› Por Mariana Enriquez
El nombre del programa me llamó la atención antes de escucharlo. Piso 93. Algo de rascacielos imposible, de vértigo, ciencia ficción y viento en el pelo; un título que hablaba de la ciudad y del futuro, Blade Runner, High Rise y una ciudad eterna desde ventanales, puntos de luz y neón detrás del vidrio. Y el horario: no sólo empezaba a la medianoche, ya tarde para una chica que debía levantarse temprano -cuando empecé a escuchar Piso 93 iba a la secundaria; lo seguí escuchando en mis primeros años de Universidad, que también fueron dolorosamente mañaneros– sino que duraba hasta cualquier hora, no tenía un horario para el final, podía ser muy corto o muy largo y exigía cierta resistencia. Era un desafío. Yo vivía entonces en un departamento muy chico de La Plata, en la calle 14. No tenía habitación propia y dormía en el sofá del living (era cómodo, pero no era una cama). Si despertaba a mis padres, que debían trabajar o salir a buscar trabajo -hablamos de fines de los ‘80 y principios de los ‘90– era un escándalo. Entonces escuchaba con los auriculares, walkman, con la almohada doblada para no dormirme y si me entusiasmaba mucho salía a fumar al balcón. ¿15, 16 años? No me acuerdo. Sí me acuerdo de que Piso 93 era una obligación como Cerdos & Peces, Caín y una disquería/librería del centro de la ciudad que se llamaba Libro 49 donde conseguía los libros de autores que, muchas veces, alguien nombraba en el programa. Libros de Minotauro, sobre todo. Pero también William Blake.
Miento si digo que recuerdo mucho de Piso 93. Recuerdo la sensación de felicidad incómoda que me provocaba, la misma que me causaban las columnas de Vera Land (¿era una snob insoportable o la mejor chica del mundo?), las notas bestiales de sexo en Cerdos & Peces (“Los secretos del culo”), la música de Piso 93 que a veces no entendía pero que estudiaba porque sabía que eran la llave de mi casa, nada más tenía que aprender el truco de la cerradura. Sí recuerdo la única canción que tengo clarísimo haber escuchado en Piso 93 y en ningún otro lado: “Innocent When You Dream” de Tom Waits. Me desesperó. Tenía algo de circo. Tenía algo de imposible desdicha, de pérdida. Tenía esa voz que a mi nunca me pareció ni de borracho ni ese lugar común de “aguardentosa”, ni de trasnoche ni nada de eso, sino que me parecía agotada, una voz que estaba al final de su capacidad, que había gritado demasiado, durante días, y que ahora cantaba desde ese cansancio con una fuerza inaudita. Una canción con algo de terror y algo de nana cantada por un mal padre que intenta pero no sabe querer. Anoté “Tom Weits” en mi cuaderno. A veces en Piso 93 no decían quiénes eran los artistas y eso era muy frustrante. Años después, con Martín Pérez, que en Piso 93 se llamaba El Gavilán Pollero y era el autor –me entero hace poco– de algunos de los textos que se leían en el programa y que ahora rescata en La vida es otra cosa y llama, sin pudores, poemas, entrevistamos a Tom Waits públicamente en una especie de pesadilla donde Waits se dedicó a maltratarnos pero yo le perdoné todo porque después tocó “You Can Never Hold Back Spring” y todo se llenó de la más brillante luz negra. Ojalá hubiese tocado “Innocent When You Dream”: para mí hubiese tenido más sentido. También capaz si le explicaba esa especie de cierre a Martín se le hubiese pasado un poco la furia por la arrogancia del entrevistado díscolo.
Me gustaría recordar lo que decían los oyentes, que solía ser intenso e hipnótico. Creo que podría ser material de un próximo libro. ¿Alguien guardó esas grabaciones? Para mí eran más importantes que las visitas de famosos al piso: apenas registro las de los Redondos por ejemplo, y era fan, pero no sé, la gente hablando sobre la muerte y el amor a esa hora me impresionaba mucho. Algo más recuerdo claramente: una noche, todos los que estaban en el piso discutían si Beatles o Stones. Estaba dividida la cosa. Yo hacía fuerza mental y Rafa Hernández me escuchó. “Cuando sos virgen escuchás a Los Beatles, cuando cogés a los Stones”, dijo. La boutade fue retrucada a los gritos por los demás, pero yo internamente decía “gracias, gracias”; ahí arriba cerca del cielo de la ciudad que yo imaginaba perpetuamente gris –para mí Piso 93 se transmitía desde un universo paralelo– alguien entendía, alguien sabía que esa inocencia de las canciones de Los Beatles, esos juegos de palabras, esa nostalgia de la infancia no tenía nada que ver con mi vida; esa alegría me daba odio, mi cabeza quería escuchar sobre no conseguir refugio, sobre cuartos de hotel arrasados, sobre camas de hospital, amor y guerra.
No se cuando dejé de escuchar Piso 93. En La vida es otra cosa, Martín Pérez dice que duró siete años y que los últimos iba los domingos. No lo recuerdo. Ya mi vida era otra cosa, supongo. Ya me habían puesto el mapa del territorio en la mano y ya sabía recorrerlo sola.
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