› Por Elsa Drucaroff
Oí por primera vez su nombre en labios de mi madre. Ella la admiraba. Su admiración era un mensaje para mí, un mandato que chocaba con otros violentamente inconciliables pero se volvió el más valioso: Simone de Beauvoir, la puerta entreabierta que ella me mostró, casi en secreto, de mujer a mujer.
Las huellas de su obra, sus compromisos políticos, su interesantísimo modo de entender el amor, la lealtad, la pareja, la libertad están en mí. Estoy marcada por eso como si no hubiera terminado el siglo XX, como si no hubiera caído el Muro de Berlín. Algunas certezas políticas que ella compartió con tantos y yo ya no tengo son lo que menos puede separarnos. Estoy marcada por su convicción de que vale la pena intentar certezas y juntarse con otros. Y de todas las que ella tuvo hay dos que para mí nunca cayeron.
La primera: vale la pena ser implacable. La otra: como especie dotada con la facultad de lenguaje, debemos construir una relación fehaciente entre palabras y cosas: vivir como se piensa, así de simple y difícil.
Implacable y coherente, ésa fue Simone de Beauvoir: implacable para mirar lo grande y lo terrible; coherente para ejercer con vida y cuerpo lo que iba pensando y decidiendo. Su escritura puede ser fría, cartesiana, hurgar con sequedad descarnada su más íntima memoria buscando no engañar ni engañarse, encuentre lo que encuentre. Asusta todavía hoy su apuesta y obliga todavía hoy a abrir ojos que arden pero no pestañean.
Ahora sonrío con distancia cuando percibo en El segundo sexo instantes de apego al marxismo positivista y puedo distanciarme de otras cosas. Pero no hay distancia que logre alejarme de ella.
Y no por reconocimientos puramente intelectuales, no porque en El segundo sexo se prefigure buena parte de los ricos aportes teóricos del feminismo posterior, desde la distinción entre sexo y género hasta la complicidad entre lenguaje y opresión femenina que demuestra Irigaray. No porque su narrativa sea una voz irritante de mujer que interroga sin piedad a una sociedad que sólo quiere esquivar cuidadosamente sus preguntas impúdicas sobre la vejez, la muerte y la despedida como autoconocimiento, la imposibilidad de que el deseo encaje en las normas sociales que dicen regular el amor. No es el valor pionero de su obra feminista ni la profundidad necesariamente antipática de su ficción lo que me hace festejar que hace 100 años esa mujer llegó a este mundo, enfermo antes y enfermo ahora, e hizo de su vida toda un intento de cambiarlo.
Festejo de ella su implacabilidad y su coherencia. Vivir en sus términos, reflexionarlos, inventarse en sus términos, discutirlos en sociedad, asumir responsabilidades y precios, hacer de cada palabra un acto y de cada acto una palabra. Como ella diría, no nació mujer, la sociedad quiso hacerla mujer pero ella logró inventar otra mujer, no la que la sociedad quería. Mi contradictoria madre pronunció su nombre como entreabriendo una puerta y me dio para siempre, aun en este siglo nuevo donde todo tiembla, algo que no tiembla: una Causa.
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