EL CINE ISRAELí DEBUTA EN EL TERROR Y EL HUMOR NEGRO
› Por Mariano Kairuz
El año pasado el Bafici tuvo un país invitado: Chile. Esto significaba, además de ser chilena la película de apertura, que se ofreciera la posibilidad de asomarse, a través de varios focos, a lo más nuevo e interesante de lo que estaba produciendo la cinematografía de este país (que casi no llega a las salas comerciales durante el resto del año), a algunos rescates históricos, y a algunas expresiones individuales más bien bizarras, de esas que calzan tan bien en otra novedad del festival, como es la sección competitiva que se ha dado en llamar Vanguardia y género. Este año se repite la idea, con Israel como país invitado, y por lo tanto The Congress, de Ari Folman, como película de apertura, y una serie de foros y retrospectivas dedicadas a autores israelíes, entre ellos Uri Zohar, protagonista de una historia increíble.
Tras consolidarse como uno de los más populares conductores de la televisión de su país, “actor carismático” y, como indica el catálogo del festival icono de la bohemia de Tel Aviv, Uri Zohar (1935) se volcó al cine convirtiéndose, acaso sin buscarlo, en uno de los fundadores del más moderno cine israelí en los ’60 –década de cines periféricos emergentes por todos lados–, con títulos como Peeping Toms y Big Eyes. Luego, a finales de esa década, se hizo rabino ultraortodoxo y pasó a renegar de su obra cinematográfica, que sin embargo es objeto de culto para toda una generación.
Pero es en Vanguardia y género, otra vez, que se presentan dos de esas películas de trasnoche que los integrantes de las filas más duras y trasnochadas de baficeros no van a poder dejar pasar. Una es Cannon Fodder, de Eitan Gafny, promocionada como “la primera de zombies” hecha en su país. La otra es la que Quentin Tarantino definió como la mejor película del año pasado. Su título internacional es Big Bad Wolves (Lobos feroces, siguiendo la traducción usual de los cuentos infantiles) y es el segundo largometraje de Aharon Keshales y Navot Papushado, cuya ópera prima (Kalevet, 2010) fue un fenómeno en cuanto festival se proyectó y a la que se supone “la primera película de terror israelí”.
Los principales protagonistas de Big Bad Wolves son dos hombres que torturan a un tercero. Todos creen tener propósitos mayores capaces de justificar sus actos: uno es el padre de una nena secuestrada, cuyo cadáver apareció violado y decapitado. Otro es un jefe policial muy convencido de que hay una sola manera de extraerles confesiones a los sospechosos. El tercero en cuestión es un maestro de escuela sospechado de pedofilia. Según una de las reseñas más entusiastas publicadas mientras la película recorría mil festivales internacionales el año pasado, “los directores incrementan la tensión de a poco pero con firmeza, de un modo brillantemente sutil, entregando una reflexión atrapante sobre la moral y la eficacia de la tortura, y suficientes shocks violentos como para satisfacer a los fans del género”. Otra indicaba que la película “logra un complicado equilibrio entre terror y comedia negra, con un subtexto relativo a la Guerra contra el Terrorismo, que tiene un significado más profundo y oscuro en el contexto israelí, donde los directores sugieren que todos han aprendido técnicas de tortura durante el servicio militar”.
“Ni en un nuestros sueños más salvajes imaginamos que nuestras películas iban a levantar semejantes olas entre el público internacional”, dice Keshales, un ex crítico de cine y docente de la Universidad de Tel Aviv. “Solo queríamos hacerle a Israel un regalo: darle películas de género. Nuestra industria es tan cuadrada y política, que queríamos llevar algo malicioso y nuevo a la pantalla. Así que primero le dimos una vuelta al género slasher, un giro que busca decir algo sobre nuestros país, e hicimos Kalevet, un slasher que transforma a civiles comunes y corrientes en máquinas de matar. Ahora hicimos algo con un sentido del humor muy oscuro y mórbido y judío. Y créanme cuando les digo que no hay nada más enfermo y depravado que el sentido del humor judío.”
“El cine de nuestro país –agrega Papushado– es muy pesado, siempre parece estar tratando de educarte acerca de las guerras de Israel, del conflicto con los palestinos, de la memoria del Holocausto. Es siempre tan serio. Así que, pensamos, ¿qué tal si tratamos de hacer un cine que sí sea divertido, para variar? Pero es una película israelí, una que trata sobre una sociedad masculina, dominada por una idea de machismo. Una película que busca un tono divertido, pero que está claramente hecha por gente que creció en un ambiente en el que la guerra está en el aire, en el que uno la absorbe, en el que uno desarrolla un potente instinto de supervivencia, que te lleva a hacer cosas horribles en nombre de la supervivencia, o en nombre de tus hijos. Nuestros protagonistas son un policía corrupto, un maestro sospechado de pedofilia, un político de alto nivel; es decir, las autoridades con las que crecemos en nuestras vidas. Todas cosas que deben cambiarse.” Pero, aclara, Big Bad Wolves no es una película-con-mensaje: “Lo primero que queremos cambiar en nuestro país, a decir verdad, es que se hagan más films pochocleros”.
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