> CóMO LA SOMBRA DEL OTRO LOS PERSIGUIó EN SUS DISCOS SOLISTAS (Y CóMO INTENTARON ESCAPAR DE ELLA)
› Por Diego Fischerman
En Más que humano, una vieja novela de ciencia ficción de Theodore Sturgeon, se cuenta cómo muchos seres, todos ellos imperfectos, conforman un nuevo ser colectivo y perfecto, el “homo gestalt”. Se trata de una lectura infantil. O de su recuerdo, seguramente infiel. Pero elijo citar de memoria –es decir citar a la memoria y no al libro– y elijo la primera persona por dos motivos. En primer lugar porque no me interesa verdaderamente lo que el libro decía sino mi impresión lejana. Y en segundo, porque las impresiones lejanas no podrían estar ausentes cuando, como en este caso, se trata precisamente de la música más antigua y duradera de mi vida –aunque, desde ya, no sólo de la mía–. Tal vez hoy los tiempos sean más lentos que otrora. 2001 quedó en el pasado y lo hizo sin trajes plateados ni hombres en la luna. Ya los discos no sorprenden con cada canción ni los músicos con cada disco –y claro, los mismos discos se están yendo de nuestro mundo–. Y, entonces, todavía la gran noticia sigue siendo ese homo gestalt llamado The Beatles.
Por una parte, acaban de publicarse, remasterizados y con bellísima presentación, ocho de los discos solistas de John Lennon editados originalmente entre 1970 y 1984. Por otra, el próximo miércoles Paul McCartney, que ya tuvo 64, que ya se volvió a quedar solo y que sigue componiendo canciones –como siempre: las más burdas y las más geniales, una al lado de la otra, con la misma facilidad y como si fueran la misma cosa– actuará nuevamente en Buenos Aires. Pasaron 41 años desde la última obra conjunta de The Beatles. No era un tiempo pequeño, en otras épocas. Solía separar mundos estéticos absolutamente diferentes. Fue la distancia entre las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach (1740) y la Sinfonía No. 35 de Wolfgang Amadeus Mozart (1781). O entre las primeras grabaciones de King Oliver o Jelly Roll Morton y la Mahavishnu Orchestra. O, si se prefiere, entre el primer film sonoro de la historia, El cantor de jazz (1927), y el Album Blanco. En cambio, es imposible no sentir la referencia a los Beatles, más o menos lejana, más o menos enmascarada, en cada canción o en cada grupo actual. Y, sobre todo, es imposible escuchar a Lennon y a McCartney sin escuchar, como sonido de fondo y como inevitable unidad de medida, aquel fugaz homo gestalt en el que ambos fueron mejores que sí mismos.
Entre muchas imágenes posibles de cómo el mundo Beatle transformaba la vida de quienes los escuchábamos elijo un simple. Nunca nada me sonó tan diferente a todo, tan bello e inquietante a la vez, tan nuevo y al mismo tiempo revelador de un deseo anterior sólo pasible de ser revelado con la aparición de su objeto. Al escuchar “Strawberry Fields Forever” y “Penny Lane” se tenía la sensación de que se lo esperaba y, al mismo tiempo, se sabía que era imposible haber esperado algo así. Y elijo ese disco de dos temas –esa exacta unidad creativa ya desaparecida– porque allí el homo gestalt estaba en su momento áureo. Porque antes estaba en gestación (una gestación, de todas maneras, con momentos extraordinarios como “For No One” o “Tomorrow Never Knows”) y porque después no volvió a ser el mismo. “Strawberry Fields forever” es la mejor canción de McCartney compuesta por Lennon y “Penny Lane” la mejor pieza de Lennon escrita por McCartney. Allí uno y otro buscan imitarse, seducirse. Y allí se mejoran y completan. Ni uno es tan obcecada y premeditadamente tosco ni el otro tan cursi. Lo que vendría después, lo que empezaría a aparecer en el Album blanco y en Abbey Road –también en Let it Be, su versión lastimosa– sería ni más ni menos que lo que continuaría en sus carreras solistas: la lucha de Lennon por dejar de ser un Beatle y la de McCartney por continuar siéndolo.
