Dom 19.09.2010
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Las otras burbujas

› Por Mariano Kairuz

Con el escaso aliento que le queda, agorero, ahí está Eli Wallach diciendo: “¡Sería como 1929 de nuevo!”. Corre 2008 en Wall Street, el dinero nunca duerme, secuela de la película de Oliver Stone sobre la especulación económica en tiempos de Reagan, y ahí está también Michael “Gordon Gekko” Douglas para recordarnos que las burbujas especulativas tienen una larga tradición en el mundo financiero, no sólo norteamericano, y que si el estallido de 2008 tuvo un antecedente en 1929, hubo uno no menos nefasto antes, mucho antes, en los Países Bajos, en el siglo XVII, conocido como “la fiebre de los tulipanes”.

La “tulipomanía” terminó de inflarse hasta estallar en 1637. Según lo contó el periodista escocés Charles MacKay en su libro Memorias de extraordinarias ilusiones y de la locura de las multitudes (1841), todo comenzó unos años antes, en una época en que las flores exóticas se habían convertido en una obsesión para los holandeses hasta devenir símbolo de status. Introducidos en Holanda por el médico y botánico Carolus Clusius, los tulipanes adquirieron allí colores raros, lo cual los volvió más valiosos que nunca (el cambio de color, se supo mucho después, era producto de un virus transmitido por un pulgón). En pocos años, los bulbos de tulipanes alcanzaron precios exorbitantes, y empezaron a cotizar en Bolsa. Muchos comerciantes –y gente de todas las clases sociales– se endeudaron para comprar flores, hasta que el 5 de febrero de 1637 un lote de 99 tulipanes se vendió por 90 mil florines, y al día siguiente un lote de medio kilo no encontró comprador a 1250 florines. La burbuja especulativa estalló, los precios cayeron violentamente y nadie pudo recuperar su inversión, ya que de pronto todos querían vender algo que de un día para el otro no valía nada. La economía holandesa entró en pánico y se fue a la quiebra.

Entre los tulipanes holandeses y el Wall Street de Stone, el cine y la literatura abordaron el universo de la especulación bursátil unas cuantas veces. Una bien temprana y famosa se encuentra en El conde de Montecristo. La historia de Dumas, publicada hacia 1845, es más que conocida: traicionado y encerrado durante años por sus enemigos, el marino Edmond Dantes vuelve al mundo convertido en el conde vengador del título. Uno de sus principales blancos es Danglars, quien durante su ausencia se transformó en un exitoso banquero (y vulgar nuevo rico) que, al igual que Gordon Gekko pero 140 años antes, saca enormes ventajas del mercado financiero gracias a su acceso a información privilegiada (que consigue a través del telégrafo óptico). Dantes ejecuta su venganza por los mismos medios que utiliza el personaje de Shia LaBeouf sobre el de Josh Brolin (respectivamente: especulador “bueno” y especulador “malo”) en Wall Street 2: difundiendo información falsa. Al correr la noticia (apócrifa) de que una sublevación carlista se ha apoderado de Barcelona, muchos accionistas venden sus fondos españoles; luego, al descubrirse que el dato era falso, los valores vendidos suben, dejando enormes pérdidas a quienes los vendieron apenas antes. En un mundo económico que ya se rige tanto o más por el tráfico de información y la especulación que por la producción, Dantes consigue eventualmente mandar a Danglars a la quiebra.

Monstruos literarios del dinero como Danglers (y como Dantes, claro) ha habido unos cuantos, aunque la lista no ha sido suficientemente aprovechada por el cine. Puede pensarse en el Augustus Melmotte de El mundo en que vivimos, de Anthony Trollope, que no faltó quien describiera en tiempos recientes como una suerte de Madoff victoriano que atrae a los londinenses adinerados a un plan de enriquecimiento rápido para construir el ferrocarril de California a México. O en el Curtis Jadwin de El pozo (1903) de Frank Norris, quien intenta acaparar el mercado del trigo de Chicago haciendo subir el precio del grano; o en Frank Algernon Cowperwood de El financiero (1912), de Theodore Dreiser de 1912; el Martin Chuzzlewit de Dickens, experto en el fraude de seguros. El cine no supo capitalizarlos a todos, pero no le fueron ajenos los tiburones de la bolsa de comercio, muchas veces caracterizados como villanos de lo más encantadores; como Gordon Gekko, o como Piero (Alain Delon, el impetuoso corredor del que se enamora Monica Vitti en El eclipse, de Antonioni, 1962), o como el arrogante personaje de Russell Crowe en la menos vista Un buen año (Ridley Scott, 2006). En un recorrido básico por la especulación bursátil en el cine no deberían faltar estos títulos:

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