› Por Barry Hannah
Yo estaba haciendo radar. En realidad no hacía nada. Habíamos subido hasta 75 mil pies para darle un poco de color a la tarde. Calculo que estábamos en México todavía, con rumbo a Miramar, en nuestro F-14. No importa demasiado dónde, cuando uno ha visto la curvatura de la tierra. Por un rato, nada importa demasiado. Habíamos visto ponerse el sol tres veces en media hora. Lo que se dice vivir la vida.
Pero entonces:
–John –digo yo–, este avión se está incendiando.
–Ya lo sé –dice él.
Como irritado, con pocas ganas de hablar.
–¿Ya pensaste tus últimas palabras? –digo yo.
–Vengo pensando. Pero todas decepcionantes. Ninguna a la altura del momento. Mala literatura.
–O sea que sabías.
–Sí, y te iba a joder bien jodido. Nada de lo que dijeras iba a ser suficientemente bueno. Yo iba a decir algo grandioso y tus palabras no iban a estar ni cerca de las mías.
–¿Y?
–Nada. No se me ocurre nada –dice John.
Las alas se estaban poniendo rojas. Sospecho que podría llamarse rojo a aquel color. Contra el azul oscuro de fondo era una especie de fulguración mística, como sangre espacial en movimiento. Sangre de jet.
–¿Y Perú? ¿No estuvo bueno Perú? –digo yo.
–No mucho –dice él–. Hace años que nada está bueno. Entre bueno y yo hay un abismo desde, no sé, desde que tenía veintiocho por lo menos. He visto cosas, pero ya sabes: no era verlas realmente. Era como si las hubieran gastado ya. No les quedaba pureza. Otros ojos las habían gastado.
–¿Incluso Mérida?
–Incluso Mérida.
–¿Incluso el Tibet, cuando conociste a tu esposa por accidente? ¿Aquella preciosa chica norteamericana que te topaste allá arriba?
–Incluso allá arriba.
–¿Incluso Groenlandia?
–Incluso Groenlandia. Había pureza, pero no era pureza de verdad. Había pisadas en la nieve.
Eso me hace pensar.
–¿Y qué tal Mississippi cuando eras niño, ese día que nevó, y fuiste el primero en despertarte y era como tener todo ese blanco alrededor exclusivamente para ti, sin una sola pisada?
–Cállate –dice John.
–¿Pasa algo?
John estaba con los dientes apretados.
–¿Vamos a pelear en el momento de nuestra muerte? ¿Vamos a meternos en eso mientras el avión se está incendiando?
–¡Cállate! ¡Cállate! –aúlla John.
–Entonces dime qué mierda pasa.
Pero él se niega a contestar. Se niega a hacerse cargo de los controles. Se niega a perder altura. Se niega incluso a cambiar curso y tener por lo menos tierra, en lugar de océano, debajo.
–¿Me puedes decir qué pasa, John?
La cartilla de vuelo donde él venía escribiendo se desprende de la carpeta y aletea por la cabina mientras su mano, con un lápiz, intenta ensartarla en vano.
–¡Hijo de puta! ¡Esa nevada en Mississippi era mía, y ahora me la arruinaste! ¡Era mía, maldito enano!
Vi la luna, enorme, a través del papel que por un instante quedó como adherido al vidrio de la cabina. Vi la luna y el cielo y hasta vi la voz de John, que me grita por encima del ruido:
–¡Eyecta! ¡Salva tu puta vida!
–¡Y qué vas a hacer tú! –grito yo.
–¡Me quedo! ¡Al menos tendré eso! ¡Desaparece de una maldita vez!
–¡Pero no puedes! –alcanzo a decir.
Pero sí pudo.
Llevo a Celeste a ver el inmenso hoyo quemado en la arena al pie de las negras, románticas, inservibles colinas que se alzan cinco millas al sur de la base de Miramar. Soy vicecomandante en reserva ahora. Pero, para ser franco, me vienen los temblores de sólo volar un Skyhawk de Miramar a Malibú.
Celeste se acuclilla a mi lado en la arena y no dice nada mientras miramos el enorme hoyo quemado. Hace tiempo que se llevaron los restos calcinados de metal. No sé si Celeste no dice nada, en realidad. Estoy tan absorto que no registro nada a mi alrededor.
Estoy contemplando el maldito triunfo de John.
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