Los discos de Lennon reeditados por EMI son John Lennon/Plastic Ono Band (1970), Imagine (1971), Some Time in New York City (1972), Mind Games (1973), Walls and Bridges (1974), Rock ‘n’ Roll (1975), Double Fantasy (1980), y Milk and Honey (1984). La primera diferencia evidente con la publicación anterior en CD es la presentación. Cada uno de los discos, con cubiertas que reproducen el formato de vinilo con tapa doble, incluye un completísimo folleto con fotos, buenos análisis cotenxtuales y las letras de todos los temas. Pero el contraste más significativo es en el sonido. Paradójicamente, el efecto es más notable en las tomas donde se buscaba explícitamente un sonido lo más crudo posible. Allí el bajo y la percusión, la resonancia de la pulsación en las cuerdas de las guitarras, ganan una presencia y una calidez –o una aspereza– que la compresión anterior había borrado del mapa sonoro. La otra novedad es un segundo disco, en Double Fantasy, que reproduce al primero pero sin las sobregrabaciones y arreglos del original. Y en realidad la operación de desnudamiento es más radical si se piensa que en este caso los discos se han invertido: el primero es la nueva versión y el editado en el ochenta queda relegado, por la voluntad de Yoko Ono, responsable de la idea y la producción junto a Jack Douglas, al lugar de referencia adicional, casi de borrador. El criterio es similar al que guió la edición “naked” de Let it Be pero, en rigor, las circunstancias no podrían ser más diferentes: en el disco de los Beatles los arreglos de cuerdas y los coros no habían sido consensuados mientras que en este caso el disco originaria puede leerse como la respuesta –o por lo menos una lectura– de Lennon sobre el sonido de fines de los setenta y comienzos de la década siguiente. En todo caso, el resultado, aunque no sea fiel a nada anterior, es bello. Y el nuevo tratamiento tampoco cambiará, por otra parte, la inveterada costumbre de escuchar sólo las pistas impares y evitar con prolijidad las canciones solistas de Yoko.
Eventualmente, si algo siguió uniendo a Lennon y McCartney después de los Beatles fue la imposición de la voz –y los por lo menos dudosos méritos musicales– de sus mujeres. Lo demás es la comprobación de esas características que antes giraban, opuestas, alrededor de un mismo núcleo y que después destacaron, como si se tratara de agujeros en una tela, aquello que el otro ya no aportaría. Es claro que en ninguno de los discos de Lennon se escuchará aquello que sobra en los de McCartney: precisión, detalle, orfebrería. Que Lennon nunca tuvo –y nunca quiso tener– una banda que sonara como la impresionante maquinaria con la que McCartney registró sus actuaciones del año pasado en Nueva York (Good Evening New York) y con la que llegará esta semana a Buenos Aires. Hasta la desmañada Wings sonaba prolija, como demuestra Band on the Run, que también en estos días reeditará Universal con la debida remasterización. Y es obvio, también, que a Paul le faltará, para siempre, la visceralidad, cierta concepción de la canción como algo real –y vital– que Lennon nunca dejó de tener. Los que crecimos con ellos –y con ellos aprendimos a escuchar otras músicas: canciones isabelinas, operetas inglesas, música india, Bach, Stockhausen o Penderecki– los queremos a ambos como se quiere a viejos amigos. Se les perdona casi todo y el reencuentro siempre es grato, aunque haga tiempo que los rumbos se han vuelto divergentes. Pero, al mismo tiempo, no acabamos de apreciarlos como son. Buscamos –y por supuesto encontramos– esas nuevas canciones de McCartney en que aparecen los rastros de “Eleanor Rigby” y de los arreglos de George Martin. Volvemos a escuchar las viejas canciones de Lennon en que parecía ser el mismo –la extraordinaria “Jealous Guy”, por ejemplo– y jugamos a adivinar lo que hubiera hecho Martin con las cuerdas de “Imagine” –en lugar de la ramplonería sacarosa de Phil Spector que, es obvio, Lennon prefería–. Nos solazamos, a pesar de todo, en esos momentos en que Lennon no lograba su objetivo –dejar de ser Beatle– y donde el de McCartney –continuar siéndolo– sí se consigue. En ese territorio imaginario, y todavía presente, donde el homo gestalt sigue cantando.
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