Dom 08.07.2012
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Mediodía en Barcelona

› Por Rodrigo Fresán

Si hay algo que un nativo de Barcelona de bien odia más que a La Sagrada Familia de Gaudí, ese algo es Vicky Cristina Barcelona de Woody Allen. Y no sólo al producto terminado y estrenado y oscarizado sino –entre junio y agosto de 2007– al making off del asunto en cuestión.

Así, Barcelona –que hasta entonces amaba incondicionalmente todo lo que hacía el norteamericano universal– no llevó muy bien la estadía de Allen y su tribu entre sus calles y paseos. Para empezar, los requerimientos para el rodaje: el cierre de avenidas, la disposición absoluta de hitos turísticos, la allenización de la ciudad toda escogida por el director de Manhattan para continuar –agotada Londres– su carrera como agente de viajes cinematográfico y director de home movies turísticas para ser consumidas por el mundo entero y, en especial, por señoras y señores de Iowa a los que no les gusta viajar por el extranjero mucho más allá de Miami.

Sé muy bien de lo que hablo porque, por entonces, yo vivía junto a La Pedrera y –a lo largo de una semana inolvidable, con la calle y puerta de mi edificio tomadas por camiones de filmación y nerviosos individuos (¿tal vez los misteriosos gaffers que jamás supe muy bien a qué cuernos se dedicaban y cuál era su función?)– te daban órdenes a los gritos y convertían las idas y vueltas a comprar el pan y el diario en algo demasiado parecido al cruce de las Termópilas.

Debo decir que no era una experiencia nueva: en 2001 ya había soportado –mismo lugar– el rodaje de Gaudí Afternoon de Susan Seidelman, con Juliette Lewis y Judy Davis y, en perspectiva, algo así como una paradójica falsificación anterior de Vicky Cristina Barcelona más un pizca de Almodóvar mal entendido. Gaudí Afternoon nunca llegó a los cines de Estados Unidos, editándose directamente en DVD, y se lo tiene bien merecido.

Seis años después, por ahí andaban Javier Bardem y Penélope Cruz (que estrenaron su amor durante la filmación). Y Scarlett Johansson (que en persona y de cerca no es gran cosa, digámoslo) y Rebecca Hall (mucho más atractiva y simpática que la anterior y, de acuerdo al guión, arribando a la ciudad para “un master en identidad catalana” ¿?¿?) y el mismísimo Woody Allen haciendo de Woody Allen. Un Woody Allen al que uno miraba siempre fijo, con una mezcla de irritación por lo que ahora soportaba y de amor por todo lo que había recibido y sin dejar de lado las pupilas dilatadas de quien fantasea –con La Vanguardia y un par de chapatas bajo el brazo– con ser descubierto y aparecer allí como extra, con una línea inolvidable en los labios, como Jeff Goldblum gimiendo en Annie Hall que ha olvidado su mantra o algo así.

Después o antes –no estoy seguro– Allen y su troupe partieron a Oviedo, en Asturias, para continuar filmando, y allí le dedicaron una estatua a la que, desde entonces, todo el tiempo, se la pasan arrancándole sus gafas de bronce y, sí, los asturianos son más amigables que los barceloneses.

No vi la película en el cine (esperé hasta que la pasaron por televisión) porque había tenido una sobredosis de Vicky Cristina Barcelona. Ya sabía todo sobre ella sin necesidad de ver ni uno de sus fotogramas. Desde la trama un tanto absurda con chicas neoyorquinas aventureras cayendo en las garras mediterráneas y latinas de un pintor en celo y una española celosa (en el guión original el pintor era un torero hasta que le explicaron a Allen que torero + Barcelona era ya demasiado inverosímil); hasta el “escándalo” porque buena parte del rodaje fuese en parte financiado por el Ayuntamiento y la Generalitat con dinero público para promocionar así universalmente la “marca Barcelona” y que, en palabras de una autoridad, “haría por la ciudad lo mismo que El señor de los anillos hizo por Nueva Zelanda”. Un total de 1.500.000 euros saliendo de impuestos o algo así (según una encuesta de El Periódico, la maniobra le pareció “excesiva” a un 75 por ciento de los encuestados) y hoy le pedirían a Allen que, por favor, dejase unos euros por el amor de Dios.

Es decir: yo estaba más que preparado para odiar algo que –Allen dixit– sería “una love letter mía para Barcelona y una love letter de Barcelona para todos... Una película romántica, seria, con algunos momentos divertidos y sin sangre... Comenzará con alguien enseñando la ciudad a dos personas que acaban de llegar. Mi propósito es mostrar Barcelona igual que muestro Manhattan, muy a través de mis ojos” y en la que, avisó Bardem, “yo interpretaré a un tipo totalmente normal, pero que tiene locas a Penélope Cruz y Scarlett Johansson”. A saber: un ligero, leve, más leve todavía, vaudeville con macho ibérico, fogosa hembra española y turistas norteamericanas con ganas de emociones fuertes pero tampoco fortísimas; porque para eso está el gore-slasher-lonely planet-traveller check de la sangrienta saga Hostel.

Pero cosa de un año después de que Vicky Cristina Barcelona se convirtiera en un gran éxito internacional y local para Allen (costó unos 15 millones de dólares y acabó recaudando casi 100), recibiera múltiples galardones y reconocimientos de la crítica (ganó 21 de 28 nominaciones en total, incluyendo varios Independent Spirit Awards, el Sebastián 2008 que la asociación de homosexuales Gehitu concede al film del Festival de Cine de San Sebastián en el que “mejor se siente representada la comunidad de gays, lesbianas, transexuales y bisexuales”), y siendo sólo superada por Medianoche en París; en la pequeña pantalla de mi televisor, cortesía de Canal +, lo cierto es que, sin ser buena, Vicky Cristina Barcelona no me pareció tan mala. Aunque jamás comprenderé cómo alguien puede darle a Penélope Cruz un Oscar y un Bafta por hacer eso que solían hacer los actores secundarios Made in USA circa 1920 y 1930 y 1940 y 1950 cuando tenían que representar graciosos y pintorescos y apasionados seres “exóticos” en los sets de Hollywood.

Tiempo después, el Hombre Murciélago llegó a la Ciudad Condal desde Ciudad Gótica para protagonizar aquí, durante un Sant Jordi, el comic-book titulado Batman/Barcelona: El Caballero del Dragón. Ahora –en cambio, los tiempos cambian– se espera y se apuesta y se cruzan los dedos a que un magnate del juego se decida por estos lares para elevar Eurovegas.

Vicky Cristina Barcelona –como todo el Woody Allen modelo Frequent Flyer– es la postal en movimiento de un parque temático con ese encanto levemente psicótico de los relatos de Marco Polo o de todo aquel que se inventa aventuras y viajes a lugares lejanos sin salir de casa. Con la diferencia de que Allen sí viaja, pero no por eso deja de imaginarse una Londres o una Roma o una París a su medida, desde su penthouse frente al Central Park, en Nueva York, donde escribe sus guiones tirado en la cama como si se tratase de una reposera.

En lo que a mí respecta, hace ya cinco años que no vivo junto a La Pedrera y difícil que alguien venga a filmar algo aquí, en las cercanas afueras, pero lejos de todo Gaudí.

La Barcelona y la España que filmó Woody Allen en Vicky Cristina Barcelona no existe.

Y de haber existido alguna vez, seguro, ya no existe.

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