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Domingo, 19 de septiembre de 2004

La voz del futuro

POR DIEGO FISCHERMAN
Como Lönrot para Borges o Larsen en el caso de Onetti, el ritmo de consonantes que se escucha en “Vökuró” –la bellísima cuarta canción de su último álbum– e, incluso, la mera mención de un nombre como Björk Gottmundsdóttir, pueden resultar irresistibles. Conviene recordar, entonces, que el disco se llama Medúlla, una palabra indudablemente exótica para quien se refiera corrientemente con el término marrow a esa parte del sistema nervioso que en los bodegones todavía suele llamarse caracú. Conviene olvidarse, entonces, de algunos lugares comunes. Prohibir la palabra “duende”, ni hablar de “elfo” y, en lo posible, evitar “Islandia”. Dejar de lado aquel grupo llamado Mierda (Kukl, en el idioma original), el reconocimiento como actriz en Cannes, la relación epistolar con Karlheinz Stockhausen, su pareja con el artista plástico Matthew Barney y la casa a orillas del Hudson que alguna vez perteneció a Noël Coward. Rechazar las sospechas de la precámbrica corporación del rock actual sobre cualquier cosa que suene un poco bien o, por lo menos, elaborada –sospechas que ya se ciernen sobre el brillante Medúlla. Y, sobre todo, abandonar la idea de que se trata de un disco a capella. Que la utilización de samplers y procesamientos electrónicos del sonido se consideren, a esta altura del partido, ausencia de instrumentos, es un punto de vista (por lo menos) conservador.
Resulta mucho más interesante, en todo caso, escuchar la infinidad de capas sonoras. Sumergirse en la complejidad rítmica (ritmos marcados por las articulaciones de las sílabas en las diferentes voces, como en la vieja polifonía flamenca del Renacimiento). Reparar en una canción perfecta como “Desired Constellation” y en su exquisito tratamiento, sí, instrumental. En su sexto disco solista, Björk dialoga, eventualmente, con otras tradiciones que la del rock y el pop. Tradiciones que, sin embargo, surgen en algunos casos del rock, o, por lo menos, estuvieron equidistantes, mientras pudieron, entre él, la herencia de John Cage y el free jazz: la vanguardia para-académica neoyorquina, los experimentos vocales de Meredith Monk y, más cerca, John Zorn, cuyo colaborador habitual, Mike Patton, es uno de los coprotagonistas de Medúlla. Su presencia en el disco, junto a la de Robert Wyatt (dos presencias del pasado, podría decirse) parece hablar de una mirada hacia el futuro que desconfía poderosamente del presente. Aquí, además, la voz aparece en muchos casos desnaturalizada, objetivada. El uso del susurro, el grito y los chasquidos, la ponen en escena como instrumento. En un momento en que lo más interesante del trabajo electrónico con el sonido sucede más cerca de Radiohead que de los recoletos cenáculos de la música clásica, el último disco de Björk trasciende a la vez los escuetos límites del pop y la momificada y salitrosa estética de los epígonos de Pierre Schaeffer. Importan poco las reacciones de las tribus. Importa la médula.

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