Dom 14.01.2007
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Los ’90 fueron una mentira

› Por Peter Biskind

Una fría y despejada mañana de noviembre de 1979, Robert Redford, una de las estrellas más rutilantes de los años ’70, inauguró un congreso de tres días para directores de cine y otros profesionales de las artes, y lo hizo en su casa, un albergue para esquiadores, con grandes vigas, en las laderas de los Timpanogos, en el North Fork de Provo Canyon, Utah. Sólo había pasado una década desde que Busco mi destino estallara en las pantallas haciendo estallar la revolución del Nuevo Hollywood de los años ’70 y cambiando las cosas para siempre; al menos, eso parecía entonces. Cuando esa época extraordinaria se acercaba a su fin, Kramer contra Kramer, la película más taquillera del año, recaudó más de cien millones de dólares; All That Jazz, de Bob Fosse, fue un gran éxito, y también Apocalypse Now!, de Francis Ford Coppola. Una de las películas más grandes de esa generación –Toro salvaje, de Martin Scorsese– seguía vivita y coleando, y también La puerta del cielo, de Michael Cimino, lo que equivale a decir que el palacio de la sabiduría al que había conducido el camino de los excesos de esa década pronto se derrumbó con gran estrépito. En una especie de preestreno de las cosas que no tardarían en suceder, los jóvenes que ese año fueron al cine también hicieron cola para ver la primera entrega de Star Trek y la segunda parte de Rocky, Terror en Amityville, Buck Rogers en el siglo 25, Huracán y Meteoro.

“Bob solía decir: ‘Esto no es el Sundance de Robert Redford, es de todos ustedes’. Y aunque apreciábamos la intención del comentario, sabíamos que era una idiotez. Muchos le dedicamos una tremenda cantidad de tiempo y lo único que nos llevamos fue un cenicero plateado.”

El Nuevo Hollywood había terminado más o menos en 1975, cuando los ejércitos de Ho Chi Minh entraron en Saigón: Mike Ovitz –que pasaría de lo sublime a lo ridículo– fundó Creative Artist Agency (CAA, una de las principales agencias junto con William Morris e International Creative Management); Robert Evans dejó libres los despachos para ejecutivos de Paramount, y Universal estrenó Tiburón, de Steven Spielberg, el primer megaéxito de taquilla. En la segunda mitad de la década ya había retrocedido la marea de los movimientos pacifistas y de defensa de los derechos humanos que había sacado a flote a tantas películas del Nuevo Hollywood, dejando a la vista así una turbia extensión de bajíos repletos de basura de los estudios. Cuando el tsunami llamado Ronald Reagan arrasó todo lo que se le ponía por delante, el mercado reemplazó a Mao, el Wall Street Journal derrotó al Pequeño Libro Rojo y la economía basada en la oferta suplantó al poder del pueblo. Los boomers, los hijos de la explosión demográfica, los que libraron la guerra contra la guerra, se acercaban ya a la mediana edad, disponiéndose a ceder su puesto a la siguiente oleada demográfica, a los codiciosos, los miembros de la Me–Generation de los años ’80 (el apogeo del individualismo), seguidos por los de la Generación X o los holgazanes slackers de principios de los años ’90, que no se preocupaban ni por los hippies de los ’60 ni por los yuppies de los ’80.

En Hollywood, el nuevo régimen televisivo de Paramount recuperó el asilo ocupado por los niños mimados del cine, que, como el Randle McMurphy interpretado por Jack Nicholson en Alguien voló sobre el nido del cucú, habían desaparecido con el carrito de la medicación. Los jefes de estudio, sentados muy contentos y a horcajadas en las bolsas de dólares con las etiquetas de Fiebre del sábado por la noche y Superman, habían alzado el puente levadizo, dejando encallados a directores apenas comerciales como Peter Bogdanovich, Bob Rafelson, Billy Friedkin, Hal Ashby e, incluso, al final, Scorsese y Coppola. Cuando E.T. arrasó durante todo el verano de 1982, rematando lo que había empezado La guerra de las galaxias, los estudios comenzaron un viaje propio, esta vez alimentado con dinero, no con drogas.

En ese eterno tira y afloja entre el arte y el comercio que es Hollywood, los productores musculosos arrastraban a los directores escuálidos y ciegos de cocaína, a través del naufragio de los ‘70, hacia su propio territorio, lo que equivale a decir que el comercio fue el vencedor. En la década siguiente, los géneros que solían ser clásicos de los estudios –como las películas familiares– emigraron a la televisión, empujando a los estudios más importantes en la dirección de las películas-atracción en un intento de capitalizar lo invertido.

