LOS FRANCESES TAMBIéN PIENSAN SOBRE ESTO
› Por Juan Pablo Bertazza
Casi todos los escándalos literarios se originan por algo que sólo sale a luz después de cierto tiempo; como si la verdadera razón de la discordia sólo pudiera descubrirse una vez que se apagan los gritos, justo cuando empieza a enfriarse un poco la tinta roja escrita en caliente.
Hace unos años, el psicoanalista y profesor de literatura Pierre Bayard desató un escándalo en Francia –país en que el libro sigue siendo objeto sagrado– al transformar en best-seller su excepcional Cómo hablar de libros que nunca hemos leído (Anagrama). Su escritura exquisita más la originalidad de su planteo, que incluía un sistema de referencia novedoso (LD: libro desconocido por mí; LH: libro que he hojeado; LC: libro del que me han contado; y LO: libro que he olvidado) lo puso en la punta de la lengua tanto de la academia como de la prensa especializada. Apoyado en el genial Oscar Wilde –“Jamás leí un libro que tuviera que reseñar; porque eso me predispone mucho”– y en la certeza de que, a menudo, nos vemos obligados a hablar de libros que nunca hemos leído, Bayard dejaba por escrito algo que seguramente muchos piensan: más importante que leer cada obra es entender las relaciones entre ellas y una lectura pormenorizada puede, a veces, atentar contra la comprensión del mismo texto. Para no quedarse en el plano teórico, Bayard adjuntaba hacia el final de su ensayo una serie de consejos prácticos para tener éxito en eso de parecer más cultos de lo que somos. El enojo de ciertos colegas universitarios fue tan fuerte que inmediatamente engendró una pregunta: ¿Hasta qué punto se disgustaban porque un intelectual ponía en duda los valores de la lectura? ¿Hasta qué punto su libro no tocaba, sin decirlo, un nervio aún más sensible, más concreto?
En las últimas semanas, el libro electrónico dejó de ser fuente de noticias en potencia para ser, paradójicamente, una fuente de noticias reales, tangibles: se trate o no de una estrategia de marketing, Amazon salió a anunciar con bombos y platillos que, por primera vez, los e-books habían vendido más que las novedades en tapa dura, mientras que James Patterson se convirtió en el primer escritor en llegar al millón de ejemplares electrónicos vendidos y Stieg Larsson lo acaba de superar. Una profecía cumplida demasiado rápido si tenemos en cuenta que todo empezó hace menos de tres años, cuando en noviembre de 2007 Jeff Bezos colocó en el mercado el lector electrónico Kindle, capaz de almacenar los 200 libros comercializados por entonces en Amazon, la mayor librería virtual del mundo. Incluso en la Feria de Frankfurt del año pasado se anunció que recién en el 2018 el libro digital habría de superar en materia de mercado al tradicional libro impreso. Es en este contexto que aquella obra de Bayard puede dejar de leerse como una reacción antiintelectualista contra los libros para empezar a entenderla como un primer apunte teórico, acaso implícito, acaso involuntario, sobre la lectura electrónica.
Sí: aunque nunca lo diga de manera directa, su tesis tiene más de un punto en común con la lectura en pantalla y más de un ataque al valor fetiche del libro. Según su hipótesis, no es tan fácil determinar si leímos o no un libro: muchas veces decimos que nos encanta un libro que nos fascinó en nuestra infancia y que probablemente nos espantaría volver a leer; así como hay libros que conocemos gracias a comentarios de amigos y críticos, o a sus versiones cinematográficas; entonces, ¿qué es haber leído un libro: la experiencia de pasar por sus páginas, haberlo estudiado o recordarlo? Esa duda tiene mucho que ver con esa virtualidad de la lectura electrónica en la que ningún título, ningún argumento permanece demasiado en el disco duro. Es decir, choca de lleno contra los sempiternos amantes de las bibliotecas y los encantados sabuesos de páginas amarillentas, enfrentándolos a quienes borran cada tanto las canciones de su mp3 para cambiarlas por otras, sabiendo que toda esa música borrada permanece en algún lado. Esos mismos bibliófilos son quienes creen que el e-book va a ser un artefacto elegido por aquellos que no leen, algo así como el público masivo que, año a año, inunda la Feria del Libro para saldar su deuda con la cultura. Hipótesis que quedará por confirmar.
Jacques Bonnet, otro francés erudito, menciona en Bibliotecas llenas de fantasmas –ganador del prestigioso Premio François Billetdoux y recientemente traducido por Anagrama– el libro de Bayard. Y, si bien reconoce su osadía y brillantez, detecta una contradicción inherente en su obra: “La cantidad de lecturas que uno siente detrás de la exposición de Bayard está en flagrante contradicción con su tesis”. Parado en la vereda de enfrente, este ensayo se propone como un escudo protector del libro impreso. Todo lo que dice Bonnet acerca de su gran biblioteca –cuenta cuántos libros tiene, habla de su laberíntica procedencia, de los conflictos y estrategias a la hora de ordenarlos– recuerda un poco al tono supuestamente quejumbroso del sujeto enamorado: se queja de que ya no tiene lugar para ubicarlos, de que juntan polvo y ocupan demasiado espacio pero, al mismo tiempo, confiesa que no puede vivir en este mundo sino invadido por libros. Incluso se hace lugar en su ensayo para reproducir la lista pensada por Perec para ordenar la biblioteca (clasificación alfabética, por continentes o países, por colores, clasificación encuadernación, por fecha de adquisición o publicación, por formato, por géneros, por grandes períodos literarios, por idiomas, por prioridad de lectura y por serie) para luego decir que ninguna de éstas sirve del todo y que hay que hacer un mix con excepciones y libros que rompan la regla. Todo esto basta para postulárselo como defensor del libro fetiche, pero Bonnet no se guarda de opinar acerca de las nuevas tecnologías. Se tranquiliza pensando que los libros en papel tienen mucho futuro por delante y, si bien reconoce las ventajas que posibilita Internet, deja muy clara su postura: “Se podría pensar que Internet lo ha trastrocado todo. Por supuesto que sí, y es incluso una de las razones que me han empujado a escribir este librito. ¿Habría formado la misma biblioteca si hubiera sido de la generación Internet? Probablemente, no. Robert Musil ya decía que ‘cada progreso es una ganancia en el individuo y una separación en el conjunto; es un aumento de potencia que termina en un aumento de impotencia; ya nada se puede hacer en contra’. La historia nos enseña que uno nunca escapa del progreso útil”. No por nada este libro se llama Bibliotecas llenas de fantasmas –nombre que alude, además, a la palabra francesa fantôme con que se nombra el reemplazo de un libro por una ficha–: con un tono polvoriento, gris y al mismo tiempo vital como las bibliotecas, se expone casi como una declaración de amor dicha justo en el momento en que se amenaza con su extinción: el amor al libro en los tiempos del e-book.
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