CULTURA / ESPECTáCULOS › EL SALÓN NACIONAL DE ROSARIO EN EL MUSEO JUAN B. CASTAGNINO
En la selección de obras enviadas lo que se destaca es la
sensibilidad que una generación de artistas que al tener el Pop
Art como base ya no separan al arte de la cultura del consumo
› Por Beatriz Vignoli
El cartel en el descanso de las escaleras que conducen al segundo piso del Museo Municipal Juan B. Castagnino pide no tocar las obras. "Usted está siendo filmado", presiona. El cartel -ese, u otro- debería advertir: "Esta edición del Salón Nacional de Rosario podría resultar incomprensible para mayores de 35 años de edad". Es una categoría que debería establecerse, si es que ya no se lo hizo: "Arte Clase '70". Porque lo que se despliega, a grandes rasgos, en la selección de obras enviadas al salón -con la curiosa excepción de los tres premios y un par de obras más- es la sensibilidad de una generación de artistas que al tener el Pop Art como base ya no separan al arte de la cultura del consumo, y para quienes el cambio de la tecnología analógica a la digital coincidió con el paso de la infancia a la adultez, o mejor dicho, a su adultescencia actual. Para ellos, un rollo fotográfico es un fetiche de la nostalgia. Lo mismo les sucede con los caracteres impresos por una máquina de escribir manual, o con la tapa de un disco de vinilo. La obra consiste a menudo en entronizar alguno de estos objetos "retro", ya sea vintage o reconstituido a través de medios más actuales. Es una sensibilidad difícil de imaginar para alguien mayor de 35: la de un artista plástico que por serlo se sienta depositario de una artesanía ida. Todas las obras mostradas parecen afrontar esta nueva condición con ingeniosos recursos, con despareja preocupación por la factura y con cierta frágil gracia. Algunas hasta parecen dialogar entre sí: "Mentíme que me gusta", reza una. "No me mientas", se lee en otra. Pero pocas exhiben la complejidad necesaria para resistir el paso de los años.
Si un salón es el lugar ideal para vislumbrar tendencias, a partir de éste podemos decir que el arte llamado "contemporáneo" se aleja, cada vez más, tanto del objeto enigmático a lo Duchamp o de la abstracción minimalista de fina terminación como del culto al trabajo casi artesanal con materiales humildes que estuvieron en boga hacia el 2000. Esta última tendencia está representada en la bella escultura colgante en papel, frágil y a la vez extrañamente monumental, que bajo el título "El Rey III" le valió el segundo premio a Manuel Ameztoy.
Pero incluso las instancias modernistas o conceptualistas no dejan de tener una vuelta de tuerca, un sesgo nuevo, que las enlaza menos a la pura forma que al juego. Tal es el caso de "Laberinto espacial" de Hernán Giraud, donde la abstracción se resignifica como trampa para la mirada. O del arte conceptual lírico y procesual de "Paisaje", de Alejandra Mizrahi. Su catálogo de colores basado en un fino trabajo fotográfico de campo "vende" un color irrepetible planteando así una hiancia entre lo general y lo singular, con obvias resonancias patafísicas sesentistas (Yoko Ono, Ives Klein), pero con un humor suave muy de estos tiempos: "Naranja naranja", "Verde Falcon", "Azul cielo 13-10-04" son algunos de los detalles de cosas que engañosamente presenta como menú a la carta.
También se vierte vino nuevo en odres viejos en la obra que obtuvo el tercer galardón. Este fue para el rosarino Carlos Herrera, y premia merecidamente el humor oscuro y grotesco de una pila de hamburguesas de plástico donde se incrusta de cabeza un perro embalsamado siguiendo el lema: "Una vida difícil". Hay ecos aquí del conceptualismo tardío y chocante del Young British Art de los 90, pero sin la marca de lo sublime, y sí con la carga de la genuina obsesión de Herrera por desnudar el carácter artificial, epocal, culturalmente construido y absurdo de los deseos supuestamente naturales e instintivos de sexo, vestido, compañía o alimento. Es, con la risotada que arranca, tal vez una de las obras más serias, densas y lúcidas de la muestra.
La tendencia, hoy, es a lo lúdico. Pero este juego, por más alegre que sea, no es feliz: salvo cuando (como en el caso citado) el artista "zafa" intelectualmente al explorar las raíces de su propia ausencia de deseo, el juego enmascara más bien una melancolía, caracterizada por el doble rasgo de la ausencia de proyecto y la ausencia de sentido.
