CULTURA / ESPECTáCULOS
Hasta fin de mes se podrá ver en los túneles del Centro Cultural Parque de España, la muestra colectiva que reúne a 24 artistas argentinos vivos. La curadora María Eugenia Spinelli concreta aquí su "esperanza de poder mostrar algunos de los caminos que la pintura ha tomado". Por lo tanto, la nota propone un recorrido detallado por esos mismos caminos del arte.
› Por Beatriz Vignoli
Hasta fin de mes, los túneles del Centro Cultural Parque de España huelen a óleo. El título de la muestra, 2D (es decir: en dos dimensiones, con lo cual se alude a uno de los tres rasgos específicos de lo pictórico según la ortodoxia modernista) reúne a 24 artistas argentinos vivos y resume en dos caracteres el eje curatorial de la pintura como una opción más. La curadora María Eugenia Spinelli concreta aquí su "esperanza de poder mostrar algunos de los caminos que la pintura ha tomado". Sería interesante proponer, entonces, una clasificación de tales caminos.
La pintura como lenguaje obsoleto, o como un medio dependiente de otros medios; la pintura como un vehículo posible entre otros para plasmar una idea o concepto abstracto; la pintura como expresión, como objeto camp, como artesanía placentera; las pinturas (en plural) como objetos en una instalación y ésta como evento efímero más o menos poroso o cambiante; y por último, una pintura como palimpsesto o superposición abierta de bosquejos inconclusos, con ese característico pathos frágil y vulnerable de la obra neoexpresionista del primer Kuitca.
En suma, la pintura retorna como algo a ser reinventado. Esta es una pintura atravesada por el pensamiento, por la cita erudita, por el discurso plástico; tiene que ver con el postmodernismo de los 80 y con la "pintura postconceptualista" de los 90. Lo que prevalece en 2D es una idea de la pintura en general como un bagaje que proviene del pasado, y de cada obra en particular como un proceso en curso, abierto al futuro. Se trata, ante todo, de una pintura que pone en escena su propia desaparición.
Lo que más emociona de la muestra son aquellas obras donde la pintura parece borrarse, irse del cuadro y dejarlo de a poco en blanco, como recuerdos que abandonan la memoria: tales los grandes planos de grises de color, cargados de cierta nostalgia por la gráfica setentista, de la tucumana Rosalba Mirabella; o como en una Polaroid revelándose al revés, cada vez más desleída y desteñida, hasta que los pequeños objetos personales agigantados por Valentina Liernur en la primera parte de sus dípticos son sólo abstractas aguadas pastel en la segunda parte; o como si el cuadro mismo fuese capaz de autodestruirse en la viruta aglomerada que va descascarando Matías Duville, casi avergonzado del paisaje ingenuo de casitas y pinitos que todavía alcanza a verse si se mira la obra desde lejos. Lo infantil está presente también en los retratos tipo foto carnet (pero mayores en tamaño: 45 x 30 cm.) de animales medio humanos por Lorena Ventimiglia, pero aquí es representado como padecimiento de las clasificaciones adultas: la palabra (inglesa, hegemónica), como algo de lo que se sufre. En cambio, Teresita Olhaberry usa la escritura de algún ignoto grafismo para trazar con solvencia el paisaje semiabstracto, carente por completo de ironía, de una magnífica pampa borrada por la niebla.
Ante la percepción de una obsolescencia de la pintura, las soluciones pasan por la cita proveniente de fuentes altas (modernistas) o bajas (kitsch)... o de ambas mezcladas, como en los mini óleos de tono irónico y minados de citas (desde Bobby Aizenberg hasta el arte Madí, pasando por el paisaje romántico y la idea del cuadro como ventana en general) de Max Gómez Canle. O como en las miniaturas burlonamente épicas donde el constructivismo ruso pre soviético despliega locas cabriolas sobre láminas antiguas, en el tono tiernamente humorístico de Alfredo Londaibere.
En el campo de los estilos modernos arcaicos que se citan en esta muestra figura el ultraísmo, parodiado junto con consignas socialistas por Magdalena Jitrik.
