> EL LIBRO DE SUS AñOS EN CIPOLLETTI CONTADOS POR SUS AMIGOS
› Por Pablo Montanaro
Esos días de infancia y adolescencia que Osvaldo Soriano vivió en Cipolletti –ciudad rionegrina a la que llegó junto a sus padres en 1953– fueron decisivos en experiencias vividas, imaginadas o soñadas que después terminarían en sus libros.
Desde la esquina de Alem y Mengelle, bajo la sombra del peral que inmortalizó en el cuento “Rosebud”, El Gordo o El Chueco –como le decían sus amigos cipoleños– soñaba con llevar el número 9 en la camiseta de San Lorenzo de Almagro, ser relator deportivo a la manera de Osvaldo Caffarelli, Fioravanti o Alfredo Arostegui, mientras dejaba la escuela industrial para deambular arriba de su moto por calles y bardas de cara al viento y el frío patagónicos, y comenzaba a discutir con su padre acerca del futuro, del país “que no tenía remedio” –según aquel empleado de Obras Sanitarias que era su padre– y de aquella Argentina de la Revolución Libertadora, con proscripciones y proclamas que afirmaban que no había “ni vencederos ni vencidos”. En ese “verdadero Far West”, como definió a su pueblo, Osvaldo junto a sus amigos querían madurar pronto y triunfar “en alguna cosa viril y estúpida como las carreras de motos o el fútbol”. Su infancia fue un territorio sin literatura, donde en la biblioteca de su padre se amontonaban gruesos volúmenes de temas técnicos, intrascendentes para quien buscaba en las páginas de El Gráfico su destino de goleador o ser un audaz aventurero de las historietas que le ofrecían las revistas Fantasía, Misterix o Rayo Rojo.
Cipolletti, Allen, Barda del Medio, Neuquén y Plaza Huincul, entre otras ciudades, con el tiempo se convirtieron en los escenarios donde transcurren sus mejores relatos y novelas. La presencia de su padre, la infancia y sus juegos, la primera novia y la pasión futbolera se despliegan con intensidad, en la que no falta la épica y el humor en los textos del libro Cuentos de los años felices. Allí parece estar condensado aquello que podría denominarse “realismo mágico patagónico”.
En el jardín de su casa, en la esquina de Alem y Mengelle, todavía está erguido, entre otros árboles, su “Rosebud”, que en su última visita a la ciudad lo llevó a confesar, acaso conducido hacia su propio Aleph, que “podemos borrar o confundir las huellas de una vida, pero las llevamos a cuestas”. Y descubrió que lo que contaba no era el árbol sino “lo que hemos hecho de él”.
Sus amigos de aquel tiempo, sus compañeros de intensos partidos de fútbol e interminables cafés, volcaron sus recuerdos y anécdotas en este libro que recrea la vida de Osvaldo Soriano mucho antes de que se convirtiera en uno de los escritores argentinos más leídos y populares.
Seguramente a esos amigos Soriano dedicó las palabras finales del cuento “Casablanca”: “Ahora que se acerca el invierno lo único que puedo hacer es mirar viejas películas, leer viejos libros y evocar viejos partidos. No tengan piedad de mí: la memoria, si veraz y violenta, es una materia exquisita”.
Más de cincuenta años después de aquella amistad con el Gordo Soriano, sus amigos y compañeros de aventuras se entusiasman al recordarlo y aseguran haberlo escuchado afirmando: “Yo soy de todos lados, pero más de Cipolletti”.
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