Domingo, 13 de noviembre de 2005 | Hoy
Por Federico Kukso
No hay universitario argentino que pueda decir que nunca escuchó hablar de Gregorio Klimovsky. Es un hecho: haya sido uno estudiante de Letras, Ingeniería, Comunicación o Derecho, en algún momento de la carrera el nombre del epistemólogo cayó por sí solo en la nómina casi interminable de autores “a leer”. Pero en el caso de Klimovsky ocurre además algo curioso: inevitablemente, el autor y sus (varios) textos dan la bienvenida a ese otro mundo dentro del mundo llamado universidad. Como Marx, Foucault, Nietzsche o Mario Bunge, el nombre de Klimovsky inunda con su omnipresencia los primeros apuntes –un soporte de segunda mano en comparación al libro– que frente a los ojos del universitario debutante asoman como jeroglíficos, crípticos e ilegibles a la vez.
En la mayoría de los casos, la de este autor es la voz de peso, la autoridad que introduce al alumnado en el CBC al pensamiento científico y a los vericuetos de la lógica (¿quién olvida, al menos de nombre, al “modus tollens” o enunciados como “p entonces q”?). Tiene su razón: al fin y al cabo, Klimovsky es considerado el iniciador de la filosofía de la ciencia en la Argentina, una eminencia a quien hasta el profesor más antiguo y emérito trata de “usted” y se pone de pie frente a su presencia.
Pero como ocurre con otros intelectuales, sucede con Klimovsky: muchas veces el autor –cuyas palabras son leídas, repetidas, memorizadas y luego olvidadas–, sin que medie aquí su voluntad, pierde su cuota de humanidad y queda petrificado en el interior del mismo texto. Como si fuera un acto sintomático del andar académico, el lector –que accede a recortes efímeros en vez de disfrutar la obra completa de un pensador– pierde toda noción de la existencia mundana del autor en cuestión por fuera de las hojas de papel –¿está vivo?, ¿es argentino?–, condenándolo si no al olvido, al menos a un plano secundario y lejano de su propia realidad.
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