“Huston declaró que ésta ‘era una historia acerca de gentes que venden su trabajo sin vender sus vidas’. Yo me siento inclinado a aceptar esta definición, agregando que Los inadaptados es a la vez un genuino retrato de la soledad desesperada, espiritual y de otro tipo, de tantos americanos que enfrentan hoy una serie de problemas cambiantes, y que son incapaces de ‘encontrarse’ en un sentido pirandelliano del término (...). Contra el fondo pintoresco del estado de Nevada, y de su ciudad Reno (...), Miller coloca a tres hombres y una mujer (...). Es interesante, a la vez que alentador, notar que Arthur Miller, en su debut como guionista, ha seleccionado una pieza genuina americana, tal como este trasfondo del Oeste. El western es la única forma auténtica del American Dream (...). El western de hoy es, en la filosofía de Miller, realista y muy duro. Estos inadaptados, esta gente inadecuada, esos cuatro anticonformistas, son ejemplos típicos de la gente que no se adapta a sus problemas, ni a la época en que vive.”
George Fenin, abril de 1961
“El crack trata por primera vez, en forma adulta en el cine argentino, el tema del fútbol, su cara sucia de sobornos, comercio y traficantes. José Martínez Suárez es un hombre joven, pero con una larga carrera dentro del cine profesional como ayudante y asistente de dirección (...). El crack es una película valiente, toca un tema popular, tiene imágenes de gran fuerza como el final y las tomas del estadio antes del partido. Su diálogo es intencionado y en toda la película es evidente el deseo de decir algo, deseo éste generalmente ausente en las películas nacionales, pero creemos que Martínez Suárez tiene que despojarse aún de algunas malas influencias (adquiridas seguramente en su carrera profesional) y cuidar más algunos aspectos de sus obras (...). Pero El crack, lo repetimos, es una película positiva, socialmente útil, realizada con solvencia técnica y con un argumento que no es una excusa de fondo para un melodrama barato.”
Salvador Sammaritano, septiembre de 1960
“En la tercera (de la trilogía que integra junto con Pather Panchali y Aparajito), Apur Sansar, Satyajit Ray comprime más aún el tiempo. En sólo 103 minutos vemos al protagonista, ya hombre, luchando en la sórdida ciudad de Calcuta, escribiendo en ratos perdidos una vasta novela autobiográfica, casándose por accidente con una muchacha a la que va a llegar a amar profundamente, perdiéndola cuando ésta da a luz un hijo. Otra vez el ritmo se acelera, Ray salta cinco años en que Apur se hunde en la desesperación, y cierra el film (y la trilogía) con una magistral escena entre el padre y el hijo perdido (...). Las tres películas están hechas de grandes escenas sin drama en que una situación crece y madura porque contiene la semilla de una revelación (...). Lo que hace Ray es único y casi inédito en el cine (...). Las suyas son películas vastas porque tratan de captar el espesor mismo de la existencia en una forma artística que sólo ocasionalmente (Flaherty, Renoir, Dovjenko) se ha alcanzado en el cine.”
Emir Rodríguez Monegal, julio de 1961
“Il posto (premio Fipresci Venecia 1961) es una historia simplísima y melancólica, narrada con un estilo que participa del documento y de la ficción, como la vida misma: Domenico es un muchachito tímido, sensible, tal vez inteligente, pero demasiado joven y temeroso aún como para poder afirmarse en la vida. Sus padres ansían para él un posto, un empleo, un lugar seguro en este despiadado mundo (...). Olmi se asoma a la pequeña existencia de Domenico, al deslumbramiento de su primer amor, a la humillación de comenzar a trabajar como ordenanza (porque el uniforme lo hace sentirse inferior a los otros empleados), con la mirada de un poeta transido de compasión, una mirada muy semejante a la que Chejov deja caer sobre sus personajes infinitamente dolidos por la tristeza de existir (...). Quizá cabría consignar en gran parte como pesimista a Olmi; pero no puede negársele el don de lirismo, patético y burlón, con que ilumina zonas de la realidad contemporánea que el cine no refleja habitualmente.”
Ernesto Schóo, marzo de 1963
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