› Por Diego Fischerman
“Las noticias llegan del mar; las buenas y las malas. Y en los puertos, las mujeres crecemos y vivimos mirando el mar y esperando”, decía a este diario, poco antes de morir, la notable cantante portuguesa Amália Rodrigues. “Sao Vicente es una isla, parte de Cabo Verde. Y en las islas todo llega del mar”, comentaba a Radar Cesária Evora, tal vez la única gran intérprete de morna, esa especie de fado africano nacido en el medio del océano, frente a la costa de Senegal. “Los puertos tienen sus propias historias. Y lo extranjero no es extranjero. Todo el tiempo está llegando gente de todas partes y, también, yéndose. Con ellos, llegan y se van canciones. Por eso es que en nuestra música está lo portugués, y está una manera de interpretar, una cadencia, que viene de Africa, pero también están todas esas canciones de marineros que fueron y vinieron durante siglos”, reflexionaba la cantante hace dos años, cuando llegó a Buenos Aires para actuar por tercera y última vez en esta ciudad.
Alguien aventuró alguna vez que la palabra “fado” se relaciona con “fatum”, el destino. Y aunque seguramente no hay raíz en común, “morna” lleva a pensar en las nornas, esas diosas nórdicas del destino a las que hasta las otras deidades debían obedecer. Fado y morna son canciones melancólicas, portuarias, como el tango. “Las maneras son distintas de las nuestras, menos íntimas, menos susurradas. El tango es un poco más heroico y tiene detrás, muchas veces, esas grandes y magníficas orquestas, mientras que la morna, como el fado, es una canción con guitarras, más de bares que de grandes salones. Pero los sentimientos son los mismos, son sentimientos de la gente que vive en los puertos: la soledad, el amor, el abandono, la sodade.”
Cuando los portugueses fundaron su primera ciudad en ese lugar que después se llamó Cabo Verde, en 1462, no había nadie. Después intentaron plantar caña de azúcar. Pero el lugar –un puerto en el Sur del Atlántico y una escala en el trayecto desde Africa hacia América– prosperó con el tráfico de esclavos. Después no ofreció mucho más. Allí quedaron los descendientes de los colonos y de los cautivos. Y una canción, impregnada de la tristeza de unos y otros. “En Lisboa se llora como sólo se llora en los puertos”, había dicho Amália Rodrigues a Página/12. “Sin esperanza y sin ventura”, cantaba a Sao Vicente, Cesária Evora.
Nacida en Mindelo, un lugar donde hace años que casi no llueve, Evora, de niña, ayudaba a su madre a preparar y a vender comida y, en el orfanato de la ciudad, ayudaba con la limpieza y la cocina a cambio de unos pocos escudos caboverdianos. En su ciudad cantó en un coro y, ya adolescente, en bares y hoteles; los músicos locales la idolatraban y la llamaban “reina de la morna”. Pero era la reina de una isla abandonada. La descubrió en Portugal, mucho después, un francés descendiente de caboverdianos llamado José da Silva, que la llevó a París. En 1988, a los 47 años y con una canción llamada “Sodade”, se convirtió en una estrella. Tenía una de las voces más extraordinarias –y más tristes– que podrían imaginarse. Murió el 17 de este mes. Dejó a su isla sin esperanza y sin ventura, más abandonada que nunca.
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