Domingo, 2 de septiembre de 2012 | Hoy
> ENTREVISTA AL AUTOR
Por Fernando Bogado
No hay lugar más monstruoso que el lugar turístico fuera de temporada. La dejadez, el silencio intranquilizador, los restos de un verano perdido que se disuelven en el frío del viento. Cámara Gesell, la última novela de Guillermo Sa-ccomanno, transcurre en ese momento perdido, entre temporada y temporada, retratando en sus más de 500 páginas la vida cotidiana de un pueblo al que sencillamente se lo conoce como La Villa, un lugar sumido en el crimen y la más básica chismografía, esa suerte de vigilancia policial del ojo del vecino que registra, comenta, pero no actúa. “Curiosamente –-asegura Saccomanno–, cuando no hay nadie, cuando no es época de turismo, es cuando más vigilado estás. Siempre hay alguien que está mirando, corriendo la cortina y revisando. El rumor, junto con el adulterio, son los deportes favoritos de cualquier pueblo.”
Sin embargo, ese retrato de lo más básico y cotidiano es, tal vez, la mejor estrategia para avanzar sobre un tema que excede las vicisitudes de este pueblo (no tan) imaginario: en las páginas de Cámara Gesell el lector podrá encontrar rápidamente la insistencia de otros temas, otras preocupaciones que incumben a lo filosófico, a lo moral... Cámara Gesell es, tal vez, una novela que se preocupa por el mal y su representación, un texto moral que apela al fragmento como estrategia de representación estética. No por nada ese espacio turístico se compara más de una vez con aquel otro lugar pesadillesco, laberíntico y para nada vacacional: el Infierno.
En varios de tus libros, Villa Gesell, tu lugar de residencia desde hace más de veinte años, aparece como escenario de la acción, casi como protagonista. ¿Sentís que hay un proceso de apropiación de la ciudad en el arco que va de aquellos libros a Cámara Gesell?
–Dal Masetto me dijo una vez algo que para mí fue una regla: todo lugar a donde uno llega es un espacio por conquistar. Cuando llegué a Gesell, hace ya algunos años, en aquel momento me llamaba la atención todo lo que se contaba sobre el viejo Carlos Gesell, alguien que era interesante como personaje faulkneriano, como componente de tragedia faulkneriana. El tenía su personalidad, su historia, además de que había algo en la estética del lugar que me interesaba. Empecé a escribir unas contratapas para el suplemento Verano/12 de Página: al poco tiempo, me empezaron a putear en el pueblo. Esas notas conformaron un libro que se llamó El viejo Gesell. Ahí contaba la historia de este tipo que va a ahí a forestar, a conseguir madera para fabricar cunitas. Compró una franja costera –convencido por un potentado de Pinamar– para poder sembrarla. Llamó a geólogos, agrimensores, trajo gente de todos lados, tuvo que pagar el doble a toda la peonada que contrató y la tenía regando al mediodía, en verano y en el médano, y lo logró, fundó una ciudad. Curiosamente, se llamó Parque Idaho. El segundo nombre de Carlos Gesell (que no era alemán, sino que había nacido en Banfield) es Idaho, hijo de un economista progre, lo que no quiere decir que el hijo lo haya sido, pero este Idaho como primer nombre del lugar, más algo en la arquitectura que yo veía en Gesell, deba la impresión de una cruza de pueblo del middle west con San Justo. Poco tiempo después de haber publicado ese libro, El viejo Gesell, me voy a comer un asado con unos paisanos, y ahí uno me dice: “Usted se equivocó con el libro que escribió”. “¿Por qué?”, le pregunto, y me responde: “Porque usted lo escribió de allá para acá y lo tendría que haber hecho de acá para allá”. Lo que me quería decir es que yo tendría que haber escrito El viejo Gesell desde la mirada de los laburantes, desde el pueblo de Gesell, desde los criollos, desde los que no se nombran, desde el techista, el plomero, el cartero, el sodero, el albañil... Me pareció que era una observación muy válida, porque yo había contado una historia y tal cual yo la contaba parecía que el pueblo había sido fruto sólo de exiliados de guerra austríacos. Pero después vinieron todos los albañiles, los gallegos y los tanos: hay como tres o cuatro Villa Gesell en Villa Gesell. Siempre han aparecido en mis relatos Gesell, la Patagonia, el Bajo, los lugares en donde me he formado. No me iría de ahí porque creo que ahí hay un arsenal de historias, nadie puso la pata antes, yo fui y puse la pata no de canchero, sino porque me atrajo ese material y sentí que constituía mi literatura.