Roger Corman, productor de películas de clase B en los años ’60 y principios de los ’70, solía quejarse de haber pasado momentos duros en los años ’80, cuando las películas de clase B pasaron de ser de clase A, con auténticas estrellas y presupuestos muy superiores. Hollywood abandonó la experimentación de la década anterior, perdiendo interés por las películas sin pretensiones sobre gente real y su modo de vida –La última película, Conocimiento carnal, Mi vida es mi vida– en favor de fantasías que costaban un dineral. Todo lo que en los años ’70 se había vuelto patas arriba volvió a ponerse del derecho. Los policías recuperaron su brillo, aunque fueran negros y, por lo tanto, peces fuera del agua, como Eddie Murphy en el ciclo Un detective suelto en Hollywood. Los soldados rasos volvieron a ser tropas de elite, y personajes de tira cómica, como Rambo, inflados como globos en el desfile del Día de Acción de Gracias de los grandes almacenes Macy, intentaron ganar la guerra de Vietnam, mientras Superman y Batman volvían a librar las mismas batallas que Harry el sucio y Paul Kersey (El justiciero) habían ganado diez años antes... y sin capa. Con los blandos guiando a los blandos, las fantasías de Spielberg, ambientadas en barrios residenciales, sustituyeron a las calles peligrosas de Scorsese. Los intentos utópicos de desafiar al sistema, lanzados por los directores más visionarios del Nuevo Hollywood –Coppola y George Lucas– habían fracasado en el caso de Coppola, o tenido demasiado éxito, como el imperio Skywalker de Lucas. No se le podía echar la culpa a gente como Robert Redford simplemente por darle la espalda a todo ese penoso desastre.

Redford no era un famoso de andar por casa. Aunque virtualmente era sinónimo del glamour de Hollywood, él se veía a sí mismo como un intruso. Demasiado convencional y conservador en sus hábitos personales, y demasiado prisionero de los vehículos para estrellas hechos a mano por George Roy Hill y Sydney Pollack, Redford no estaba dispuesto a presentarse voluntario para la siguiente película de Dennis Hopper, es decir, no iba a montarse de un salto en el expreso del Nuevo Hollywood con sus vagones llenos de sexo, drogas y rock and roll. Siguió casado muchos años con Lola Van Wagenen, y en las columnas de chismes era un desconocido. Por otra parte, era demasiado liberal para unirse al viejo grupo dirigente de Hollywood; a lo largo de toda su carrera se dedicó por entero a desplegar el poder que confiere la fama con vistas a articular un cambio social de signo progresista, mostrando particular afinidad por el medio ambiente y los derechos de los nativos norteamericanos.

Con todo, pese a su desprecio por Hollywood y su indiferencia por las trampas de la fama, y pese a todo ese aspaviento de ser un ciudadano de a pie, Redford siguió siendo, en muchos aspectos, la gran estrella. Aunque de voz suave y amable, era conocido por hacer esperar a la gente, por cancelar citas y no cumplir los compromisos. En Hollywood, todo el mundo sabía que cerrar un trato con Redford significaba caer en el infierno del “desarrollo” –notas de guión, guiones escritos, reescritos y vueltos a reescribir–, un círculo vicioso que casi siempre conducía a ninguna parte. Acostumbrado a que lo adularan, a que lo tratasen con deferencia y a que le dijeran a todo que sí, desconfiaba de quienes lo rodeaban. Valoraba la lealtad, y la correspondía... a veces. Se negaba a delegar, pero actuaba de manera lenta e indecisa. Cauteloso por naturaleza, y casi paralizado por el perfeccionismo, siempre veía segundas intenciones en la gente que lo rodeaba. Podía ser encantador y divertido pero, como dijo un antiguo empleado: “No es una persona sociable”.