Salvo por las que plantean micropolíticas de género, que son de motivo transexual o gay y al gusto camp, casi no hay obras políticas. Una excepción son las magníficas fotos de Yolanda del Amo, perturbadoras composiciones de estudio con modelos que representan situaciones donde la tensión de una intimidad heterosexual no buscada (chico rico dormido y mucama, o los dos últimos que quedan en un baile) revela relaciones ocultas de poder. Por lo demás prevalecen un intimismo autista, los interiores neutros, un modesto espíritu burgués celebratorio de un relativo bienestar, una teatralidad miniaturizada como de casita de muñecas, de retablo de títeres o Nintendo, y un cierto glamour ingenuo que alude a la moda o al sexo desde una mirada infantil sobre los vestidos de la madre o adolescente sobre el cuerpo irreal del dibujo animado japonés. No hay cinismo, pero tampoco esperanza. No hay casi ácida ironía (esto se agradece), o si la intención fue irónica no le llega como tal al espectador. En general no parece importar si la obra es bella o fea, inteligente o idiota, perversa o sana. Una artista, una vez, lo definió bien: "lo mío es sólo un gesto". Cada obra es la puesta en escena, si no de una idea, de un "gestito de idea" (Balá dixit), un ínfimo ajá, un mínimo clic. Poco queda (y esto también se agradece) de las obsesiones femeninas con el propio cuerpo, o de los patterns decorativos abstractos barrocos que fueron el caballito de batalla del llamado "arte del Rojas" de los años 90. Lo que se ve aquí en pintura es por lo general muy gráfico, y ofrece un interesante cruce: artistas que vienen de la pintura académica moderna imitan a las artes gráficas como serigrafía o ploteado, y un dibujante que viene de la gráfica profesional obtuvo el primer premio por la obra más tradicionalmente pictórica de todo el salón. En la primera categoría se encuentran, entre otros, Luis Lindner, Viviana Blanco, Lelia Tschoop, tres pinturas pequeñas de la rosarina Silvia Lenardón y los dos grandes dípticos de Federico Duret, técnicamente influidos estos últimos por la obra pop de Lichtenstein pero con algo de lo siniestro surrealista en la imagen. El segundo caso es el de Max Cachimba, el original de cuya pintura de pequeño formato "Con ánimo jocundo voy por el mundo" revela diminutas cicatrices de historieta que tornan irónico el título y que son invisibles en la reproducción. (Ver nota 27/12/2005)
En cuanto a las técnicas de las obras, la instalación misma del salón las declara irrelevantes; en esto es fiel a la lógica del "salón sin disciplina" instaurado por Fernando Farina en 1995, y que no las agrupa por técnica. Cabe señalar, sí, una omnipresencia de la fotografía, quizás el medio más adecuado para captar la precariedad y el azar que constituyen el espíritu de época donde estos artistas hallan sus imágenes. Azar que incluye y detona lo maravilloso, como en el "Treptosaurus" caído de Ana Laura Colombo. Las fotografías se diferencian además claramente de las obras plásticas del salón en tanto estas últimas se nutren con avidez del diseño, haciendo su tema de las imágenes que ya vienen industrial, comercial y hasta artísticamente prefabricadas, o de los medios gráficos de reproducción que se supone fueron vueltos o serán obsoletos por la informática: el papel carbónico, el libro, la imprenta. Incluso las obras en video tienen cierta pátina de cosa vieja, y hasta el dibujo y la pintura se incluyen en este pasado que avergüenza un poco. Dos excepciones, dos instancias de técnica mixta en base a dibujo y pintura sobre copia láser en papel, que combinan exquisitamente la gráfica y la plástica, son bienvenidas por su sensibilidad y falta de afectación: el rollo de papel tamaño fotográfico (¡casi un Cinegraf!) que Rosalba Mirabella cubrió de copias de horóscopos recortados de diarios y de miniaturas originales de gran calidad y ternura, como en una estela de oráculos para gnomos que sólo se revela en parte; y la vulnerable aunque monumental obra de Isabel Peña, donde el arte infantil propiamente dicho, las imágenes de un cactus y el grafismo pictórico infantilizado de la artista adulta se conjugan mediante sutiles analogías y transparencias para producir no sólo un genuino y sensorial placer estético sino una experiencia más profunda, madura y multidimensional del tiempo. Esto del placer debe leerse con cuidado: habría que ver si el metacrilato rosa que usa Javier Rodríguez o la porcelana Verbano esmaltada en azul cobalto con que alude a los OVNIs Leo Batistelli no son acaso el summum del gusto igualmente válido por lo liso y brillante que subyace al fetichismo tecno de hoy. Se puede incluso leer todo el salón desde la hipótesis subyacente en la obra de Herrera, y extenderla para denunciar la artificialidad de lo construido como goce del arte para cada período, para cada generación y para cada época.
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