› Por Sidney Lumet
He estado trabajando desde los cinco años de edad, y no entiendo el no trabajar. Es algo que me resulta increíblemente indulgente.
Muchos directores, cuando les llega el éxito, tienden a ponerse pretenciosos, sienten que cada película tiene que ser una obra maestra. Yo no. Si no puedo hacer Daniel, hago Trampa mortal. El melodrama no tiene nada de malo.
Si trabajás consistentemente, podés sacarle algo a cada película. Asesinato en el Expreso de Oriente fue una pifiada, pero cuando la hice desde un punto de vista del oficio, me posicionó en un buen lugar cuando conseguí Network.
Es muy importante hacer un melodrama cada dos o tres películas. Porque cuando hago películas como Príncipe de la ciudad o Daniel, los requerimientos introspectivos son tan grandes que tengo que ser cuidadoso. Es una manera de evitar ser pretencioso. Me gusta volver a dirigir una narración simple en el nivel más primitivo.
No me gusta aparecer en los créditos como “Un film de Sidney Lumet” o “Una producción de Sidney Lumet”: no quiero afincarme en un estilo definitivo porque el estilo está determinado por el material en sí.
Yo diría que si uno crece pobre en Nueva York, intuye el drama en cada cuadra. Uno crece intuyendo que el conflicto existe en todas partes.
La mayoría de la gente no lo va a admitir, pero todos los buenos trabajos son accidentales. Lo único que podés hacer es preparar el terreno, y después tener esperanza.
En películas como Tarde de perros tu primera obligación es imprimir en el público la idea de que, ey, muchachos, esto pasó de verdad. Esta película no es nada si es una película inventada.
No creo mucho en la improvisación, aunque me gusta como proceso de ensayo, no para rodar. Me parece que la mayoría de las improvisaciones terminan siendo autoindulgentes, y lo que lleva siete minutos para decir de esa manera se puede decir en un minuto y medio. Y el tiempo es precioso en la pantalla.
Lo primero de lo que tenés que dar cuenta es que es probable que no consigas salvarte. Creo que el mayor riesgo es tratar de racionalizar los fracasos como éxitos: “Oh, lo que realmente quise decir con esta película, nunca lo entendieron”.
Uno quiere crecer, o en una de esas te querés comprar una casa. Todas son razones legítimas para hacer películas, siempre y cuando no intentes engañarte a vos mismo. Cuando hice una película para David Merrick (Child’s Play, 1972), fue por una muy sencilla razón. Acababa de encontrar una gran casa en Lexington Avenue y la calle 91, y mi esposa estaba embarazada y yo necesitaba 35 mil dólares para el depósito. Así que me emocioné cuando apareció este encargo que me iba a dar el dinero necesario. Pero no traté de convencerme de que iba a ser una obra de arte.
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