Aunque durante una década Redford había sido uno de los actores más taquilleros de Hollywood, cuando a finales de los años ’70 echó un vistazo a su alrededor, no le gustó lo que vio. Diez años antes, los estudios habían estado tan desesperados, que directores como Scorsese y Robert Altman, que en los ’80 habrían sido –y casi lo fueron– independientes, pudieron trabajar dentro del sistema, razón por la cual una institución como la que Redford pensaba crear habría sido superflua. Sin embargo, el paisaje había cambiado tan radicalmente desde entonces, que de pronto la idea se convirtió en una necesidad. Redford comprendió que los directores más creativos estaban cada vez más excluidos del sistema. También reconoció que, si un aspirante a cineasta era marrón, negro, rojo o mujer, mejor que se olvidara; las posibilidades de que alguno de sus proyectos se rodara eran prácticamente nulas. Sabía que la cinematografía independiente era normalmente una empresa de fondo fiduciario porque, excepto unas pocas subvenciones nacionales y el dinero de los amigos de la familia, ortodoncistas, oculistas, etc., pocos fondos había para producir películas. Recaudar fondos, por no hablar de escribir, elegir el reparto, rodar y montar, constituía un esfuerzo brutal, un trabajo pesadísimo que podía durar años y, si por obra de algún milagro todo adquiría alguna forma, los directores solían descubrir, de acuerdo con el puñado de distribuidoras minúsculas y emergentes, que ellos mismos tenían que estrenar sus películas, lo cual los dejaba exhaustos, desencantados y sin un dólar. En suma, que los independientes necesitaban ayuda.

Redford pensaba que la cultura cinematográfica norteamericana podía aportar algo más que trasnochadas continuaciones y refritos; que, históricamente, antes de la renovada hegemonía de los estudios, el cine había sido un medio de expresión para genuinos artistas, y que podía volver a serlo si esos artistas encontraban un sitio en el que refugiarse del mercado el tiempo necesario para educar sus capacidades y encontrar su voz. Por extraño que pueda parecer, Redford tenía o creía tener alguna experiencia de primera mano con los problemas con los que esos directores se topaban. Como ha dicho en reiteradas ocasiones: “Sabía qué significaba distribuir una película producida por uno mismo. En 1969 llevé bajo el brazo El descenso de la muerte, librando las mismas batallas que la mayoría”. Y así fue como comprendió, como él mismo dice, el dilema del director que “se pasaba dos años haciendo su película y luego otros dos años distribuyéndola, sólo para descubrir que no puede ganar dinero con ella y que ha perdido cuatro años de su vida. Y pensé: ése es el que necesita ayuda”.

A mediados de los años ’60, Redford había comprado unas tierras semisalvajes al abrigo de una profunda garganta, a unos dos mil metros de altura en las Wasatch, Utah. Después compró la parcela de al lado, y la siguiente, y tras ganar bastante dinero con Butch Cassidy y Sundance Kid, su gran éxito, el 1º de agosto de 1968 él y sus socios compraron la estación de esquí y de deportes de Timp Haven. Debió de pensar: “Abre una estación de esquí y vendrán”. Lo que no sabía era que, debido a su altitud, relativamente escasa, el lugar tenía menos nieve de la necesaria y, por lo tanto, una temporada más corta que la de la competencia. Pese al dinero invertido, no fue nadie, o casi nadie. De hecho, la zona no nevada que había comprado pasó a ser una broma continua, si bien la hemorragia de tinta roja no tenía ninguna gracia.

Redford sabía que Aspen, Colorado, se había convertido en la sede del Instituto Aspen, transformando el soñoliento pueblo en la Meca de los blancos ricos con veleidades de esquiadores y de las escapadas invernales de rigor de las estrellas de Hollywood y los banqueros inversores. Construyendo en sus tierras una infraestructura parecida a la de Aspen, esperaba convertir un elefante blanco en una colonia para artistas que, en el mejor de los casos, podía aumentar el valor de la estación de esquí y convertirla en un negocio lucrativo y, en el peor, servir para muchas cosas buenas. Fue ésta una jugada brillante que le permitió a Redford matar muchísimos pájaros de un solo tiro, y sin ánimo de lucro.

La finalidad del congreso organizado por Redford era sentar las bases de una organización novel que educara a los directores independientes. Se llamaría Sundance Institute, en honor al atracador de bancos que él había encarnado en Butch Cassidy y Sundance Kid. El tufillo de bandolerismo que conllevaba ese nombre adulaba la sensación que Redford tenía de sí mismo: un inconformista de Hollywood. O mejor, la nueva empresa evocaba una película como Los siete magníficos, con Redford en el papel de Steve McQueen: la estrella rubia de Hollywood con su banda de forajidos, protectores de los impotentes granjeros (léase, los directores independientes) contra las depredaciones de los vándalos y saqueadores (los estudios) para que pudieran cosechar (películas) en paz.

