> EL COMIENZO: THE VELVET UNDERGROUND
› Por Mariana Enriquez
El disco The Velvet Underground And Nico, el primero del grupo, la primera grabación de Lou Reed, tiene 46 años. Cuando se editó, en 1967, no se parecía a nada, sonaba peligroso, hasta aterrador; emanaba sexo y cemento y muerte y drogas y la más profunda incomodidad –física, mental, espiritual–.
Hoy suena igual. Nada tranquiliza, nada da esperanzas en ese disco que pudo haber sido grabado ayer o mañana. Escribió hace una semana Chuck Klosterman, el referente más prestigioso de la nueva generación de críticos de Estados Unidos: “Uno se pregunta cómo algo tan viejo puede estar a la par de todo lo que ha sucedido en la música popular en los últimos 46 años y sin embargo se las arregla para impactar a quienes los escuchen como algo perverso y no-ortodoxo y consumido por su propia otredad. No tiene sentido. Algo que suena tan moderno debería sentirse también familiar; algo que se siente tan raro debería sonar como proveniente de otra era. Pero no suena forzado ni anacrónico. Es, en todo caso, la música de rock más fuera-del-tiempo que se haya hecho –no necesariamente la mejor, pero si la más duradera estéticamente–. Y la más inteligente”. Una música sin tiempo. Basta escuchar el disco. Las ideas locas. Esa simpleza tan seca que resulta retorcida. Todos los elementos musicales y líricos del disco estaban en el aire de 1965, cuando Lou Reed escribió estas canciones, pero nadie los había combinado así. Si Lou Reed sólo hubiera grabado los discos de The Velvet Underground, igual hubiese sido una leyenda. Velvet Underground es un big-bang, un mito de origen.
La alquimia de la banda era muy compleja y quizá sólo posible en los años ’60: Lou Reed, el autor de las canciones, un chico judío de Long Island, estudiante de literatura, discípulo del poeta Delmore Schwartz, maltratado por padres que querían curar sus tendencias homosexuales con tratamientos de electroshock e internaciones psiquiátricas; el maduro y viril John Cale, músico galés que había venido a Nueva York para tocar con John Cage y La Monte Young, crema de la vanguardia; Maureen Tucker, una chica andrógina que apenas sabía tocar la batería; Sterling Morrison, otro estudiante de letras y, finalmente, Andy Warhol, productor, mentor y diseñador de la famosa tapa de la banana –el hombre que llevaría a Velvet Underground al corazón del arte pop y les daría el mejor regalo, la modelo y cantante Nico, una belleza alemana perturbada y perturbadora que con su voz funeraria le dio la pincelada final a ese disco extraño, de inesperada pero definitiva influencia–. Le tomó 15 años a The Velvet Underground and Nico vender más de cien mil copias; pero le cambió la vida a la poca gente que lo escuchó. Iggy Pop, por ejemplo: vio a Velvet Underground en el campus de la Universidad de Michigan y los odió. Y seis meses después, cuando escuchó el disco, se dijo, Dios mío, esto es grandioso. “Me dio esperanzas –dijo–. Fue una llave para mí.”
Los personajes que entraron con The Velvet Underground y las letras de Lou Reed nunca habían sido contados. El chico ansioso y aterrado que espera al dealer en Lexington y la 125 con 26 dólares en la mano en “I’m Waiting For The Man” que, además, suena como la ansiedad, como una rodilla inquieta que marca el lento paso del tiempo. Presumiblemente es el mismo chico que se hace un pico en “Heroin”, con la batería como un corazón arrítmico y las guitarras chirriantes: “Heroína, es mi mujer y es mi vida”, y hay que escuchar a Lou Reed reírse después de decir eso. Como se ríe cuando, interpretando a Severin en la fantasía sadomasoquista “Venus in Furs” dice “saboreá el látigo y ahora sangrá para mí”. Había canciones sobre drogas en 1965, pero ninguna se llamaba “Heroína”, ninguna trataba de reproducir la experiencia del pico y nadie espiaba los antros del sexo y el cuero, ni visitaba las esquinas de los taxi-boys ni, como en “Sister Ray” (del segundo disco, el no menos genial White Light/White Heat), hablaba de travestis que vendían droga y hacían orgías con marineros.
Pero el gran personaje que ingresa es la ciudad, es Nueva York. El único lugar donde el encuentro de los VU era posible –¿donde más estas personas tan diversas podían ser vecinos?–. Escribe Lenny Kaye, el guitarrista de Patti Smith: “Si se quiere escribir una historia de The Velvet Underground, primero, uno tiene que mirar a la ciudad de Nueva York, la madre que los dio a luz, que les dio su fuego interior, creando un cordón umbilical de emoción unido a la monstruosa, colosal, extensión urbana. Uno tiene que caminar sus calles, usar sus subterráneos, verla vibrante y viva durante el día, fría y hechizada durante la noche. Y tiene que amarla, abrazarla y reconocer su extraño poder”. Es la ciudad donde estos jóvenes superdotados pasean su arrogancia y su desamparo.
Velvet Underground era blanco y negro frente al color psicodélico de California y también del swinging London; era anfetamina contra ácido; era la experiencia nocturna de lo urbano, la vida vampiresca y orgullosa. La voz cansada y burlona de Lou Reed va sin apuro y sutilmente hacia adelante, como si ya supiera que estas canciones serán clásicos. En su ensayo La vocación del poeta en el mundo moderno, Delmore Schwartz escribió: “En el impredecible y temible futuro que le espera a la civilización, el poeta debe estar preparado para ser alienado e indestructible”. Lou Reed suena y escribe así: alienado y durísimo, incluso cuando duda. Su forma de decir le adeuda a Dylan –ambos son rappers primigenios– y la música tiene múltiples influencias, desde la vanguardia y el free jazz hasta Aftermath de los Rolling Stones y esto es así porque ningún fenómeno cultural está aislado, ninguno es un ovni. Pero Lou Reed como catalizador era único, ese displacer de las canciones era el de su identidad y de su cuerpo; estaba desesperado y enfocadísimo, en busca de respuestas. Velvet Underground también es el diario de ese joven complicado que decía: “Nadie estaba haciendo, en música, algo que fuese remotamente real. Salvo nosotros. Estábamos haciendo algo muy específico que era muy real”. Es por eso que las canciones son tan físicas, casi palpables, vívidas: Lou Reed abrió la puerta que nadie veía en la habitación y la llenó de aire oscuro, de electricidad, del glamour de lo desviado.
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