› Por Benjamin Prado
En el otoño de 2008 yo me encontraba muy bien. Acababa de salir de una relación infernal con una chica a la que, desde entonces, Joaquín, yo y todos los que nos rodean, llamamos, simplemente, Virgen de la Amargura; y aunque, en realidad, a esas alturas no estaba deprimido por perderla a ella, sino por la cantidad de cosas que había tenido que perder hasta entonces para conservarla, el resultado de la ruptura era que me sentía tan estúpido como todo aquel que apuesta por el mismo número equivocado... durante tres años. Una de esas cosas que había perdido era la más importante de todas: mi capacidad para escribir. Puede que suene algo melodramático, pero lo cierto es que llevaba dos años dándoles vueltas a tres poemas que nunca avanzaban, al principio porque estaba pasándomelo demasiado bien como para ocuparme de otras cosas y al final porque ya no tenía ninguna duda de que no decían la verdad y, por lo tanto, nunca iban a ver la luz: ya no publico mentiras. Aparte, también tenía por ahí una ex mujer que había conseguido que de cada diez palabras que yo pronunciaba dos fuesen abogado y embargo; una novela parada que sentía como un cuchillo clavado en la espalda, y cuya hoja se oxidaba día a día, y un par de chicas que me volvían loco pero que, sinceramente y por razones que no son de este libro, lo único que conseguían era hacer más grande mi sensación de estar perdiendo el tiempo.
Una noche en la que, como tantas veces, habíamos acabado en Los Diablos Azules, el bar que tienen Jimena Coronado y su amiga Lena de Marini en la calle Apodaca, en Madrid, Joaquín se tomó un par de copas para envalentonarse, me llevó a un rincón y me dijo: “Mira, Benja, te voy a proponer algo. Yo vivo en una felicidad doméstica de la que es imposible sacar un verso; pero tú estás hecho polvo, y eso es una mina. Te propongo aprovecharme de tus desgracias y que nos vayamos por ahí a escribir canciones contra tu ex novia. Donde tú quieras: La Habana, Lisboa, Nueva York, Praga... ¿Qué me dices?”. Dije que sí, convencido de que era una de esas promesas que se hacen en los bares a partir de las tres de la mañana, pero también recordando que ese plan, a fin de cuentas, era muy antiguo, porque fantaseábamos desde hacía años con perdernos por ahí, a escribir y divertirnos, en plan Dylan y Sam Shephard, una comparación que a los dos nos gustaba, a él porque le hacía verse componiendo “Like a Rolling Stone” y a mí porque me hacía imaginarme siendo el marido de Jessica Lange.
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