¿Cómo fue el proceso de escritura del libro?
–Me di cuenta en estos días de que esta novela la empecé a escribir ya hace bastante. Revisando algunas cosas en Gesell encontré unos cuentos que escribía para Página/30 en el ’96, ’97: en ese tiempo ya escribía cuentos que transcurrían en la Villa. Transcurrían en un hotel, el hotel del Francés, un amigo arquitecto, donde se reunían todas las noches cuatro o cinco vagos del pueblo y contaban historias acerca de lo que pasó en el día. Es decir, acá ya empieza la cuestión de las voces: uno tira una punta y el otro la completa. Algo que no es ningún secreto: esto es la literatura de Miguel Briante, que a su vez tiene que ver con cierta literatura norteamericana, esas voces de la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters. También creo que mientras estuve escribiendo otros libros, fui escribiendo éste. Este libro podría decir que lo escribí entre el 2006 y el 2012, mientras sacaba 77, mientras sacaba Un maestro. Pero esto iba avanzando en tranco lento: tenía un ritmo diario, me propuse que cada capítulo no podía exceder una carilla de A4 a espacio y medio. Digamos, me propuse una medida que me viene del cine, de la historieta, me viene un formato. Y también podría decir que me vienen las voces: este libro no lo escribí, yo lo escuché.
Hablando de escuchar, hay una fuerte marca que proviene de la estructura de los melodramas de tv norteamericana. ¿Qué te interesa de ese tipo de producciones?
–En Peyton Place, la novela de Grace Metalious de la cual se hizo una serie, se planteaba: pueblo chico, infierno grande. A mí lo que me interesaba era escarbar esta idea. Una gran punta para la novela me la dio una serie norteamericana que se llamaba Deadwood. Esta serie lo que plantea es la creación del capitalismo: un campamento en el Yukón donde se descubre oro. Ahí empieza a generarse el pueblo y el dueño del prostíbulo se convierte en capitalista y prestamista, el del diario está bancado por este tipo y no puede publicar una noticia, los chinos son la mano de obra berreta del ferrocarril que están tendiendo... Curiosamente, es una serie muy cutre, muy roñosa. También volvimos a ver Twin Peaks con mi mujer. Eso me llevó a poner una cita encriptada en el libro: un programa que se llamaba My Neighbour’s Drama, que te da la estructura de la novela. Es eso lo que me interesa: el mal está presente todo el tiempo en Cámara Gesell porque yo creo que un pueblo es la representación del infierno.
Hay ciertos procedimientos que retomás de novelas como Manhattan Transfer, de John Dos Passos, o La colmena, de Camilo José Cela, esto de contar la historia de una ciudad a partir de una prosa fragmentaria. ¿Revisaste obras como éstas para encontrar antecedentes de lo que querías hacer?
