“El es un antes y un después en la radio. Si en el mundo existiera otro así, nos habríamos enterado. Sería famoso a nivel mundial.” Sebastián Wainraich
› Por Soledad Barruti
Desde hacía un tiempo, Fernando Peña había decidido utilizar la primera media hora de El Parquímetro para hablar con su propia voz y sin desdoblamientos. Pero no como el padre de las criaturas que todos conocían sino sólo como la primera de ellas en llegar a la radio, antes de que se fueran sumando esos otros personajes que lo convirtieron en un actor irrepetible. A algo de eso se refería cuando hablaba de crear al personaje de Fernando Peña. Y algo de eso había cuando iban haciendo su aparición los demás, voces enteras y personajes tallados en una sola pieza.
Los primeros cinco de ellos llegaban, puntualmente, en una de las decenas de combis que todas las mañanas viajan desde lugares remotos al centro de la Capital. El que inauguraba cada ciclo grupal era el conductor oficial de El Parquímetro, Ricardo Alfredo Ñuñoa Cruz o Dick Alfredo, un mexicano heroinómano y racista, cabreado con la decadencia latinoamericana y en una constante pelea con el resto de los presentes.
Estaba Rubén Ramón Sixto Alegre, el adorable Palito, pibe chorro de José León Suárez que normalmente hinchaba por Boca, pero también podía cambiar de cuadro de fútbol según los resultados del fin de semana. Seis padres decía Palito que tenía, uno de ellos de la Federal y una novia con diecinueve hijos, alguno suyo seguramente. Te voy a hacer el amor con la roma puesta uh! era uno de sus tantos hits de cumbia con que siempre pensó algún día iba a llegar a la fama. O Roberto María Flores, “el putito pasivo que hacía Feng Shui” y a las ocho en punto de cada mañana se desintegraba cantándoles a las locas y a los potos que tomaran su AZT. Cristina Patricia Megahertz, La Mega, travesti, oriunda de Canelones (Uruguay), pero con maquillaje y vestuario pensado según su gran admiración por Mirtha Legrand, y quien se había ganado el lugar de locutora de El Parquímetro, para al grito de wow wow wow y frena a sus compañeros cuando se les iba la mano con alguna guasada. Ni hablar de la pareja nunca oficialmente consumada que hacían la azafata cubana Milagros López –que alguna vez enamoró a Lalo Mir a través de un altoparlante en un avión y se había ganado su propio espacio los sábados por Radio Nacional con La vereda tropical– y Mario Modesto Sabino, el taxista setentón y viudo con acento tano, experto en seguridad vial, que añoraba ese país mejor al que había llegado con sólo cuatro años. Un entramado de voces que a veces se mezclaban con los otros, los que aterrizaban de repente, como caídos de un plato volador abducidos del resguardo de sus minorías nefastas. Delia Dora de Fernández, católica apostólica romana, esposa de un militar de clase media, madre de dos hijos a los que no quiso ni ver ni escuchar ni nada desde que nacieron; presidenta del movimiento Argentina o Reventar (desde el que alguna vez llamó a Cecilia Pando dándole fuerzas para seguir en su lucha). Monseñor Lago, o Monse, que en cada aparición emitía una especie de plegaria golosa por restituir al clero su legítimo derecho a dar cariño a los niños y dejarse acariciar íntimamente por ellos. O Rafael Orestes Porelorti, diputado y senador oficialista que se comunicaba desde un celular que se desconectaba ante cualquier pregunta “incómoda”. El mismo que le hizo perder al programa de Peña el auspicio del Citibank cuando “hablando mal y pronto” dijo que en las oficinas de ese banco se la pasaban tomando merca. Con menos presencia, pero no por eso menos cuerpo, también estaban los micros de Jonathan Bermúdez, el judío nerd que instruía hi tech, y el Sepulturero que desde algún submundo leía los obituarios de La Nación. Aunque tal vez el más famoso (el que agotó a Peña al punto tal que lo sacó del estudio regalándole una hora de programa por semana... dentro del suyo) era Martín Revoira Lynch. Empresario, terrateniente, rugbier de San Isidro, pero reinstalado en Pilar con su mujer Pilar, al canto de “¡Aguante San Isíííídro, Boló!” el conductor de Gente como uno últimamente se dedicaba a hacer campaña por Prat Gay llamando a los vecinos de Recoleta para recordarles que estuvieran atentos al potencial fraude y no dejar de imprimir sus propias boletas. Revoira Lynch tenía su propio diccionario desde donde explicaba las diferencias que tenía que tener un bien para diferenciarse del cursi y del pardo, al momento de elegir palabras como cuarto, habitación o pieza; cache, berreta o trucho; colorado, rojo o bermellón. Y una serie de poesías como “Túnel Libertador”, dedicada a Martín Revoira Lynch Segundo, su viejo. Fiel a la dicción más cheta, defendía como nadie la muletilla “Boló”, tanto que una mañana encontró en la guía a la familia Boló, los llamó y les preguntó por un pariente suyo (Hernán Boló), que según Revoira esa mañana daría un seminario en el Bank Boston. “No hay muchos Bolós en el país, somos pocos, pero Hernán acá no vive”, le respondieron. En Gente como uno hubo varias entrevistas, pero ninguna como la que le hizo a Bernardo Neustadt (de verdad hay que escucharla en YouTube).
Sabino, La Mega, Palito, Roberto, Dick, Milagritos... Trece personas que llegaban en combi o en plato volador. Que uno a uno iban encendiendo su voz para ir subiéndose a los autos, hablando en los auriculares y poblando las casas de radios prendidas y café recién hecho. Que se hicieron querer y odiar con sus chistes y verdades, con su ser tan ciento por ciento ellos mismos, siempre. Personas que la tarde del pasado miércoles se fueron, dejando esas mismas casas vacías y en silencio. Trece seres únicos que ojalá también hayan podido aterrizar en el paraíso. Aunque algunos de ellos no se lo merecieran. Pero el ovni en el que viajaban, sí.
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