Dom 19.07.2009
radar

Borrador del ’69

› Por Luis Chitarroni

Vi el alunizaje en un viejo aparato Televa que iba perdiendo la conciencia mientras transmitía, los ojos casi en blanco a causa de la baja tensión. Como siempre antes, contrastaban, por insuficiencia tecnológica, la imagen y la hazaña histórica. El monigote con la bandera inerte, rígida en atmósfera ajena, parecía inaugurar una nueva tendencia angustiosa del arte del siglo veinte; la superficie de la Luna, una isla de ceniza, o menos que eso: un casquete o una escotilla donde Neil Armstrong hacía equilibrio. Los encuadres que mostraban al módulo lunar deban la impresión de ser una escenografía de hojalata no muy verídica. Tampoco la lentitud de los pasos contribuía. En una época que recuerdo evaporada, abundaban las teorías conspirativas: el hombre con quien mi papá discutía de política a la puerta de casa daba por cierto que se trataba de un engaño montado por una productora cinematográfica. Mi luna de los once años (no los había cumplido aún) había sido conquistada por la balística (Verne) o la cavorita (Wells). Esta luna capturada por todo un programa de la NASA parecía a la vez más indefensa y menos significativa.

La Luna había debutado como solista indiscutible de mis sueños sin un ápice de romanticismo, con la belleza prosaica de un satélite de la Tierra: una luna de plástico duro, réplica honrosa que acompañaba la compra del Atlas geográfico de Selecciones. Gracias a ella, yo sabía los nombres latinos de los mares –Crisium, Humorum, Frigoris– un poco exuberantes para ese jardín seco del espacio exterior. Soixant neuf, année érotique, cantaban Jane Birkin y Serge Gainsbourg. Alguien que vio el mismo programa a la misma edad que yo se murió de niño hace unas semanas, después de haberse marchitado, exprimido en una especie de éxito orbital parecido al de la luna sin voz. Otro, de edad muy distinta, un poeta con “cara de torta de bodas pisoteada” (según descripción propia) había visto por y para todos la imperceptible caída de Icaro en el cuadro de Brueghel, estaba en pantuflas después de sus dry martinis y podía darse el gusto de tener una efusión lírica antes de acostarse, sobre el lado derecho, a dormir.

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