› Por Sydney Pollack
Cuando salí del secundario quería ser actor. Pero no creía que fuera a tener suficiente suerte como para vivir de eso. Y de hecho, nunca lo hice hasta que abandoné la actuación: ésa es la ironía de mi vida. De todos modos, fui a Nueva York y entré a una muy buena escuela de actuación, de pura suerte, no porque fuera inteligente o supiera algo al respecto.
He actuado en mis propias películas un par de veces y debo decir que en rigor de verdad, fue para ahorrar dinero.
Cuando hice Tres días del cóndor le cortamos al libro toda la trama del tráfico de heroína. Estaba mucho más interesado en tipos de la CIA que están tratando de ayudarnos y hacen algo considerado inmoral, que en unos tipos que son simplemente inmorales porque quieren ganar dinero vendiendo drogas. Eso me aburre.
Con Meryl Streep el peligro es que tiende a sonar aburrida, porque es demasiado perfecta.
Cuando hicimos Havana no conseguí el permiso del Departamento de Estado para filmar en Cuba. Redford fue a ver al vicepresidente Dan Quayle y yo al secretario de Comercio, pero nos seguían diciendo: “Es hacer negocios con el enemigo y no se los podemos permitir. No pueden gastar dinero allí”. Así que yo les dije: ¿qué tal si llevo a mi equipo en un crucero de Miami a la costa de La Habana, y vivimos en el crucero? El Estado cubano me deja filmar gratis, y no gastaría un centavo”. Me dijeron que no. Nuestro embargo a Cuba es estúpido. Castro ya se hubiera ido hace tiempo si no hubiera embargo. ¿Por qué? Porque si no es una amenaza, si la gente pudiera comerciar e ir y venir libremente, los cubanos ya se hubieran hartado de él, y terminaría pasando sin que hiciéramos nada.
Vengo del Midwest, así que siento una incomodidad biológica con todo lo que es demasiado sofisticado. Vengo de un ambiente simple y aunque amo París, Londres y Venecia, nunca me siento orgánicamente parte de ellas. Tengo esa parte de hombre del interior, que quiere poder observar a estos tipos de Hollywood pero no convertirse en uno de ellos. Aunque ya he sido parte del establishment por tanto tiempo que tal vez me haya convertido por ósmosis. Pero no lo creo.
No soy un educador. Sé que mi primer trabajo como director es no aburrirlos. Hay que hacer pensar a la gente haciéndola sentir. La emoción es una parte esencial del pensamiento; es lo que permite pensar. Si uno puede hacer que las personas sientan, no pueden sino pensar. Pero si uno empieza por la parte de pensar, se vuelve pretencioso.
Robert Redford fue desde los ’60 un alter ego perfecto para mí. Es la metáfora perfecta para Norteamérica, porque no es para nada lo que aparenta: brilla por fuera pero es complicado y oscuro por dentro. El protagonista perdido perfecto. Puede interpretar a un hombre conflictuado, que intenta mantener cierta individualidad a un altísimo costo personal, ya sea cuando abandona la civilización en Jeremiah Johnson o en su relación en Africa mía, o terminando en una isla sin nada, como en Havana: todos personajes similares en distintas etapas de sus vidas.
No hago muchas películas. Es tan duro dirigir. Significa al menos un año y medio de tu vida, y es cada vez más difícil encontrar algo con lo que uno quiera vivir tanto tiempo. Hay que encontrar personajes con los que a uno le gustaría salir todos los días, todo el día, cenar con ellos, irse a dormir con ellos en la cabeza.
Creo que la comedia es lo más difícil que hay, porque la tolerancia para el error es mucho menor que en el drama. Un momento dramático puede hacerse de 15 maneras distintas, pero no las hay para un momento de comedia. Si no das justo en el blanco, es terrible.
Recién cuando veo la película que acabo de hacer entiendo verdaderamente la película que debería haber hecho. Entonces puedo decir: Ahora sé qué hacer.
Con Kubrick teníamos conversaciones sobre películas que duraban horas. Tenía una enorme curiosidad por la vida; me hacía sentir bien hablar con él. Cuando me llamó y me pidió que hiciera este personaje me preocupé, porque había escuchado estos rumores acerca de cómo convierte en prisioneros a la gente que trabaja en sus películas. Después de doce o trece tomas de una escena, yo le decía: “Stanley, no soy un actor profesional, esto es todo lo que hay”. Con Tom hacíamos como sesenta tomas; yo no podía creerlo, ni tolerarlo. Pero tenía un método por el cual uno queda tan fatigado que entonces, después de un tiempo, empieza a pasar algo más, algo distinto. A mí me prometió que serían dos semanas. Por supuesto que no fueron dos semanas, sino dos meses. Pero lo disfruté.
No puedo valorar una película que disfruté hacer. Si es buena, es que ha sido un trabajo infernal.
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