tarea de darle imágenes a esta austera serie de estampas que Gerchunoff escribió en 1910, a los 27 años, recordando entonces un pasado para él no muy lejano: los días en que sus padres decidieron abandonar la aldea rusa de Proskuroff, los días en que –hostigados por los pogroms cada vez más frecuentes y seducidos por el plan del barón Hirsch y de la Jewish International Agency– emprendieron su larga travesía hacia Entre Ríos. La curiosa estructura del libro –una serie de historias aisladas que se vinculan entre sí por un escenario común y por la presencia de los mismos personajes, alternadamente dispuestos como protagonistas o figuras secundarias– ha obligado a los guionistas a una reescritura total: el equipo, integrado también por Ana María Gerchunoff, una de las hijas del escritor, trabajó durante meses hasta obtener la historia explícita de Rajil, un argumento lineal y cronológico que de algún modo transforma, sin traicionarlo, el mosaico impresionista de Gerchunoff.
Queda en pie, al menos en el guión, el choque brutal entre dos civilizaciones y también la impronta casi traumática de esa colisión. Judíos y gauchos se enfrentan, inesperadamente, en la década del 80 en una de las provincias más fértiles de la Argentina: para Gerchunoff, la evocación de ese hecho atípico da pie a un relato elegíaco, no épico, de la más empinada calidad literaria; para Jusid, a más de 60 años de distancia, la historia puede tener otras implicancias más dramáticas, menos suavizadas por la dulzura del recuerdo (...)
Así encara el equipo de Los gauchos judíos una filmación dura que terminará, si los cálculos son justos, el 10 de enero. Entretanto los actores, todavía confinados a la responsabilidad menor de las escenas de conjunto, están afilando sus armas para las caracterizaciones individuales. Osvaldo Terranova, desde el sulky, presencia la carrera tirado en el piso con casi oriental concupiscencia; China Zorrilla –desde otro sulky vecino– asiste a ese torneo elemental con la prestancia matronil de quien concurre a una función de gala en un teatro de San Petersburgo. El colmo de las precauciones las tomó Oscar Viale, el almacenero de Rajil. Lleva a todas partes su cuaderno de anotaciones, porque –recuerda– en el pueblo se vendía al fiado, tanto a gauchos como a judíos. Pero Viale ha inventado para ese inseparable cuaderno negro una sutileza especial: las compras de los criollos se anotan en castellano, a partir de la primera página; las de los judíos se anotan en caracteres hebreos, comenzando por la página de atrás.
Es casi imposible predecir cómo lucirá en la pantalla esta visión bucólica de Gerchunoff, soñada al amparo de la euforia del Año Centenario, en un momento en que el concepto del crisol de razas teñía el futuro de rosadas ilusiones. Han pasado seis décadas y el monumento literario sigue vigente, aunque muchas de esas ilusiones que sirvieron para nutrirlo han cambiado de signo o se han desvanecido. El lunes, al terminar la filmación, el microómnibus del equipo iba desagotando actores y extras hacia Estudios San Miguel, porque ninguna de las rutas interiores de Campo de Mayo puede ser transitada después de las 19.
Mientras el ómnibus hacía su primer viaje –hicieron falta dos– una cantidad de rabís, mamushkas, ventrudos colonos y gauchitos de fin de siglo se quedó ante el acceso, esperando la vuelta del micro. Un centinela, respetuoso, se acercó al grupo: “Les ruego que se muevan –dijo– porque si se quedan quietos tengo orden de disparar”.
Y comenzaron a moverse, en desorden, los judíos plácidos y las matronas robustas; los gauchitos y los petimetres porteños de 1880. Caminaban de un lado a otro para cumplir con la consigna. Daban vueltas en círculo, simulaban el movimiento.
Se lo veía un tanto alocado, ese mundo pretérito de Alberto Gerchunoff.
Publicado en La Opinión el jueves 14 de noviembre de 1974
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