–Esta novela es la novela de un lector. A Manhattan Transfer lo estuve mirando, lo agarré nada más que para revisar el procedimiento. Leí toda la literatura de pueblo de la literatura norteamericana y de la argentina, los que me interesaban. Si tengo que poner antecedentes: Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio. Anderson es como el padre de Faulkner. En ¡Absalom, Absalom! hay una cita que a mí siempre me volvió loco, no sólo porque tenía una abuela que me contaba cuentos de España sino porque me parecía que, cuando leí Faulkner, sentí una absoluta proyección en Quentin Compson, la misma que tenías en Arlt con Silvio Astier. La cita dice: “Quentin había crecido entre todo ello, hasta los mismos nombres eran intercambiables y sumaban millares. Su niñez estaba poblada de nombres; su propio cuerpo era como un salón lleno de ecos, de sonoros nombres derrotados; él no era un ser, una persona, él era una comunidad”. La influencia de la literatura norteamericana está todo el tiempo. El sueño del pibe como escritor, después de todo, es “yo fundo un pueblo”. Yo escribo sobre un Villa Gesell imaginario, es más, ni lo llamo Gesell, lo llamo la Villa: no es Gesell, es literatura. Es Yoknapatawpha. Yo creo que ése es el gran invento de Faulkner, reconocido por García Márquez cuando habla de Macondo y que Briante reconoce en la voz de Rulfo. Digo: yo quería construir un pueblo.
¿Pensaste en armar un índice de personajes como guía o referencia para el lector entre tantas historias cruzadas?
–Estuve a punto de hacerlo, pero ahí había dos cosas. La guía era como de 250 personajes. Lo que importaba eran las historias y las voces, porque en un pueblo estás escuchando todo el tiempo. Me pareció que el libro tenía que pelearla sin el casting, sin el elenco. Hubo un momento en que tuve que hacer un mapa de todos los personajes. Necesitás un documento para seguir, porque si no te perdés. Los libros de Faulkner tienen sobre el final una lista de personajes, hay una genealogía. Esto que hace Faulkner no es nuevo. A mí me había llamado mucho la atención cuando era pibe, en la biblioteca de mi padre, una gran biblioteca proletaria (Tor, Sopena, Futuro). Mi viejo era un gran lector de Balzac y un gran lector de Zola. Prescindamos de esa cosa pasada de moda del naturalismo y de la herencia: vos vas a notar que Zola arma la construcción de todas las familias, traza un árbol genealógico que atraviesa todo el París del Segundo Imperio. Pensalo como una genética de composición textual: tenés que armar el árbol genealógico, o como lo quieras llamar, tenés que armar la construcción de lazos. Para mí hay dos literaturas fuertes: la rusa y la norteamericana. En el medio, no podés ignorar ciertos escritores franceses, centroeuropeos. Si vos querés saber cómo era la Francia del Segundo Imperio, andá a Zola y Maupassant; si vos querés saber cómo era la época de fin de siglo, andá a Proust. Si vos querés entender la Rusia zarista, tenés que leer a Tolstoi, tenés que leer a Dostoievski y ver qué discusión se pone en juego. Entonces yo dije: éste es el arsenal. ¿Cómo terminó Tolstoi? Evangelizando. Dostoievski, después de haber sido socialista fabiano, a partir del simulacro de fusilamiento que integraba, entre otros, el abuelo de Nabokov, lo mandan a Siberia y vuelve con un delirio místico: vuelve cristiano. Estuve leyendo a Nietzsche, Nietzsche tiene el problema del mal, Kierkegaard tiene el problema del bien, Nietzsche tiene la escritura fragmentaria, Kierkegaard tiene el tema de los seudónimos, y encima estoy trabajando con Dante. Si querés voy al cine: es la estructura Robert Altman, como en Nashville, ahí te vas a dar cuenta de cómo circulan los personajes. Todas estas lecturas aportaron elementos que están en la novela.
¿Y La Divina Comedia? Más allá del hecho de que uno de los personajes con mayor protagonismo es el periodista Dante, también hay otras pistas...
–Yo creo que Dante va por el lado de Díaz Grey o por el lado de Faulkner, el personaje del comisario Gavin Stevens. Pero creo que va más por el lado de Díaz Grey, es decir, si hay un Faulkner es Onetti en la construcción de Santa María. Además, yo tenía a Dante y me faltaba su Virgilio, ahí es cuando entra el personaje del remisero y, bueno, las estrellas que aparecen sobre el final. No hay una salida al Paraíso, pero hay como un acceso con esas estrellas, con las que terminan los cantos de La Divina Comedia. En definitiva, en esta novela no hay redención, pero todo el tiempo los personajes están buscando una pureza.
