Dom 09.12.2007
radar

Los actores sociales

› Por Alan Pauls

Estrellas describe un momento y un fenómeno que hoy parecen recientes y remotos a la vez. El momento: la posteridad inmediata de la crisis 2001-2002, cuando la Argentina —país hasta entonces “económico” o “político”— estalla y se licua en una especie de puro magma social. El fenómeno: la sorpresiva, eficaz promoción de los pobres a la categoría de “actores sociales”, un tecnicismo sociológico que la coyuntura de entonces hace suyo y pervierte con una sutileza cínica, traduciéndolo a la lógica de la representación teatral: los pobres pasan a ser protagonistas, sí, pero sólo actúan en la sociedad-pantalla de los medios, la ficción televisiva, el show business. Es la época, recordemos, en que la TV, víctima de un súbito ataque etnocristiano, saca las cámaras a las zonas de desastre, hace contacto con los parias, muestra cómo sobreviven, hablan, roban, matan y se drogan los excluidos del sistema. Es la época de Tumberos, de Okupas, de la cumbia villera, de talk shows donde violadores, padres violentos o maridos alcohólicos sólo aprueban los castings de la producción si tienen el título simultáneo de albañiles sin empleo, dealers por desesperación, cartoneros o vagos prontuariados. Es una época extraña, ligeramente psicótica. Los pobres, los grandes eyectados del sistema, empiezan a florecer en las cárceles de cartapesta, las villas truchas y los aguantaderos de estudio. El lugar que no tienen en la sociedad lo encuentran en el espectáculo. Pronto la crisis social desencadena una crisis de realismo: visibles en la tele, los pobres originales funcionan como “ejemplos” de una situación general inabarcable, embajadores del inframundo (villas, cárceles, calles, suburbios peligrosos) que por su sola presencia, por “portación de cara”, como se dice a menudo en el film de León y Martínez, ponen al desnudo la torpeza, la artificiosidad, la falta de convicción de los pobres-copia, los stanislavskianos maquillados. Lo real, de golpe, se ha puesto a enseñar actuación. Ese es el contexto en el que el protagonista de Estrellas, Julio Arrieta (un ex puntero político peronista puesto a actor, a director de teatro vocacional, a entrepreneur sociocultural, a manager de pobres, a lenguaraz, a jefe de casting, a productor audiovisual), imagina el proyecto de una productora que aglutine a los villeros de la villa 21 de Barracas, los clasifique en tipos, los fotografíe y archive y luego los coloque en las películas, miniseries, talk shows, spots publicitarios o cualquier otro “evento comunicacional” que los necesite. “Nosotros somos pobres”, razona Arrieta. “Hemos trabajado para llegar a esto. En vez de buscar gente que no está capacitada, ¿por qué no nos contratan y nos pagan a nosotros?” Nacido al mismo tiempo de una crisis terminal, una voraz demanda mediática y un malentendido estético-ideológico clásico (la idea de que, una vez que contrate a pobres verdaderos, la tele dará por fin una imagen “digna” de la pobreza, una imagen “no manipulada”), el proyecto grafica ese momento de transición en que la política, incapaz de ejercer su función de reclutadora de brazos populares, toma la decisión experimental de delegarla en la industria del entretenimiento. El político de villa se metamorfosea en director de casting. Pero el fervor con que Arrieta publicita su emprendimiento no le viene tanto de su background como actor sino de su capital de puntero peronista, perfectamente entrenado, como él mismo lo reconoce, para “movilizar negros para que toquen el bombo” o “aporten un voto a cambio de una caja de comida”. Al retirar el valor del hacer —actuar de pobre— y ponerlo en el ser —ser pobre—, Arrieta procede sin duda como un conceptualista, pero el gesto no es del todo original: su conceptualismo ya estaba inscripto en las más tradicionales técnicas de leva del peronismo.

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