Dom 30.08.2009
radar

McGuffins

› Por Marcelo Figueras

Cuando era chico le tenía miedo a la policía. Y no un miedo cualquiera. Si me definiese como yutafóbico no estaría exagerando.

Al principio no sabía por qué. Yo vivía en un mundo hecho de cine, música, libros e historietas, y en consecuencia nada me aburría más que los noticieros, los diarios y los adultos. Por eso mismo no contaba con argumentos racionales para explicar mi grand mal. Pero no podía ignorar lo que me decía la boca del estómago. Si veía un azul a lo lejos, empezaba a transpirar como luchador de sumo en Ipanema y cruzaba de vereda o daba la vuelta a la manzana, para retomar el camino original. Es que con los monstruos de la ficción me llevaba muy bien: en el fondo, Drácula es un héroe romántico incomprendido; y Frankenstein, una víctima. Lo que me quitaba el sueño eran los monstruos del mundo real.

El hecho de que yo no fuese culpable de delito alguno no formaba parte de la ecuación. Aun en mi inocencia, entendía que la policía tenía menos que ver con la ley que con un poder omnímodo y ominoso que regía la vida de los ciudadanos. Podían hacer con vos lo que quisieran. Todavía hoy sudo cuando se aproxima un patrullero o me paran en la calle, aunque mis documentos estén en regla. Old habits die hard, dice el refrán: “Los viejos hábitos son duros de matar”.

El fin de la dictadura no aplacó mis resquemores. La policía seguía siendo la misma y las leyes seguían proporcionando McGuffins. Según Hitchcock explicó tantas veces, un McGuffin es un elemento u objeto que pone la trama en acción: como el Halcón Maltés de la novela homónima, o la “pata de conejo” de Misión Imposible 3. La esencia del McGuffin es que en realidad importa poco. La mayor parte de las veces (como hizo J.J. Abrams en MI3) ni siquiera es necesario explicar de qué se trata: el McGuffin es apenas una excusa.

Nuestras vidas están sembradas de McGuffins que ponen en riesgo las libertades individuales, al proporcionar a los poderes fácticos el argumento que necesitan para avasallar la privacidad y reprimirnos sin siquiera producir pruebas. (Llegado el caso, las plantarán en nuestros bolsillos o las inventarán. ¿No fraguó acaso un gobierno pruebas que lo condujeron a la guerra con Irak, no juró la administración Bush estar en posesión de evidencia que jamás existió?)

En este tiempo, los McGuffins más grandes siguen siendo dos: el terrorismo y las drogas. No estoy sugiriendo que no constituyan problemas reales sino que los poderes los utilizan como ardid que justifica su avance sobre nuestras libertades: para combatir el terrorismo nos espían a diario y nos detienen sin necesidad de dar explicaciones; para combatir las drogas piden vía libre para la mano dura e instalan bases militares en Colombia. Por supuesto, el primer efecto de esta línea de acción es perjudicar la lucha contra el terrorismo verdadero y el narcotráfico. A todo el mundo le consta que ambos males les han rendido tantos servicios a los poderes establecidos, que de no haber surgido solos los habrían inventado.

Por fortuna para los argentinos, el fallo de la Corte Suprema le arrebató a la policía uno de sus McGuffins más explotados. Ya no podrá usar la excusa de la droga para hurgar en los bolsillos de nadie, ni propiciar internaciones compulsivas. Plantar cinco kilos de cocaína les va a resultar más complicado que tirar un fasito dentro del auto para llevarte preso y armarte una causa. Como les ocurre a los guionistas de cine cuando no cuentan con un McGuffin, ahora no les quedará otra que trabajar de verdad.

En lo que a mí respecta, no estoy mucho más tranquilo. Macri se quedó con las ganas de nombrar a alguien Fino al frente de la Metropolitana (ser Fino es PRO, ser PRO es Fino), pero mientras Guillermo Monjenegro esté a cargo de Justicia, la costumbre de temerles más a los policías que a los chorros seguirá siendo pura sensatez.

Va a estar bueno Buenos Aires. Pero no antes de las PROximas elecciones.

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