El siguiente obús cayó entre el alambre y el mar, y todas las piezas de metralla encontraron un cuerpo en el que incrustarse. El cura irlandés y el médico judío fueron los primeros en levantarse en Easy Red. Hice la foto. Cayó otro obús, aún más cerca. Yo no me atrevía a quitar el ojo del visor de mi Contax y disparaba frenéticamente una y otra vez. Treinta segundos después, la cámara se atascó: se había terminado la película. Rebusqué en el macuto en busca de otro rollo. Lo encontré, pero mis manos mojadas y temblorosas lo echaron a perder antes de que pudiera colocarlo en la cámara. Me detuve por un momento y fue entonces cuando empecé a pasarlo mal.
La cámara vacía me temblaba en las manos. Era un nuevo tipo de miedo el que me sacudía el cuerpo de pies a cabeza y me crispaba la cara. Desenganché la pala e intenté cavar un hoyo, pero la pala dio en piedra, así que me deshice de ella tirándola con rabia. Los hombres que me rodeaban estaban inmóviles. Sólo los muertos de la orilla daban vueltas empujados por las olas. Un pequeño barco encaró el fuego enemigo y de él surgieron un puñado de enfermeros con cruces rojas pintadas en los cascos. No fui yo quien pensó ni quien decidió. Simplemente, me incorporé y corrí en dirección a la barcaza. Me metí en el mar entre dos cadáveres; el agua me llegaba al cuello. La revuelta marea me golpeaba el cuerpo y las olas me abofeteaban la cara por debajo del casco. Sostuve las cámaras por encima de mí y de repente caí en la cuenta de que estaba huyendo. Intenté volverme, pero no podía volver a enfrentarme a esa playa. “Voy a subir al barco para secarme las manos”, me dije a mí mismo. El capitán lloraba. Su asistente había volado literalmente en pedazos encima de él.
El barco empezó a escorar, así que el capitán decidió comenzar a separarse lentamente de la playa para intentar llegar al buque nodriza antes de que nos hundiéramos. Yo bajé a la sala de máquinas, me sequé las manos y les puse nuevos rollos a las cámaras. Subí de nuevo a la cubierta a tiempo de tomar una última foto de la playa cubierta de humo. Luego fotografié a la tripulación mientras se hacían transfusiones de sangre en la cubierta. Una barcaza pasó junto a nosotros y nos evacuó del barco que ya comenzaba a sumergirse. Pasar a los heridos graves del barco a la barcaza con mar crespo fue una tarea difícil. Ya no tomé más fotos; estaba demasiado ocupado transportando camillas. La barcaza nos llevó por fin al U.S.S. Chase, el mismo buque del que había salido seis horas antes, y desde el que estaba desembarcando la última de las oleadas de la 16ª de Infantería. La cubierta, no obstante, estaba ya repleta de muertos y heridos que habían sido rescatados. Esa era mi última oportunidad para volver a la playa. No lo hice.
Los chicos de la cocina que a las tres de la mañana de la noche anterior nos habían servido el café en chaqueta blanca, las manos enfundadas en guantes también blancos, estaban cubiertos de sangre y se esforzaban en coser las bolsas blancas de los cadáveres. Los marineros izaban camillas desde barcazas a punto de hundirse. Empecé a hacer fotos. Entonces, todo empezó a volverse confuso...
Me desperté en una litera. Estaba desnudo y me habían tapado con una gruesa manta. Tenía sujeto al cuello un trozo de papel en el que ponía “Caso de agotamiento. Sin placas de identificación”. La bolsa de mi cámara estaba en la mesa, y yo recordaba quién era.
Siete días más tarde, me enteré de que las fotografías que había tomado en Easy Red se consideraban las mejores del desembarco. Sin embargo, un emocionado asistente de laboratorio había aplicado demasiado calor al secar los negativos; las emulsiones se fundieron y se destintaron ante los ojos de toda la oficina de Londres. De 106 fotos que había tomado en total, sólo se pudieron salvar 8. Los pies de foto de las fotografías, desenfocadas por el calor, decían que las manos de Capa habían temblado violentamente.
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