Además en Dante está el tema de la lengua, de las lenguas regionales ante una lengua central y unificada...
–Estuve muchos años leyendo a Dante y, junto con eso, escribí mucho sobre Passolini. Passolini se copa con Dante: los dos comparten algo muy seductor, que es el problema de la lengua como cuestión política. Los primeros libros de Passolini escritos en friuliano... Mi intención era que el libro estuviera chamuyado como se chamuya en ese pueblo. Lo que a mí me importa es que este libro sea leído acá (aunque nadie es profeta en su tierra): cuando hablo de la poesía es porque la poesía es tal vez la operación con la lengua por excelencia.
Hay momentos en que la prosa hace un corte abrupto para dar espacio a versos sueltos, pequeños poemas. ¿Qué efecto buscabas con esos saltos?
–Eso fue deliberado: había días en que no me salía otra cosa que ese tipo de frases, como “Bajo cero”. Lo que pretendía era usar ese corte e irme al carajo: esto también es poesía.
La novela insiste sobre ciertos crímenes, diversos casos delictivos. ¿Por qué recurriste a un libro como éste para trabajar con esos materiales y no a la crónica o a la literatura de género, como el policial?
–No estoy con la crónica. Esto es una novela: la que me iluminó fue Paula Pérez Alonso, editora de Planeta. Fue ella la que me dijo que era una novela social, y eso me abrió la cabeza, vi por fin la novela. A Doctorow, cuando escribe Ragtime, muchos periodistas le van a la carga para preguntarle si un policía –que interpreta James Cagney en la película–- era Fulano o Mengano. El dice que no, que lo inventó, y también les dice que la literatura tiene una ventaja sobre el periodismo, y es que puede llegar más lejos. Aquello que imagina va más lejos. Yo puedo decir todo lo que se me ocurra y seguro que en mi exageración estoy más cerca de la realidad que el politólogo, que el sociólogo, que el antropólogo. Hay una pregunta insistente que me hago: ¿escribí la novela por amor o con bronca? El otro día leí una nota de Márgara Averbach sobre Quentin Compson: el problema de todos los personajes de William Faulkner es que aman al Sur, pero no saben cómo amarlo. Yo creo que a mí me pasa un poco esto con este pueblo, un lugar que para mí es electivo. Un pueblo que me ha golpeado. La última que me pasó es el día en que doy por terminada la novela, brindamos con mi mujer y ella me pregunta: “¿Qué vas a hacer? ¿Te vas a ir del pueblo?”. Le digo que no. Esa misma noche, cuando nos acostamos, escucho un ruido, bajo y había un pibe encañonándome con una 9 mm. Pudimos chamuyarlo, hablar con él, pudimos contenerlo, pero no fue gratis estar con una 9 mm apuntándome en la cabeza durante una hora y media. Tenía la novela en la compu, por suerte tenía un pendrive, pude sacar el pendrive, tirarlo al costado y salvar la novela. Eso fue la misma noche en que di por terminada la novela. El pibe se llevó el auto, lo dejó tirado en un médano... Lo primero que digo cuando pasa todo esto es: “Yo de acá no me voy”. Como dicen los antiguos, el verbo produce el hecho: cuatro horas antes mi mujer me pregunta qué voy a hacer después de esta novela, la respuesta la tuve al toque.
Esos datos delictivos, entonces, ¿forman un vínculo entre la experiencia, si querés biográfica, en Gesell y la obra literaria?