Biskind disecciona la mitología de lo indie, se mete con los portentosos judeo-césares Weinstein “Miramax” Brothers, revela las ambiciones sin límite de Quentin Tarantino y, pecado imperdonable, desmonta la fachada de un mesías intocable: un inseguro y pasivo-agresivo Robert Redford y las tramoyas de su evangélico festival/instituto Sundance.

El nombre de Redford atrajo a un impresionante conjunto de cerebros, pero esta convocatoria de almas gemelas era muy informal. Los participantes –muchos barbudos luciendo anoraks, camisas de lana a cuadros, Levi’s y botas que más tarde serían de rigor en Sundance– se hospedaron en el cercano centro turístico. Era un lugar idílico. Unas toscas cabañas aparecían y desaparecían entre las puntiagudas hileras de álamos y pinos que cubrían las laderas, mientras un burbujeante arroyo serpenteaba cuesta abajo, deteniéndose un momento para formar un estanque (“Bob’s Pond”) y seguir su camino. En un día claro, el aire era tan transparente que parecía que bastaba alzar la mano para tocar el cielo.

Modesto y tímido como siempre, y detrás de la barra, Redford, rodeado de su colección de kachinas (un muñeco que representa a un kachina, espíritu ancestral de los indios), sirvió cerveza a sus invitados. Su humilde actitud –“estoy aquí para escuchar y aprender”– junto con su Oscar al mejor director por Ordinary People (Gente como uno) un año más tarde, le ganaron el cariñoso mote de “Ordinary Bob”, pero, en realidad, todo era un poquito demasiado, rozando lo kitsch y el parque temático. (Más tarde, la tienda de regalos del centro turístico llegó a estar atiborrada de neveras portátiles “Sundance”.) Con todo, Redford tenía carisma y pasión de sobra, y con eso creaba un poderoso campo de gravedad.

Explicando el cebo del sueño de Redford, Liz Manne, que varios años después trabajaría para él en el Sundance Channel, habla por boca de muchos cuando dice: “Era una combinación de política y estética. Bob hablaba mucho de la concepción del cine independiente y sobre la diversidad y la importancia de las voces únicas. Uno deseaba creer en la existencia de esa ciudad que brillaba en el horizonte. En este mundo no hay muchas oportunidades de hacer un buen trabajo, algo en lo que uno realmente cree. Por eso, poder trabajar para un tipo que defiende lo que él defiende, que predica con el ejemplo y que usa su poder y su fama de un modo que no puede calificarse de ignorante, sino de muy informado, es algo grandioso. Al principio, me sentía privilegiada por ser parte de la misión. Era una de las verdaderas creyentes, me sentía parte de la Secta Moon”.

Al final de esos tres días, los participantes se hicieron una foto enmarcados por una valla debajo de la casa de Redford. Cuando la sesión de fotos terminó, el actor y director extendió el brazo para recibir a un águila real que había sanado tras haber sido herida. Redford le quitó la capucha y la dejó en libertad. Cuando el gran pájaro desplegó sus poderosas alas y remontó el vuelo, aprovechando el aire y elevándose muy alto por encima de los allí reunidos, a nadie se le escapó el simbolismo –por alguna razón Redford era un director-estrella de Hollywood– y ni los más cínicos consiguieron reprimir una lágrima. Habían asistido al momento mismo de la Creación. Como el águila, Sundance se disponía a volar.

Ese mismo año, en Buffalo, en la otra punta del país, dos hermanos de Queens, llamados Weinstein, con el pelo rizado y nada atractivos, más cómodos con las palomas que con las águilas, se preparaban para trasladar su pequeña empresa cinematográfica. Miramax –bautizada así por los nombres de sus padres, Miriam y Max–, a la ciudad de Nueva York, el centro de la movida. Los hermanos eran dos anomalías en el mundo de la distribución independiente. A diferencia de muchos de sus colegas, distribuidores que comenzaron su carrera dirigiendo cineclubs universitarios en los años ’70, los Weinstein se abrieron camino en el turbulento mundo de la promoción del rock. Dice Tom Bernad, copresidente de Sony Classics: “Todos reflejamos de dónde venimos. El negocio de la promoción del rock es sangriento. Cada cual defiende su territorio y se usan tácticas intimidatorias”.

Los fragmentos reproducidos pertenecen a Sexo, mentiras y Hollywood, el libro de Biskind que Anagrama distribuye la semana que viene en Buenos Aires.

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