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Domingo, 17 de mayo de 2009

> LAS LECCIONES DE HITCHCOCK Y CARY GRANT

El genio es una escalera que se tarda en descender

 Por David Gilmour

Al principio elegía las películas arbitrariamente, sin ningún orden concreto; en su mayor parte tenían que ser buenas, clásicos de ser posible, pero atractivas, capaces de sacarlo de sus cavilaciones con un argumento sólido. No tenía sentido, al menos en ese punto, mostrarle películas como 8 y medio (1963) de Fellini. Esas películas llegarían con el tiempo (o no llegarían). A lo que no estaba dispuesto era a ser insensible a su voluntad, a sus ganas de divertirse. Hay que empezar por algún sitio; si uno quiere que alguien se entusiasme por la literatura, no empieza dándole el Ulises de Joyce.

A la noche siguiente me decidí por Tuyo es mi corazón (1946), de Alfred Hitchcock, en mi opinión la mejor película del director. Ingrid Bergman, que nunca estuvo más hermosa ni más vulnerable, interpreta a la hija de un espía alemán que se ve “cedida” a un grupo de nazis con base en Sudamérica. Cary Grant interpreta a su enlace estadounidense, que se enamora de ella pese a mandarla a casarse con el cabecilla. La amargura de él, las esperanzas remotas de ella en que anulará el plan y se casará con ella, confieren a la historia una tremenda tensión romántica. Pero, por encima de todo, la película es una historia de suspense clásica. ¿Descubrirán los nazis la misión de Bergman? ¿Llegará Cary a tiempo para salvarla? Los últimos cinco minutos te dejan sin aliento la primera vez que la ves.

Empecé con una breve introducción sobre Hitchcock. Como siempre, Jesse estaba sentado en el lado izquierdo del sofá con un café en la mano. Le dije que Hitchcock era un director inglés un poco gilipollas con una obsesión ligeramente malsana por algunas de las actrices rubias de sus películas. (Quería captar su atención.) Continué diciendo que dirigió una docena de obras maestras y añadí, innecesariamente, que cualquiera que lo negara no amaba el cine. Le pedí que se fijara en un par de cosas en la película. La escalera de la casa del villano en Río de Janeiro. ¿Cómo era de larga? ¿Cuánto se tardaría en bajarla? No le dije por qué.

También le pedí que escuchara los elegantes y en ocasiones sugerentes diálogos, que recordara que esa película se había hecho en 1946. Le pedí que estuviera atento al famosísimo plano que empieza en lo alto de un salón de baile y desciende lentamente a un grupo de invitados hasta que llega a la mano cerrada de Ingrid Bergman. ¿Qué tiene en ella? (Una llave de la bodega donde están escondidos los resultados de las fechorías de los nazis en botellas de vino.)

Proseguí diciendo que varios críticos distinguidos sostienen que probablemente Cary Grant ha sido el mejor actor de la historia del cine porque podía “encarnar el bien y el mal simultáneamente”.

–¿Sabes lo que significa “simultáneamente”? –dije.

–Sí.

Le enseñé un artículo que escribió Pauline Kael sobre Grant en el New Yorker. “Es posible que no sea capaz de hacer muchas cosas –escribió Kael–, pero sabe hacer muy bien lo que nadie ha hecho, y debido a su falta de agresividad y al jovial reconocimiento de su propia ridiculez, nos vemos idealizados en él.”

Entonces hice lo que desearía que todos mis profesores de instituto hubieran hecho más a menudo. Me callé y puse la película.

Mientras un equipo de obreros trabajaba en la iglesia del otro lado de la calle (la estaban convirtiendo en un edificio de pisos de lujo), esto es lo que oímos:

Ingrid Bergman besando a Grant: –Nuestro amor es bastante extraño.

Grant: –¿Por qué?

Bergman: –Porque a lo mejor tú no me quieres.

Grant: –Cuando deje de quererte ya te avisaré.

Jesse me miró unas cuantas veces sonriendo, asintiendo con la cabeza, captando el mensaje. Luego salimos al porche; tenía ganas de fumar un cigarrillo. Observamos al grupo de obreros un rato.

–Bueno, ¿qué te ha parecido? –pregunté en tono despreocupado.

–Bien.

Una chupada tras otra. Un martillazo tras otro al otro lado de la calle.

–¿Te has fijado por casualidad en la escalera de la casa?

–Sí.

–¿Te has fijado en ella al final de la película, cuando Cary Grant y Bergman están intentando salir de la casa y no sabemos si van a escapar o no?

El se quedó sorprendido.

–No, no me he fijado.

–Es más larga –dije–. Hitchcock hizo construir otra escalera para la escena del final. ¿Sabes por qué?

–¿Por qué?

–Porque de esa forma tardarían más en bajarla. ¿Sabes por qué quería que fuera así?

–¿Para darle más suspense?

–¿Te imaginas ahora por qué es famoso Hitchcock?

–¿Por el suspense?

Yo sabía que convenía dejarlo en ese punto. Pensé: “Hoy le has enseñado algo. No lo eches a perder”.

–Eso es todo por el momento; la clase ha terminado –dije.

¿Era gratitud lo que veía en sus facciones juveniles? Me levanté de la silla y entré en la casa.

–Una cosa, papá –dijo él–. Ese plano tan famoso, el de la fiesta en el que Ingrid Bergman tiene la llave en la mano...

–Todo el mundo que va a la facultad de cine lo estudia –dije.

–Es un buen plano –dijo–. Pero, para ser sincero, no me ha parecido tan especial.

–¿De veras? –dije.

–¿Y a ti?

Pensé en ello un momento.

–A mí tampoco –dije, y entré en la casa.

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