–Lo que yo sentía es que esta novela me era dictada. Si algo te enseña la filosofía es a aprender a pensar, si algo te enseña la poesía es a aprender a escuchar, yo preferiría que me digan que esta novela está mejor escuchada que escrita. Entonces, eso significaría que escuché bien a Faulkner, ésa sería la intención. Me es muy difícil separar esta cuestión de la literatura de la vida. Cuando estábamos declarando después del robo mi mujer me dice: “Mirá para atrás”. Miro para atrás... ¡Estábamos en una cámara Gesell! No nos estaban interrogando a nosotros, estaba todo en el mismo lugar. El día en que yo decido dar por terminada la novela entra un pibe, me afana, logro salvar el pendrive, vamos a la fiscalía y declaro en una cámara Gesell. Por otro lado, la cámara Gesell, el invento de Arnold Lucius, que lo usa en tanto pediatra para los pibes y después termina utilizándose en casos de judicialización, bueno, yo creo que es lo que prisma mi visión del pueblo. El pueblo está judicializado, yo estoy judicializado. El dato bruto está y no está. Este libro le debe mucho a El Fundador, el diario del pueblo en donde también colaboro con una página de literatura. Cuando terminé la novela me di cuenta de que tenía la colección de El Fundador de los últimos seis, siete años, tenía pilas así de diarios con recortes, anotaciones de todos datos violentos. Pero esos datos violentos me sirven a mí como trampolín para saltar a otra cosa. Por supuesto, todas las historias que se concentran ahí en una sola temporada pasaron a lo largo de seis, siete años. Amigos que lo estaban leyendo me decían “Pero esto pasó hace tantos años, ¿cómo te acordás?” Me acuerdo porque soy escritor. Ahora, cuando me digan algo, cuando me digan “¿Vos escribiste esta novela?” “¡No, la escribiste vos!” ¿Qué se pensaban? Es como el famoso chiste de Capote, cuando todos se sienten traicionados y le dicen que su papel era el de bufón, y él responde: “No, yo no era ningún bufón, yo estaba mirando, estaba escuchando, se equivocaron, muchachos”.
Cámara Gesell aparece en el mismo momento en que se reedita Situación de peligro, uno de tus primeros trabajos. ¿Ves un vínculo entre estas dos novelas?
–Es muy raro porque las dos novelas son novelas de exposición. Cuando yo escribía Situación de peligro me habían marcado mucho unos textos de la antipsiquiatría, de autores como Laing y Cooper. Laing dice que la familia es una organización mafiosa, aquel que se va, huye con un secreto y allí donde se encuentre debe ser ajusticiado. Para escribir Cámara Gesell, como don Carlos con la fundación del pueblo, tuve que dejar atrás a una familia. Yo no habría escrito Situación de peligro si no dejaba atrás algo, por esa cuestión de la herencia: está bien, yo recojo el guante de la escritura de mi viejo, pero con esto yo hago otra cosa. Y también me pregunto si Cámara Gesell no es la novela que le hubiese gustado escribir a mi papá. Esta es la novela de los pibes, pero también es la novela de los asesinos que son los padres. Esta es una novela donde los chicos son víctimas propiciatorias todo el tiempo. De todos modos, un libro no es bueno porque sea real, ya lo sabemos. Por otro lado, hay novelas que por ahí pegaron de costado: para mí uno de los textos más impresionantes de la literatura argentina de los últimos tiempos, sin duda, es Tartabul, de David Viñas. El otro día veía por televisión al viejo Viñas, bueno, cada vez que Viñas se sentaba a escribir tenía la pretensión de escribirlo todo. Si vos leés Tartabul te das cuenta de que es una novela escuchada. Mirá, esta anécdota es genial, porque creo que planta Cámara Gesell. Estábamos con Pedro Orgambide caminando por Corrientes, habíamos ido a comer unas pi-zzas en Güerrín. Pasamos por el bar La Paz, once, once y media de la noche, y estaba Viñas, solo, leyendo La Nación. Era la época del 2000, 2001, se venía todo lo que después se vino. Y empezamos a hablar. Me pregunta: “¿Qué está escribiendo?” y “¿Qué opina de lo que está pasando?”. Y al final de todo eso me dice: “Hay que escuchar, hermanito, hay que escuchar la calle”. En ese momento, ese tipo me dio una lección. Fue de maestro zen, vizcacha-zen, viste, la lección era clarísima: hay que escuchar.
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