Domingo, 17 de junio de 2012 | Hoy
Por Carlos Gamerro
El Ulises de Joyce se publicó en París en 1922, y ya en 1925 Borges afirmaba ser “el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce” (el año anterior había intentado lo que bien puede ser la primera versión española del texto, una versión aporteñada del final del monólogo de Molly Bloom). Borges decía acercarse al Ulises con “la vaga intensidad que hubo en los viajadores antiguos al descubrir tierra que era nueva a su asombro errante”, y se apura a anticipar la respuesta a la pregunta que indefectiblemente se le hace a todo lector de esta novela infinita: “¿La leíste toda?”. Borges contesta que no, pero que aun así sabe lo que es, de la misma manera en que puede decir que conoce una ciudad sin haber recorrido cada una de sus calles. La respuesta de Borges, más que una boutade, es la perspicaz exposición de un método: el Ulises efectivamente debe leerse como se camina una ciudad, inventando recorridos, volviendo a veces sobre las mismas calles, ignorando otras por completo.
Lo que más fascina a ese Borges de veinticinco años es la magnitud de la empresa joyceana, su concepción de un libro total: el libro de arena, la biblioteca de Babel, el poema “La tierra” que Carlos Argentino Daneri intenta escribir en “El Aleph” surgen del deslumbramiento de Borges con la novela de Joyce que (como los poemas totales de Dante o Whitman, como el Polyolbion de Michael Drayton) sugiere la posibilidad de poner toda la realidad en un libro. Lo que no significa que adopte el método joyceano. Lo propio de Borges, especialmente cuando se enfrenta con magnitudes inabarcables como el universo o la eternidad, es la condensación. Procede por metáfora o metonimia, nunca por acumulación. Si en el Ulises Joyce expande los hechos de un día a 700 páginas, en “El inmortal” Borges comprime los de 2800 años a diez. Frente a la prolija ambición de Daneri, “Borges” (el personaje Borges de “El Aleph”) da cuenta del aleph en un párrafo, cuya eficacia radica en sugerir la vastedad del aleph a partir de la elipsis y el hiato, admitiendo la imposibilidad de ponerlo todo en palabras. Joyce hubiera procedido como Daneri, si bien con más talento: “Su tesonero examen de las minucias más irreducibles que forman la conciencia obliga a Joyce a restañar la fugacidad temporal y a diferir el movimiento del tiempo con un gesto apaciguador, adverso a la impaciencia de picana que hubo en el drama inglés y que encerró la vida de sus héroes en la atropellada estrechura de algunas horas populosas. Si Shakespeare –según su propia metáfora– puso en la vuelta de un reloj de arena las proezas de los años, Joyce invierte el procedimiento y despliega la única jornada de su héroe sobre muchas jornadas del lector.”
Cuando escribió estas palabras, el joven Borges atravesaba su etapa hispánico-barroca (en lo que al estilo se refiere: quería ser Quevedo o Góngora) que luego execraría: este texto, por ejemplo, queda fuera de sus Obras completas. No sorprende, entonces, que junto a la propuesta de lectura fragmentaria, el otro consejo para los perplejos lectores de Ulises que Borges desliza en este temprano y precursor artículo de Proa sea una cita del también perplejo Lope de Vega ante las ilegibles complejidades de Góngora: “Sea lo que fuere, yo he de estimar y amar el divino ingenio desde cavallero, tomando de él lo que entendiere con humildad y admirando con veneración lo que no alcanzare a entender”. El barroco irlandés establece un puente entre el barroco español y el argentino, pero el matrimonio no duraría demasiado: pocos años después Borges abjuraría del estilo barroco y lo condenaría en el prólogo de su Historia universal de la infamia: “Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura. [...] Yo diría que es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios”. Su admiración por Ulises no decaería (aunque el ultrabarroco Finnegans Wake se le hizo muy cuesta arriba), pero sería matizada por críticas y hasta alguna que otra burla, como esta referencia oblicua al Ulises en “Pierre Menard, autor del Quijote”: “uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebière o a don Quijote en Wall Street”.
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