Otro tipo de consignas, estéticas y setentistas, es combinado nostálgicamente con otros estilos de los 70 por Cintia Clara Romero, el fotorrealismo misteriosamente intimista de cuya instalación de pared revela un gusto por la buena factura puntillista (y por los marcos blancos) que habla de un sano regodeo sin culpas en lo artesanal. Y si Margarita García Faure hubiera hecho que sus líneas y planos de puntos se rigieran por la composición moderna tradicional y no por un orden más aleatorio y por lo tanto más contemporáneo, sus óleos serían hermanos (y no nietos) de los de McEntyre. Pero es la pintura a rayas de color, el emblema mismo del estilo internacional que se conoció como "abstracción postpictórica" allá por 1960 (la "stripe painting" americana posterior al expresionismo abstracto y anterior al pop), la que se lleva todas las palmas: Claudia Del Río y Tulio De Sagastizábal no cesan de parodiarla. Pero lo que en una es alusión al arte, al artificio de la representación, en el otro es pura vibración cromática y sugiere formas naturales: arcoiris, semillas gigantes...
En cuanto a los otros medios de los cuales depende la pintura estaría, por un lado, la instalación; por otro, la gráfica, especialmente la de diseño digital. Si bien cada una de las obras de Sebastián Pinciroli aquí expuestas parece derivada de un heterogéneo collage de imágenes generadas por computadora, podría tratarse del producto puramente pictórico de una sensibilidad formada ante la pantalla.
Algo parecido podría decirse de una obra cuya densidad material la ubica en las antípodas del mundo informático, al que quizás imita en sus procesos: así, Mariela Scafati trama un quilt (un femmage, más que un collage) de fragmentos de lienzo pintado y escrito, cortados y cosidos, cuya naïf heterogeneidad adolescente se resuelve en la fuerte cohesión de una composición rectangular que no hace sino reiterar la forma del soporte tal como lo indica otra de las tres leyes del modernismo ortodoxo de Clement Greenberg. No es la única que mezcla referencias estéticas para comentar un estado de cosas político: en una visión póstuma del aparato productivo, Manuel Esnoz presenta un paisaje industrial gris oscuro logrado mediante la superposición de planos tramados y que, excepto por el hecho de que además se superponen y horadan los soportes reales, es un claro deudor de los grabados del artista alemán contemporáneo Sigmar Polke.
Por su parte, tanto el op--art minimalista de Fabián Burgos como las meditaciones ópticas en bandas verticales y horizontales de Silvia Gurfein (que tienen algo de televisivo, de imagen luz, de tubo catódico encendido más allá del fin de todo programa) plasman ideas visuales que en 1970 se hubieran servido de la serigrafía o de la luz literal de neón en cajas de acrílico.
La pintura como expresión está presente en el gesto infinito de Paola Vega, que no cesa de ovillar líneas en círculo, o en las composiciones caóticas de Deborah Pruden. La pintura hace de sus propios géneros el tema en las figuras femeninas de Anna Lisa Marjak. La pintura como representación de un mundo interno propio exhibe un renovado grado de sensibilidad y de síntesis en tres óleos del rosarino Daniel García, y alcanza ribetes ominosos en una expresiva figura con paisaje (paisaje americano, cenagoso, oscuro) por Nahuel Vecino, cuya plegaria inscripta al pie remite a ciertas formas pictóricas primitivas o ingenuas: el mural popular, el poema ilustrado.
Quedan para el final dos interesantísimas obras donde la pintura (siguiendo cierta tendencia en alza) es un objeto en una instalación. Daniel Roldán, quien en sus ilustraciones para la revista Viva dilapidó una auténtica colección de fotografías, despliega en la pared un retablo que aparece como una colección de fantasmas de fotos: un verdadero catálogo personal de afectos mínimos por su extensión (11 x 13 cm.) y máximos por su intensidad. La otra es la del conceptualista porteño Pablo Rosales, con humor paródico de ingenio brillante y total desprejuicio en la elección de los soportes, presenta un artefacto tridimensional que dialoga tanto con el arte moderno europeo como con el ladrillo visto de la arquitectura del lugar. A diferencia de las esculturas tradicionales, que al ser recorridas nos entregan el sentido de su totalidad, la naturaleza de este espinoso objeto inasible se escapa a medida que se rodea. Cada guiño hallado en cada pliegue interno contradice su aspecto externo de obra vial vista en una pesadilla. Y su osamenta de maderas de bastidores ha lanzado esquirlas fuera de sí: posados en una pared, dos dibujos a birome sobre tarjetas magnéticas parecen caídos allí por azar...
La belleza, en arte, ya no es cualidad de la cosa, sino experiencia de la poesía del azar.
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